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En el marco de la protesta social y ambiental, evocando tiempos ya idos y leyes de otras tierras, aparece la figura de conservación de ríos escénicos (“Scenic Rivers”), la última carta para la conservación de los ríos que nos quedan.

Parte de mi familia materna es ibaguereña. Crecí escuchando a mi mamá decir que mi abuelo era un gran amante de los ríos y que el plan familiar preferido era ir a pasar el día en uno de ellos: el tradicional “paseo de olla”. Muchas veces mi mamá me contó además que a veces iban al río Magdalena a nadar y bañarse. Me costó muchos años entender el gran amor que mi abuelo profesaba por el río Magdalena, a pesar de que yo también amo al Magdalena (le he dedicado más de la mitad de mi vida profesional), pero más por su valor simbólico y ecológico que porque haya disfrutado de sus aguas, pues desde que lo recuerdo es un río color arequipe con aguas cargadas de sedimentos, ¿Quién querría bañarse en un río del que va a salir más sucio que limpio?

El río Magdalena es la arteria viva que atraviesa nuestro país, de sur a norte recoge las aguas de sus grandes capitales, y aun así está vivo. Su capacidad de purificar las aguas es más fuerte que los 36 millones de colombianos que vivimos en su cuenca y que sin considerarlo, vertimos en el desagüe cualquier cantidad de desechos que tarde o temprano llegarán sus aguas. Quizá la mayoría de las personas recordamos así al río Magdalena: como un río ocre, que poco provoca un baño refrescante. Sin embargo, recientemente, leyendo el libro Pescadores del Magdalena de Jaime Buitrago, escrito en la década de los 30, llegó a mi mente el río que tanto amó mi abuelo.

Pescadores del Magdalena podría catalogarse como una novela costumbrista. Sin embargo, esta obra (nacida según el propio autor en las playas abiertas del río Magdalena), es un documento sociológico de gran valor referencial y testimonial, como bien lo menciona Rigoberto Gil, quien hace el prólogo de esta reedición. Y es así como en sus páginas me trasporté a un río color de bosque, con sus aguas coloreadas por los tintes propios de los suelos boscosos, y que sólo se cargaban de sedimentos en las crecientes, cuando “lomas y montes, azotados por el invierno, se van sobre sus aguas que crecen hasta salirse de la madre e inundar los bosques vecinos”.

 

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El autor nos presenta un río en cuyas riberas retozan los caimanes y las tortugas, en cuyas islas se posan enjambres de patos chilicos, las garzas, los patos negros y los claros, y cuyas aguas son pobladas por millares de peces, y así nos transporta a un Magdalena en el que “múltiples, hasta lo imposible en la enumeración, llegan a ser los productos vegetales que engalanan su ribera”. Para quienes lo conocen, esta descripción estaría más acorde con un paisaje amazónico, y dista bastante de lo que hoy vemos del río Magdalena cuando transitamos por las carreteras que en algunos sectores lo surcan.

 

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“Les îles de la Magdalena” Charles Saffray, s. XIX.

 

Es difícil imaginar aquel río, pero es aún más difícil imaginar que aún en nuestros días tenemos ríos así. Actualmente los que eran bosques inundables del Magdalena, aquellos que le daban el color a sus aguas, han sido substituidos por extensos potreros usados para la ganadería extensiva. Con sus bosques se han ido cientos de especies de animales y vegetales, que hoy quedan restringidos a pequeños fragmentos de bosques por aquí y por allá. Sus aguas ya no corren libremente, pues él mismo, al igual que muchos de sus afluentes, ha sido represado para la producción hidroeléctrica, cambiando para siempre, y causando fuertes impactos ambientales, dentro de los que se destacan la caída en la cantidad de peces que el río puede producir.

Al igual que mi abuelo soy una gran amante de los ríos, y mi trabajo me ha dado la fortuna de conocer los últimos parajes de una Colombia detenida en el tiempo. Olvidados por su lejanía o protegidos durante décadas por el conflicto armado o el azar, aún tenemos ríos por salvar, algunos de ellos con un valor excepcionalmente extraordinario.

Y es que si bien el territorio nacional está surcado por ríos, siendo éstos ejes tan importantes en la construcción e identidad de sus pobladores, que no son pocos los departamentos colombianos que llevan el nombre de un río (Magdalena, Cauca, Amazonas, Vaupés, Caquetá, Meta, Putumayo, Arauca, Cesar… por mencionar algunos), en nuestro país no hay una política de protección de ríos, unos lineamientos, que por sobre todas las cosas e intereses, impidan que un río que aún hoy presente un valor ecológico y escénico excepcional, sea impactado en aras del desarrollo.

Hoy siento envidia del autor del libro, quien vivió meses en una experiencia de inmersión cultural con los pescadores, y que lo llevó a parajes ahora extintos. Siento envidia de mi abuelo, quien como el autor, vivió y gozó de los ríos en años en los que la vida aún ebullía de ellos. Pero sobre todas las cosas, siento una tristeza enorme por nacer en un país y en una época en la poco o nada vale el placer de “un paseo de olla”.

Constantemente me pregunto ¿qué le hace falta a los legisladores colombianos para entender el valor de un río?, ¿cuántos ríos más tenemos que perder?, ¿cuántos años más tendrán que pasar para que en nuestro país un río sea declarado como patrimonio de los colombianos, un río cuyo valor escénico y ecológico sea mayor que el de todos los intereses económicos?

En 1968, en Estados Unidos se promulgó la Ley de Ríos Silvestres y Escénicos (Wild and Scenic Rivers Act of 1968), que define a ciertos ríos como elementos merecedores de protección legal, puesto que tienen caudal libre y poseen “valores escénicos, recreacionales, geológicos, históricos, culturales, de fauna acuática, de vida salvaje u otros, excepcionalmente extraordinarios”.

Para el disfrute y bienestar de los ciudadanos, bajo esta ley, los ríos acreedores del título de Ríos Silvestres y Escénicos, se convierten en patrimonio del país, por lo que ante todas las cosas, se preserva el carácter paisajístico de estos ríos, sin modificar su curso o la naturaleza de su caudal. Lo más emocionante de esto es que esta ley entró en vigor cuando entusiastas de la vida al aire libre y patrocinadores lucharon, en el seno del Congreso, por un sistema de ríos de caudal libre para equilibrar las políticas nacionales de construcción de grandes represas y desviaciones de agua. Esta acción monumental de ciudadanos preocupados por el futuro de los ríos de Estados Unidos, que representan las arterias que conectan a las comunidades y terrenos públicos, impulsó una nueva era de comprensión, restauración y respeto hacia la seguridad pública.

La Ley de Ríos Silvestres y Escénicos se promulgó en un momento en que los estadounidenses ganaban consciencia sobre el medioambiente. Durante las décadas de 1960 a 1970, este cambio en la consciencia de las personas dio lugar a la creación de políticas nacionales para la protección del aire, del agua, de las áreas silvestres y de las especies amenazadas. ¿Le llegará este momento a Colombia?, ¿conocerán nuestros hijos, y sus hijos, y los hijos de sus hijos los ríos que nos quedan?, ¿será el paro nacional el contexto para poner esta carta sobre la mesa?.

Si bien en Colombia se han venido dando pasos importantes que he considerado victorias a medias, como la sentencia que insta al principio de precaución ambiental en el río Atrato, y los fallos que declaran al río Cauca, y más recientemente, al río Magdalena como sujetos de derechos, estas decisiones llegan tarde. Les asignan derechos a los ríos y sus comunidades cuando éstos ya han sido vulnerados. ¿Y si en lugar de esto, nos adelantáramos en el tiempo y pudiéramos evitar que ríos con gran valor ecológico y cultural sean transformados para siempre?

Como ya lo mencioné, en Colombia aún tenemos ríos extremadamente bellos. Joyas únicas que bien podrían ser patrimonio de la humanidad, que merecen ser conservados tan solo por la belleza de sus paisajes. Y lo mejor, no hace falta ir muy lejos para ver ríos de este tipo. En la misma cuenca del Magdalena, algunos de sus afluentes podrían transportarnos a esos paisajes boscosos surcados por un río de aguas cristalinas, como el río Samaná Norte, o el río Otún, por nombrar los más cercanos, que además tienen un valor ecológico único. Relictos de lo que algún día fueron todos los ríos Andinos.

El río Samaná, que parece estar ubicado en el eutopos, es el hogar de un gran número de especies animales y vegetales, muchas de ellas en peligro de extinción como el jaguar, el ocelote, el saíno y la tatabra. Además de algunas cuyo único hogar conocido son los 42 km que tiene el cañón del río principal, de las cuales al menos nueve especies de plantas son totalmente nuevas para la ciencia. Es un área importante de desove y sobrevivencia para las especies de peces migratorias del Magdalena como el bocachico, el pataló, la dorada y el bagre. Sin embargo, y a pesar de que lugares como estos quedan ya muy pocos, todas ellas están amenazadas por el desarrollo hidroeléctrico.

 

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Pesca durante la subienda de pescado en el río Samaná. Foto GIUA.

El río Samaná, un río encañonado de riberas boscosas que corre libre (sin la presencia de represas) desde su nacimiento en el páramo de Sonsón hasta su desembocadura en el río Nare, y a través del éste al Magdalena, es el último río libre de Antioquia. Una última muestra de la belleza intacta de la denominada Provincia de Bosques, Aguas y Turismo. ¿no podría ser esta una muy buena razón para declararlo patrimonio de los colombianos y mantenerlo como un río libre? Como me ocurrió con el Magdalena, ¿tendrán los colombianos del futuro que recurrir a crónicas y fotos olvidadas para reconocer lo que perdieron?

Y es que la región que se jacta de ser la más educada, aún no ha percibido el valor de lo que tiene, y desde su capital se cierne la amenaza de un catálogo de desarrollo del sector hidroenergético que pondría, no solo una, sino varias represas sobre tan preciado tesoro. Actualmente en la cuenca se viene desarrollando una economía del turismo de naturaleza, como bien ocurre en los Ríos Silvestres y Escénicos de Estados Unidos, que tienen un gran valor para la recreación y el turismo. ¿por qué Antioquia no le apunta a esta apuesta?, ¿es necesario mencionar acaso los tan sonados impactos que ha tenido la represa que Antioquia construye sobre el Cauca?

Por el país que queremos, por la defensa del territorio, por el disfrute de los colombianos, me niego a creer que tendremos que llorar sobre la leche derramada, y escribo esto en el marco de un país que despierta, con el ánimo de que, como sucedió en América del Norte, ciudadanos preocupados nos unamos al clamor de una ley que proteja para siempre, y antes de que sea tarde, a ríos como el Samaná.

#ríosLibres #ParoNacional #RíosComoPatrimonio 

Fragmento de Pescadores del Magdalena:

“Durante la canícula vénse en los arenales los caimanes porros y agujetas calentándose al sol y en los tupidos carrizos inclinados hacia el agua los fogones de tortugas que al sentir un ligero ruido recogen sus extremidades cayendo al punto al oleaje en un ruidoso tolombóm. Ya en la tarde posadas en los islotes y boscosas lenguas del río los enjambres de patos chilicos en una algarabía de guacharacas. Vienen de las grandes lagunas formadas por el Magdalena en tiempos de creciente. Allí tienen sus nidos en la maraña de los cauchos crecidos al pie de los viveros del pescado.

Las garzas de cinco maravillas o tipos; los patos negros y los claros de un rosado caído, tejen su red de vuelos sobre el Magdalena. Y allá arriba, en el cielo de turquesa, los sanjuaneros vuelan en cadena caprichosa, rumbo a los arbolocos de la cordillera.

Millares de peces pueblan las aguas dulces del Magdalena siendo el principal el bagre que llega a tener el tamaño de un hombre; el pataló y el sábalo de escamas grandes cual monedas de cincuenta céntimos, el capaz, la sardinata de seis colores, el caloche grisáceo, la mojarra y la tolomba parecidas a escarcelas de plata, el nicuro o barbudo de varias leznas defensivas; la gallega, los cuchos de ojos azules y de distintas especies; el bocachico de argénteo brillo.

Pero los peces no son su sola riqueza. En sus orillas aluvionales chorrea el petróleo sus esmaltes negros y el oro cuaja filones en el áspero peñascal. Patrullas de mineros, seguidos de la mujer y los hijos, plantan sus toldas de gitanería en sus riberas y los mismos pescadores, cuando merma la abundancia de los peces, toman la batea orera y se van a barehequear, mientras llega en febrero la anual cosecha del pescado que denominan subienda. También las maderas finas y de tinte retratan su arquitectura arbórea en los espejos del agua. El lustroso cedro, el caracoli firme, el acuápar resinoso, el dinde esbelto, los chicales ondulantes…

Múltiples, hasta lo imposible en la enumeración, llegan a ser los productos vegetales que engalanan su ribera: el cacaotal de moradas bellotas adheridas al tronco; los arrozales, hermanos del trigo en su presencia; el tabacal asonante.”

Soy Bióloga, Magister en Estudios Amazónicos, en la línea de Ecología, Conservación y Diversidad, Doctora en Biología de la Universidad de Antioquia. Investigadora en ecología de peces. Mi carrera como investigadora se ha centrado en la ecología, conservación y gestión de peces y pesquerías...