Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
El domingo, posiblemente lluvioso y con seguridad, pleno de votaciones y fútbol, habrá tres equipos de electores en una cancha electoral difuminada a todos los rincones del país. Estos equipos son: el statu quo, el de las causas verdes y el del voto en blanco.
El statu quo:
Durante las últimas décadas el electorado le ha apostado, mayoritariamente, a mantener el statu quo. Esta opción se puede resumir en el lema “a la economía le va bien, aunque al país le va mal”: en los últimos sesenta años el país ha experimentado un crecimiento económico mediocre y un aceptable nivel de modernización (algún progreso técnico), y también una importante estabilidad (al menos no ha caído en crisis económicas como las sufridas por Argentina, Bolivia y ahora Venezuela).
No obstante, existe un precario avance en la modernidad: ha sobrevivido una democracia formal con algunos rasgos autocráticos, entre los que se destaca el ultra-presidencialismo encarnado en Uribe (y que se ha vivido en el resto del continente con figuras autocráticas como Hugo Chávez y más nítidamente con Maduro).
A esto se suma el prologado conflicto violento y, recientemente, la guerra modernizadora de la sociedad en contra de la naturaleza. Recientes desastres anti-naturales como Hidroituango, la deforestación en la Amazonía y los derrames de crudo en los ríos de Santander son ejemplos fehacientes.
A diferencia de países como Chile, Argentina y Bolivia que tuvieron violentas terapias de shock para implementar el neoliberalismo, en Colombia esta política económica ha sido implementada con enorme complacencia, por parte de líderes políticos y ciertos tecnócratas.
Y, a juzgar por las preferencias electorales de los votantes durante los últimos treinta años, esta política ha sido soportada con demasiada aquiescencia por parte de los sectores populares.
Los gobiernos de los últimos treinta años tienen dos grandes rasgos en común: la laxitud moral y la subordinación de la economía a las demandas del mercado internacional.
En cuanto a la laxitud moral de cada gobierno dejó al menos un sonoro escándalo: de César Gaviria se recuerda la construcción de una cárcel de alta comodidad, diseñada para complacer los caprichos del más peligroso narcotraficante del momento; de Ernesto Samper no es difícil recordar el enorme elefante del narcotráfico que pasó estrepitoso y lento tras las anchas espaldas del controvertido líder sin que este lo hubiese sentido; de Andrés Pastrana se reconoce su capacidad para poner en práctica el significado de la paz que aparece en el diccionario del diablo de Bierce: “…época de engaño entre dos épocas de lucha”.
Los ocho años de Álvaro Uribe, además de las espesas sombras que emanan de sus cuantiosos escándalos, se rememora su iniciativa económica de confianza inversionista (que, parafraseando al gran economista Joseph Schumpeter, fue una tentativa de construcción demasiado destructiva) y su fórmula de seguridad democrática (que aplacó a unos guerreros insurgentes a costa de alimentar un más indómito monstruo de contra-insurgencia).
De los períodos gubernamentales de Juan Manuel Santos queda un opaco éxito en materia de imagen del país con hechos formales como la pomposa firma de la paz con las FARC, el premio Nobel de Paz y, en los últimos días, la inclusión del país en la OCDE y en la OTAN, lo cual contrasta con la triste realidad: un proceso de paz aún demasiado frágil e incompleto, una economía atravesada por la ominosa desigualdad y la creciente corrupción, y un estado de enorme inseguridad por la persistencia del narcotráfico y la continuidad de la guerra por parte de paramilitares y disidencias de la guerrilla.
En lo referente a la subordinación del país a las demandas de las grandes potencias económicas y políticas, la economía se ha moldeado como una despensa para surtir con materias primas y energías al llamado mundo desarrollado.
En los últimos 16 años el paisaje del país se ha transformado vertiginosamente, para convertirlo en una despensa de minerales (oro, esmeraldas, níquel, coltán, etc.), de energías (combustibles fósiles, biocombustibles e hidroeléctricas) a las grandes urbes y, en especial, a potencias industrializadas como Estados Unidos, China y la Unión Europea.
La expansión de la economía extractiva (la llamada locomotora minero-energética) ha llegado a tal punto que muchos colombianos podrían terminar con su casa en el aire (como en la canción de Escalona), pues el Estado clama por expropiar el subsuelo y cederlo a grandes compañías foráneas para la extracción de minerales y energías.
A esto se agrega la notable y perjudicial alteración del medio ambiente natural para implementar economías extractivas: represas como la de Hidroituango y minería en los páramos o en sus más cercanos confines (como podría ocurrir en el páramo de Santurbán).
Esta apuesta permite obtener regalías en el corto plazo (que se traducen en mermelada para hacer política), y tiene el costo de dilapidar los recursos del futuro.
Para la segunda vuelta electoral que se hará el próximo 17 de junio, líderes derechistas y neoliberales como Pastrana, Gaviria, Vargas Lleras se han aglutinado en torno a Uribe y Duque, para aliarse en contra de un adversario común: el presunto izquierdista Petro.
Lo preocupante en términos de preservación del medio ambiente es que en la primera vuelta triunfó la opción de Duque (que marcadamente es neoliberal y propende por dar continuidad a la locomotora minero-energética) y, además, venció en municipios y en departamentos en donde la gente, meses atrás, había clamado, mediante masivas consultas populares, su franca oposición a economías extractivistas.
El variopinto equipo de las causas verdes y el temor de lo incierto
A pesar de los clamores sociales por la paz (con hitos como el masivo voto por la paz veinte años atrás, y las comunidades de paz) en Colombia no existe un partido abanderado de esta causa. Pese a los recientes procesos de consulta popular y de consulta previa para rechazar nocivas economías extractivas y depredadoras, en el país no existe un partido verde.
Lo único que existe es un conjunto de líderes que en el pasado pudieron haber participado en la política tradicional (la del statu quo) y que en algunos momentos decisivos se han apartado de ella para hacer oposición y para emprender una modalidad distinta de hacer política. Líderes como Petro evocan la parcialmente renovadora Constitución de 1991 que, más que una creatura de izquierda, es un pacto demasiado ambiguo entre la socialdemocracia y el neoliberalismo. Otros líderes como Mockus representan una manera de hacer políticas públicas, más orientada hacia cambios voluntarios en las creencias y en la cultura ciudadana.
Lo verde de Petro es su discurso renovador y oportuno, de llamado a poner freno a la extracción de combustibles fósiles e implementar el uso de energías limpias y renovables. Sus palabras se tornan algo más creíbles cuando diversos intelectuales y líderes ambientalistas se juntan a su movimiento, y hay nombres de gente conocedora del tema en el equipo que le acompañaría si es que logra vencer el domingo 17.
Si Petro y el equipo cercano que le acompaña llegan a gobernar el gran reto es el de traducir el discurso quijotesco y emotivo al rigor académico que exige un conjunto de políticas públicas. A esto se suma la reacción posiblemente adversa de los mercados y las fuerzas opositoras que vendrían de la derecha y de sectores de centro.
Hay unos líderes que hace pocos años eran retadores e innovadores en los que muy pocos creían y que emprendieron algunas formas distintas de hacer política pero que hoy están optando por el voto en Blanco, ellos son Sergio Fajardo y Humberto De La Calle.
El voto en blanco, o el tercer jugador en la cancha
El auténtico voto en blanco puede llegar a ser un manifiesto ciudadano en contra de todas las opciones que, de derecha a izquierda del espectro político, compiten en una contienda electoral y que debido a problemas como el oscuro pasado de algunos de sus líderes, la corrupción, el autoritarismo, la ineptitud, o las políticas que promueven no resultan atractivas para el electorado.
De ser masivo sería tan contundente y pavoroso como un mundial de fútbol sin público en los estadios y sin observadores en los medios televisivos e informáticos.
Cuando la inmensa mayoría de los votantes opta por el voto en blanco, como ocurre en la imaginativa prosa de Saramago, en su Ensayo sobre la lucidez, entonces esta expresión tiene la contundencia y el impacto político que alcanzan a tener una huelga general o una insurrección popular.
El gran reto posterior a un voto en blanco es el de continuar con otras tentativas que abarcan la desobediencia civil y, más allá, el más enorme desafío es el de promover una alternativa distinta a las que se han rechazado.
Cuando gana el voto en blanco por una importante mayoría, entonces los votantes expresan su inconformidad con los distintos candidatos electorales, y resulta imperativo convocar a unas nuevas elecciones con líderes distintos (y supuestamente mejores y renovados). Esto último ha ocurrido en Colombia por ejemplo, en el municipio antioqueño de Bello en el 2011.