Hoy arrancó la discusión en el Congreso del proyecto de ley presentado por el ministro de Justicia, Néstor Osuna, para cambiar el sistema penitenciario. 

En un video, el ministro explicó los puntos principales de la reforma, que parte de la idea de que las cárceles llenas no son sinónimo de justicia ni de seguridad: “con las cárceles terriblemente abarrotadas no hemos sentido más seguridad ni menos criminalidad, ni menos resocialización”, dijo. 

Para discutir sobre las apuestas y desafíos de esta reforma, que comienza su camino en el legislativo, La Silla Académica entrevistó a Libardo José Ariza, profesor de derecho de la Universidad de los Andes y experto en temas del sistema penitenciario. Ariza es coautor de los artículos: “Constitución y cárcel: la judicialización del mundo penitenciario en Colombia” y co-editor del texto Cárcel, derecho y sociedad, que alimentan esta entrevista. 

LSA:

 es La Silla Académica

L.A:

Es Libardo Ariza

LSA:

En un artículo, usted argumenta que en Colombia, paulatinamente, se ha implementado un lenguaje de derechos humanos para referirse al contexto de las prisiones. Esta reforma retoma mucho de ese lenguaje. ¿Cómo ha sido este proceso y por qué importa?

L.A:

Ante la situación de un sistema que ha sido desbordado, la reacción ha sido que las personas privadas de la libertad empezaron presentar masivamente tutelas. Han usado este instrumento para argumentar que en las cárceles se presentan una serie de violaciones a los derechos fundamentales. Van desde el derecho a la salud hasta el derecho a la alimentación. Así, en Colombia, desde 1991, se ha dado una apropiación del lenguaje de derechos humanos para reclamar por las condiciones del sistema penitenciario.

Sin que hayan desaparecido otras formas de protesta contra las condiciones inhumanas de la reclusión, hoy ya no hay motines tan violentos como antes. Esa violencia exacerbada, que todavía estalla por momentos, ha encontrado una suerte de equilibrio gracias a que las personas privadas de la libertad han confiado en el mundo jurídico para judicializar su descontento.

La Corte Constitucional detectó esta gran cantidad de tutelas interpuestas por personas privadas de la libertad en distintos establecimientos del país, y declaró el primer estado de cosas inconstitucional, en 1998, con la sentencia T-153. La sentencia sostiene que el interno es un sujeto de derechos, aunque algunos de estos, como la libertad y la comunicación, se encuentren suspendidos o debilitados. Y le ordena al Estado la tarea de garantizarle al recluso condiciones dignas de reclusión y la disminución del hacinamiento a través de la ampliación de cupos.

Pero esta sentencia y las siguientes (cuatro veces se ha declarado el estado de cosas inconstitucional en las cárceles) no han arreglado el sistema en el sentido de mejorar las condiciones de derechos humanos de las personas privadas de la libertad. Esta reforma del gobierno Petro es el más reciente intento de humanización del sistema penitenciario.   

LSA:

¿Cuáles son algunas cifras y datos que nos permiten dimensionar la situación de las cárceles en Colombia?

L.A:

La crisis del sistema carcelario no es exclusiva de Colombia, pero acá, como en otros países del continente, lo que se ve es que las tasas de encarcelamiento han venido aumentando. En Colombia, en 1998, había 115 encarcelados por cada 100 mil habitantes. En el 2016 eran 249 por cada 100 mil. Es decir, un aumento del 116%. 



En total, la población carcelaria se ha quintuplicado en los últimos 30 años en Colombia, y hoy se cuentan alrededor de unas 120 mil personas privadas de la libertad. Con esto, también ha crecido el porcentaje de hacinamiento, que llegó a picos históricos de un 55 por ciento en el 2016 y el 2019, los mayores números desde 1992.

Estos indicadores son los que usualmente se usan en la discusión pública para medir el problema de las cárceles. Pero otros indicadores son menos usados. Como el indicador de personas privadas de la libertad que acceden a agua potable o los que pueden recibir una visita en lugares dignos y con las frecuencias adecuadas. Por ejemplo, la tasa de suicidio dentro de las prisiones es cuatro veces más alta que fuera de ellas.

La creencia principal que muchas personas tienen es que a mayores tasas de encarcelamiento, hay menor criminalidad. Pero desde el análisis sociológico lo que se observa es que pueden disminuir las tasas de criminalidad con mayores tasas de encarcelamiento por un segmento de tiempo específico. Pero en el largo plazo las tasas de criminalidad vuelven a aumentar aún si aumenta la tasa de encarcelamiento.

La otra creencia que informa el sistema penitenciario actual es la idea de que se puede reducir el hacinamiento construyendo más cárceles. Esto ya se intentó y no funcionó. La Corte Constitucional ordenó en 1998 ampliar 21 mil cupos más en las cárceles, y esa ampliación se hizo, pero el sistema criminal siguió creando una demanda mayor de presos y así el sistema sigue desbordado porque no se realizaron ajustes profundos al sistema como un todo. Tampoco hay un análisis de sostenibilidad del sistema que tenga en cuenta los costos del encarcelamiento, esto es, que cada preso le cuesta anualmente al Estado alrededor de 20 millones de pesos.

LSA:

Frente a la reforma penitenciaria del gobierno Petro. ¿Cuál es el objetivo principal que lee en esta reforma?

L.A:

Cualquier intento de mejorar el sistema penitenciario es una buena noticia. El último intento se hizo en el 2014, hace ya casi una década, por medio de la ley 1709 de 2014. Al igual que hace una década, esta es una reforma que deja casi intacta la estructura del sistema penitenciario y no presenta un diseño alternativo en el que se incorpore, por ejemplo, la justicia restaurativa en las tres fases de criminalización, aunque la reforma la mencione incansablemente. En ese sentido no es una reforma muy ambiciosa. Parece ser más un programa de redireccionamiento,

Hay unos cambios en algunas figuras claves que van a permitir descongestión en las cárceles, pero el sistema es prácticamente el mismo.

Con todo, el proyecto de reforma es transversal, pues toca las tres escalas de la política criminal. Este esfuerzo no se había hecho hasta ahora. La criminalización primaria, que es la que se ocupa de definir cuáles conductas deberían ser consideradas delitos, si se le establece mecanismos sustitutivos a la pena, si se le da libertad condicional, por ejemplo. La fase secundaria, que es la manera cómo se tramita judicialmente ese delito etc. Y la tercera escala, que es la cárcel, o la ejecución de la pena.

LSA:

Una de las apuestas del proyecto para descongestionar las cárceles es eliminar delitos como el de injuria, el de calumnia, de incesto o el de inasistencia alimentaria. ¿Cómo ve esa apuesta?

L.A:

Yo no creo que existan hoy en día muchas personas en las cárceles por el delito de incesto. Si se considera o no que es una conducta que debe recibir tratamiento penal es algo que plantea unas discusiones políticas y morales muy complejas. Pero no es un delito con una prevalencia tan alta como para que valga la pena cazar una pelea por algo que, en el marco de esta reforma, no hace gran diferencia para el objetivo de descongestionar las cárceles.

Es decir, el punto es que no está claro por qué esas despenalizaciones van a tener un impacto en la situación de la crisis penitenciaria. Hablando de conductas despenalizables que sí tendrían un gran impacto en el hacinamiento estarían, por ejemplo, los delitos menores de drogas. Aunque hay una modificación sutil, pero poderosa, en el tipo que establece la modalidad de “llevar consigo” y que tendrá un impacto significativo, la discusión debería ser más amplia. Esta reforma perdió la oportunidad de hablar de despenalización de drogas y, en cambio, estamos metidos en una discusión sobre el incesto, que no toca el centro del problema.

De los delitos que la reforma propone despenalizar, el que creo que más puede servir al propósito de atender la crisis puede ser la eliminación del delito de inasistencia alimentaria, que sí puede tener un impacto mayor en la descongestión. Con todo, aquí se perdió la oportunidad de ofrecer un programa piloto de justicia restaurativa como alternativa al tratamiento penal de un conflicto tan complejo como el que subyace a la inasistencia alimentaria. 

LSA:

La otra apuesta fuerte de la reforma es ampliar los mecanismos sustitutivos de la pena, como la casa por cárcel. ¿Cómo analiza esto y cómo cree que se puede evitar que sea usado corruptamente?

L.A:

El sistema penitenciario colombiano es cerrado. Es decir, es un sistema donde la regla general es que todos los que cometen delitos van a la cárcel. Esto, por supuesto, tiene las excepciones de unos mecanismos que están dispuestos, como la suspensión de la ejecución de la pena y prisión domiciliaria, para que la pena se cumpla en la casa.

Hoy en día, acceder a esa prisión domiciliaria no es tan fácil: puede considerarse, según el delito y el perfil subjetivo, al momento de dictar condena. el siguiente momento se da cuando la persona que no la recibió en la sentencia condenatoria, ha cumplido, la mitad de la pena. Cuando se han cumplido tres quintas partes de la condena se puede acceder a la libertad condicional.

Luego hay otros beneficios, que son los beneficios administrativos, que son los que da el Inpec. Entre estos beneficios está el permiso de 72 horas o la libertad preparatoria. La mayoría de los beneficios que suponen salidas del establecimiento se activan hoy en día cuando el preso ha cumplido una porción significativa de la condena.

Lo que propone la reforma es jugar con estos elementos para que muchos más delitos puedan ser considerados para acceder a la prisión domiciliaria y a los beneficios administrativos. Su apuesta es flexibilizar el acceso a esos mecanismos ya existentes para lograr mayor descongestión con una inteligente reforma del artículo 68 A del Código Penal. Redirecciona población intramural al mundo de las domiciliarias. Este es el corazón de la reforma. 

LSA:

Precisamente sobre las domiciliarias, el ministro Osuna señaló que “se tomará en serio” esta figura con monitoreo para todos los presos con casa por cárcel “con sistemas que la tecnología”. ¿Ve viable ese monitoreo?

L.A:

Si esta reforma pasa y se aplica, tendríamos casi igual número de personas privadas de la libertad en sus casas que intramuralmente. Hoy en día hay alrededor de 73 mil personas que ya están en domiciliarias. Eso es mucha gente por vigilar y apenas se dispone de 6085 mecanismos de vigilancia electrónica. El déficit ya es importante.

¿Cómo funcionan las domiciliarias hoy? Cada establecimiento del país que tiene a su cargo una persona privada de la libertad en su domicilio debe encargarse de la supervisión de la medida. El reto fundamental del proyecto está ahí.

El proyecto le apuesta de una manera fuerte a las domiciliarias, pero no hay en él una claridad sobre cuál va a ser la política criminal específica para hacerlas funcionar. Porque si va a ser la que existe actualmente, eso no sirve.

El problema está en que el Estado sigue siendo responsable de esas personas. Si falta la mitad de la pena por cumplir, y esa persona está encerrada en la casa, ¿cómo va a ser el tratamiento penitenciario? El Estado va a tener que alimentarlo, garantizarle el acceso a la salud; todos los servicios que le daba en la prisión, en principio, tiene que seguirlos cubriendo. No hay un régimen jurídico claro al respecto y este vacío no se cubre por la reforma. Le apuesta a las domiciliarias sin régimen normativo claro y sin un aparato institucional robusto.

Y si además la vigilancia, como dice el ministro Osuna, se hará a través de dispositivos electrónicos, eso también deja muchas preguntas. Hoy ya hay un déficit de mecanismos de vigilancia electrónica, y sólo alrededor del 10% de las personas en domiciliarias tiene uno. En Bogotá existe un centro de monitoreo de las domiciliarias, y no dan abasto porque no hay suficientes dispositivos.

¿A quiénes se priorizará para darles los dispositivos? ¿Va a ser por tipos de delitos? ¿Por ciudades? Yo creo que lo más preocupante de esta reforma es que le apuesta a las domiciliarias, pero en un momento en el que ese mecanismo es precario y débil. 

LSA:

El ministro Osuna ha defendido que esta reforma no implica rebaja de penas ni excarcelaciones masivas. ¿Está de acuerdo con esa defensa?

L.A:

Efectivamente no es un proyecto de rebaja de penas, porque no toca las penas de los delitos. En el Código Penal hay distintos niveles de pena. La máxima pena que se puede poner en Colombia para cualquier delito es 50 años. Si hay concurso de conductas punibles, esa pena podrá ser de 60 años.

El ajuste que hace el proyecto no es una rebaja de penas, sino una rebaja de ese máximo punitivo, y vuelve a la versión original del Código Penal que es de 50 años, en caso de concurso de delitos y de cuarenta para un tipo penal específico. Lo que busca el proyecto no es que bajen las penas, sino que las personas pasen menos tiempo encerradas en prisión. 

LSA:

Finalmente, otro elemento que promete la reforma es apuntarle a tener más mecanismos de justicia restaurativa en las cárceles. ¿Cuál es su lectura de esto?

L.A:

No queda en el proyecto muy claro si los programas de justicia restaurativa son alternativas al derecho penal o programas de ejecución de la pena.

En el segundo caso, que es el que parece enfocarse esta reforma, las personas que ya están en la cárcel pueden estudiar, trabajar, y, adicional a eso, hacer labores de justicia restaurativa como parte del proceso de reintegración social y de satisfacción a la víctima. Pero el delito sigue siendo delito en esta lógica.

Si fuera el primer caso, y sería el más transformador y complejo, la justicia restaurativa podría servir como una forma de alternatividad penal. Esta es precisamente la oportunidad pérdida de la despenalización del delito de inasistencia alimentaria sin un programa de alternatividad penal basado en la justicia restaurativa. Es decir, la persona no va a la cárcel y, en cambio, el Estado crea una serie de acciones que sirven para la reparación, pero no pasan por el derecho penal ni la prisión. Pero una reforma así implicaría transformaciones institucionales más amplias.  

Soy la practicante de La Silla Académica. Estudio Literatura y Narrativas Digitales con una opción en Periodismo. Anteriormente trabajé en el departamento editorial de Perífrasis: Revista de Literatura, Teoría y Crítica.

Soy editor de la Silla Académica y cubro las movidas del poder alrededor del medioambiente en la Silla.