Edwin Ballesteros, el representante a la Cámara por el Centro Democrático, renunció esta semana a su investidura para evitar ser juzgado por la Corte Suprema de Justicia. Estaba siendo investigado por corrupción en la contratación siendo gerente de la empresa de servicios públicos de Santander. Por esos mismos hechos también está siendo investigado el exsenador Richard Aguilar, quien fue capturado a finales de agosto y también renunció a su curul. 

Ahora será la Fiscalía la encargada de investigar a Ballesteros. Una jugada similar a la que hizo el expresidente Álvaro Uribe el año pasado. 

Mientras esto ocurre en las altas esferas del poder político y la justicia, en los niveles bajos hay una queja por la impunidad que estaría detrás del aumento de la inseguridad en muchas ciudades. El fiscal Francisco Barbosa culpó a los alcaldes de no ejercer como autoridades de policía en sus ciudades, pero éstos le respondieron, a través de Asocapitales, quejándose de que los jueces dejan libres a los delincuentes que capturan. 

Todos estos episodios van sumando al desprestigio histórico que vive la justicia hoy, según la última Invamer Poll.

La Silla Académica entrevistó a Edgar Ardila, profesor de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional. Ardila es autor del libro: “Fronteras Judiciales en Colombia”. Con base en el capítulo “La Experiencia judicial de Colombia”, hace un análisis de cuatro problemas que afronta la rama judicial y que ponen en cuestión cuál es su verdadero poder. 

Los jueces estatua

Hay una idea generalizada de que en todos los municipios se necesita un juez, la pregunta es ¿para qué?, dice Ardila. 

De hecho, desde 2013 en municipios como Taraira y Carurú, en Vaupés; San Felipe, Cacahual y Barrancominas, en Guainía; Santa Rosalía, en Vichada, y Cantón de San Pablo, en Chocó, donde no había juzgado ya hay uno.

El problema para Ardila es que “no hay otros abogados, fiscales, defensores que puedan llevar los procesos. No hay claridad sobre lo que significa entregarle a un municipio un kit de justicia”. 

De los 143 juzgados que se crearon ese año para garantizar el acceso a la justicia en todo el país, 57 sólo contaban con un juez y un secretario.

 

Según la Ocde por cada 100 mil habitantes debe haber cerca de 65 jueces. En Colombia hay 12. La Defensoría del Pueblo, por su parte, en 2019 señalaba que necesitaba al menos 700 defensores públicos más para garantizar un servicio oportuno y continuo.  

“En la zona del Catatumbo casi todos los fiscales están en Ocaña, por ejemplo, y para ir a otros sitios necesitan armar una comisión que hace más dispendioso el trabajo”, dice Ardila.

“Los jueces en un municipio son un símbolo patrio más”, concluye.

Por un lado, según el investigador, no están atacando los problemas que tiene el municipio y pone el ejemplo de Uribe, Meta, una zona que fue azotada por el conflicto y que él estudió en detalle: “con una tasa de homicidio más alta que la de Cali, el juez penal municipal o promiscuo no tiene competencia legal para conocer esos delitos”.  

Además citando a Mauricio García Villegas en su libro “Jueces sin Estado”, Ardila dice que los jueces en la mayoría de lugares del país están aislados, no pueden movilizar la Fuerza Pública, por ejemplo, para que los proteja haciendo una diligencia.

El problema de la impunidad

La mayoría de personas no denuncian cuando son víctimas de delitos como un robo porque creen que las autoridades no hacen nada.

Y tienen en parte razón. 

Colombia ocupa el quinto lugar en impunidad en América Latina, después de Venezuela, México, Perú y Brasil, de acuerdo al Índice Global de Impunidad que mide no sólo el castigo sino el grado de reparación de las víctimas.

 Esto podría darle razón a los alcaldes y policías que le atribuyen responsabilidad a los jueces por la inseguridad de sus ciudades. 

Pero, por otro lado, Ardila explica que antes un juez de instrucción hacía las investigaciones, ahora la rama judicial está sustraída de esa etapa y está sometida a lo que diga la Fiscalía. 

Si la Fiscalía no aporta las pruebas, la rama no tiene capacidad de determinar el rumbo de un proceso. Eso afecta su capacidad de incidir en la violencia del país.

“Es un embudo grande. En 2019, la fundación Pares publicaba que el 71 por ciento de los delitos estaba en etapa de indagación previa y de esos sólo 27 por ciento estaban activos. En etapa de investigación, la cifra de activos bajaba a uno por ciento”.

Según Ardila solamente entre un 16 y un 19 por ciento de los homicidios dolosos (con intención) llegan a ser condenados. En países desarrollados llegan al 70 y 90 por ciento de los casos, si bien antes en el país esa cifra era aún más baja. “Si eso ocurre con los casos en que hay certeza de los muertos, del delito, peor aún en los casos de corrupción o violencia sexual”, anota. 

En todo caso, pese al alto grado de impunidad y a las demandas de parte de la ciudadanía porque los jueces no liberen a los capturados durante el proceso, a julio de 2021 los sindicados (aquellos a quienes se les está siguiendo un proceso para establecer si fueron o no responsables de un delito) eran más de una cuarta parte de la población privada de la libertad:  24.507 personas. De esas más de 8 mil personas llevan más de dos años retenidas (sin saber si son o no responsables) sin que se les resuelva su situación. 

A eso se suma el hacinamiento. En julio de 2021 —aún después de una reducción del 22 por ciento de los presos el año pasado por las medidas por la pandemia— la capacidad de las cárceles del país estaba en poco más de 82 mil cupos. Y las personas privadas de la libertad eran más de 96 mil.

Los esfuerzos están mal encaminadaos

En este último caso, Ardila argumenta que los esfuerzos de la rama judicial están concentrados en los campesinos que cultivan coca y en los jíbaros que la comercializan. 

“Pero esos son los eslabones más débiles de la cadena. En el Catatumbo, por ejemplo, los narcotraficantes suelen pagarle a los raspachines con la misma base de coca, que ellos venden para poder comprar otras cosas”. 

El investigador cree que es una paradoja que el sentimiento de impunidad en Colombia está asociado con esos pequeños delincuentes: “El que vende droga en una esquina trabaja para otro y el día que lo metan preso, el dueño del negocio simplemente lo reemplaza. Ese —el dueño— es el que tiene arreglos con todo el aparato represivo del Estado. Todo el mundo sabe dónde están las ollas en los barrios y no hay resultados contundentes”, señala Ardila. 

La impunidad está más arriba, en una dimensión más invisible, según él. “Las estructuras criminales deberían ser el centro de atención de las políticas judiciales”.

“De igual forma —continúa— en materia de corrupción pública, uno quisiera que el policía y el funcionario que lo extorsiona a uno fueran sancionados, pero la corrupción a gran escala no se va a acabar por eso”. 

Los jueces han perdido su majestad

Según el barómetro global, los jueces y magistrados ocupan el cuarto lugar de mayor percepción de corrupción en el país. Y en la Encuesta de Cultura Política del Dane, el tercero.

“Nuestra historia republicana ha estado marcada porque el poder judicial ha sido una proyección de las estructuras políticas”.

Ardila explica que sólo hasta 1961 se estableció el sistema de cooptación mediante el cual los mismos magistrados de la Corte Suprema de Justicia elegían a quiénes iban a llenar las vacantes que surgían. Antes la rama judicial era del que tenía el poder político. El Estado era como un botín y unos de los cargos que se repartían eran los de los jueces. 

“Así logró Reyes Echandía ser magistrado y, muchos de los miembros de la Corte Suprema de Justicia que quemaron en el Palacio de Justicia”, dice. 

Gracias a esa forma de elección, según el investigador, la cúpula de la rama adquirió capacidad de tomar decisiones autónomas.

“En Bogotá, Cali, Medellín y Bucaramanga los jueces lograron cierta autonomía, también. Pero ese proceso no logró bajar más. El poder político nacional siguió determinando la designación de los jueces a nivel territorial en la práctica”. 

En un territorio los espacios en los cuales interactúan los jueces están determinados por las estructuras tradicionales de poder. “En Bogotá un juez puede sustraerse del conflicto, en un municipio mediano o pequeño es mucho más difícil”, agrega.

Pero lo que la Corte Suprema de Justicia ganó en autonomía lo perdió con la creación del Consejo Superior de La Judicatura y la forma de designación de los magistrados de las Altas Cortes que estableció la Constitución de 1991. Los miembros de la Corte Constitucional son elegidos por el Senado de una terna en la que el presidente tiene un cupo. 

La politización de la justicia no se limita, en todo caso, a eso. “A la Rama Judicial no se le ve como una instancia superior que toma decisiones que son aceptables para el conjunto de la sociedad. No se le considera la máxima autoridad”, dice Ardila. 

“Se considera parte del conflicto y no quien lo dirime” agrega, refiriéndose a los casos en los que un poderoso como el expresidente Uribe acusa a la Corte Suprema de estar sesgada en su contra. 

Al renunciar a su curul como senador para evitar ser juzgado por esa Corte, dice el investigador, no perdió su poder “que puede incluso ser mayor al de la Corte Suprema de Justicia. Pedirle ahora a un juez del circuito que lleve ese proceso es pedirle que sea un kamikaze”.

Luego viene el problema de la incidencia política en la Fiscalía. “Hay una fuerte imbricación de actores ilegales en estructuras políticas. La Fiscalía, con una planta de personal de cerca de 25 mil funcionarios y un presupuesto anual de cuatro billones, está al mando de una sola persona que es designada por esas estructuras políticas, luego la posibilidad de que la criminalidad pueda manipular las investigaciones es alta”, dice.

Y eso explica para él paradojas cómo que el escándalo de la “Ñeñepolítica”, es decir, de la posible infiltración de dineros del narcotráfico en la campaña de Iván Duque, “no haya producido aún resultados, pero que sí se haya investigado rápidamente a una pareja de policías judiciales a cargo de la investigación por presuntamente haber hecho interceptaciones ilegales dentro de la misma”.  

La Corte Suprema de Justicia recientemente levantó la medida de aseguramiento contra ellos para que sigan el proceso sin estar privados de la libertad.

Llegué a La Silla Vacía en 2017 a crear, con Juanita León, la Silla Académica, para traducir periodísticamente el conocimiento que producen las universidades. Al comienzo también hice seguimiento a los estados financieros de La Silla y a la cooperación internacional que recibimos. Desde el 2022...