Campesinos pobres hasta tumbaron su casa por la promesa incumplida de una nueva

Hace dos años Alexandra Sierra Sierra tumbó su casa. Vive en un cambuche muy precario que se suponía era por los dos meses que tardaría la construcción de su casa nueva financiada por el Gobierno, según le dijeron los contratistas que le pidieron demoler la vieja. Ella es uno de los 30.437 campesinos a los que el Estado le prometió casa nueva y no les ha cumplido.

La casa tenía techo de zinc y paredes de cañazas. Por dentro era un salón cuadrado con una ventana y tres cortinas que lo dividían, simulando habitaciones. Afuera tenía un techo para cocinar con leña y un baño con pozo séptico. “No era lujosa pero no me mojaba ni estaba a la intemperie”, recuerda Alexandra, indignada.

El programa de vivienda rural, que otorga casas nuevas o mejoramientos y este año tuvo un presupuesto de 834 mil millones, carga con rezagos incluso desde 2000, demoras que han afectado de muchas maneras a miles de campesinos.

Algunos perdieron el beneficio porque, con la demora, tuvieron que irse a vivir a otro lugar. A otros les hicieron la obra a medias y tuvieron que terminarla por su cuenta. Otros siguen esperando que la terminen, como sí pasó con cerca de 170 mil campesinos con más suerte.

La varada del programa

Alexandra Sierra vive en Las Nubes, un corregimiento de San Antero, Córdoba, que tiene cerca de 300 habitantes.

Nació en San Antero hace 40 años, hace 26 vive en Las Nubes. Llegó con sus abuelos y hace 12 años pudo construir su propia casa. Compró un pedazo de tierra frente a la casa de sus abuelos, con plata que ahorró trabajando como ayudante de cocina en restaurantes en el pueblo, a diez minutos por carretera pavimentada.

Construyó la casa con ayuda de su hijo mayor, que era un adolescente. Le sirvió para vivir con sus cinco hijos hasta noviembre de 2019, cuando contratistas de Fiduagraria le pidieron tumbarla para construir una nueva con cocina y baño integrados, con puertas, ventanas y piso.

Hoy no tiene trabajo y se sostiene con un subsidio del Gobierno, vendiendo almuerzos los domingos y con lo que su hijo mayor consigue en el rebusque y comparte con ella y sus hermanos, porque tiene pareja e hija. Todos viven con Alexandra, en el cambuche.

Justamente mejorar la calidad de vida de personas como ellos es la apuesta del programa de vivienda rural, que el Banco Agrario heredó de la Caja Agraria.

La razón para que la construcción de casas rurales sea la entidad financiera del agro es histórica: hace medio siglo el Estado no daba subsidios sino préstamos para que los campesinos mejoraran su vivienda o construyeran una nueva.

En los ochenta aparecieron los primeros subsidios pero la Caja siguió encargada; el programa cogió bríos solo en 2000 cuando un decreto definió que el Banco (creado en 1999 para reemplazar a la quebrada Caja) debía canalizar plata de fondos de varias entidades públicas y cajas de compensación, y definir quiénes ejecutan el programa y qué campesinos son sus beneficiarios.

Desde entonces ha cambiado dos veces su modelo de ejecución, aunque todos han cargado con las dificultades propias de construir viviendas a campesinos, como que son casas muy dispersas, y que muchas veces llevar los materiales es difícil y costoso.

Esas dificultades también vienen de decisiones políticas y fallas administrativas.

En el modelo que funcionó de 2000 a 2011 las Alcaldías, Gobernaciones, resguardos y cualquier persona jurídica que pudiera acreditar experiencia en trabajo social, podían buscar presentar una propuesta al Banco.

El Banco las revisaba. Si las veía viables, las aprobaba y les consignaba la plata. 

El ganador se encargaba de todo: diseñar el proyecto, proponer los beneficiarios y el presupuesto, contratar los constructores e interventores, y asegurarse de que todo funcionara.

Pero ese modelo tenía influencia de políticos desde el principio. Según una fuente que trabajó en el diagnóstico de los proyectos, arrancaba desde la calificación, que estaba en manos de unos 60 contratistas del Banco que durante tres meses del año se dedicaban solo a eso.

“Eran recomendados y puestos por congresistas. Desde el Ministerio previamente arreglaban con congresistas cómo entregar esos cupos de calificadores y les aprobaban los proyectos que les servían para su trabajo político, según sus regiones”, nos dijo esa fuente, que aseguró que la mayoría de la torta de vivienda rural se la llevaban congresistas de Antioquia, Sucre, Bolívar y Córdoba.

Los dos últimos muestran los mayores problemas de todo el departamento, un indicio de que la politización terminó afectando el programa.

Efectivamente, de 2004 a 2008 la mayoría de departamentos recibieron 100 a 700 subsidios anuales (algunos incluso pasaron años en limpio), mientras Córdoba recibió más de mil al año durante cinco años seguidos, y Bolívar durante cuatro, y en 2008 alcanzó a recibir más de 2 mil.

Al final, de los 113 mil subsidios asignados entre 2000 y 2010, por 1,16 billones de pesos, Bolívar y Córdoba recibieron 11 mil y 10 mil respectivamente. Por encima de otros departamentos, pues los que siguen son Antioquia, Cauca y Nariño con 8 mil, Huila con 7 mil y Santander y Boyacá con 6 mil.

Más allá de eso, los 113 mil no se ejecutaron en su totalidad. Unos 7 mil beneficiarios fueron retirados de la lista general que se consolidaba a partir de los listados regionales.

Y 8.387 subsidios de esos años siguen, hoy, pendientes por ejecutarse, especialmente en esos dos departamentos: para 2011, cuando iban poco más de 2 mil proyectos ejecutados, un informe de la Contraloría reveló que el Banco había pagado 25.881 millones de pesos en anticipos de 131 proyectos que nunca se terminaron. 

De esos, 4 mil millones eran de 13 proyectos en Córdoba, y 2 mil millones de pesos estaban en 11 proyectos en Bolívar.

El rezago lo alimentaba el modelo de contratación. Según el informe, en esa década algunos oferentes no buscaban un constructor independiente para hacer las obras (como exigía el modelo) sino que terminaban haciéndolas ellas mismas, y le asignaban la interventoría a un funcionario en vez de contratar a alguien independiente. Es decir, se dedicaban a todo y se controlaban a sí mismas.

El Banco, por su parte, hacía una interventoría a la administración de los recursos, pero no evaluaba si la obra estaba bien hecha. Por eso había problemas en uno de cada 20 proyectos, con obras botadas, a medias o mal hechas.

El Banco le contó a La Silla Vacía que desde entonces lograron recuperar 9.863 millones de pesos, lo que es menos de la mitad de lo que estaba embolatado según la Contraloría y en todo caso no resolvió el lío, que ha crecido.

Hoy, una década después, la gerencia de vivienda del Banco dice que el banco nunca liquidó 59 proyectos de esa época y en su lugar firmó actas de cierre.

Eso implica que no miró cuánto se había invertido y cuánto se había gastado de eso, y que posiblemente hubo plata (la gerencia no nos dijo cuánta) que se perdió y ya no se puede recuperar. Además, otros 220 proyectos siguen sin liquidar y están evaluando cómo cerrarlos porque han pasado tantos años que hay problemas legales y prácticos para liquidarlos.

Además de esos proyectos embolatados, el Banco dice que hay 12.710 subsidios otorgados de 2000 a 2010 que se quedaron en el aire, “sin gestión por parte de administraciones anteriores para resolver de fondo la situación de los beneficiarios”. Es decir, 12.710 de las 113 mil familias beneficiadas en esos años ya no recibirán ni la casa o mejoramiento que les prometieron.

Mejor dicho, en 2011 había un desorden tan grande que una década después sigue sin resolverse. Un desorden que en 2012 el Ministerio, en cabeza del conservador Juan Camilo Restrepo, buscó resolver con un cambio de modelo.

Dividió la responsabilidad de asignar beneficiarios –que postulaban Alcaldías, gremios agrícolas u ONG para que los avalara la Universidad Nacional–, de la de hacer las obras.

Para eso el Banco creó gerencias integrales. Eran cajas de compensación, gremios agrícolas, corporaciones y fundaciones que administraban la plata de varios proyectos de una zona, y se encargaban de contratar las obras y las interventorías, y de hacerles seguimiento.

Pero con esa modalidad no se acabaron los líos: según lo que nos respondió el Banco en octubre, se habían terminado las casas del 88 por ciento de los beneficiados de 2012 a 2014.

A enero de este año seguían sin ejecutar 5 mil de los 60 mil subsidios asignados entre 2012 y 2014, y había varios contratos de gerencias integrales sin liquidar. En ellos los contratistas entregaron menos casas de las que debían, dejaron obras iniciadas y se quedaron con plata.

Por ejemplo, en Cartagena la caja de compensación Comfamiliar firmó en 2013 dos contratos para gerenciar 1.704 millones de pesos del programa y hacer 188 casas. El Banco los liquidó unilateralmente en 2018, en medio de incumplimientos.

Según la Contraloría, que en 2020 abrió un proceso de responsabilidad fiscal por ese caso, Comfamiliar solo ejecutó “satisfactoriamente” 1.115 millones de pesos. Los otros 589 millones quedaron en obras de mala calidad o abandonadas: 54 casas nunca se hicieron y 10 quedaron solo en cimientos o muros.

En 2015 el modelo volvió a cambiar supuestamente para reducir los tiempos en la entrega de casas y hacerlas más cómodas, y Alexandra Sierra entró a la lista de beneficiarios.

Nuevos modelos, también con líos

Ese año la presidenta de la junta de acción comunal de Las Nubes regresó de una visita a la Alcaldía con una buena nueva: Sierra y otros 23 habitantes estaban entre los beneficiarios del programa de vivienda rural. 

“Éramos los que vivíamos en la situación más difícil, en casas en obra gris”, dice Alexandra.

Pero solo volvió a saber del programa en abril de 2019, cuando por convocatoria de la presidenta de junta asistió a una reunión en la alcaldía del vecino Lorica, con beneficiarios de varias zonas cercanas.

Esa demora de cuatro años muestra los problemas del modelo que impuso el entonces ministro Aurelio Iragorri, de La U.

Por un lado, estableció que el Ministerio iba a definir directamente a qué zonas iban a llegar los subsidios (lo venía haciendo la Universidad Nacional); por otro, concentró la operación al cambiar las gerencias integrales por un gran convenio con Fiduagraria, la fiduciaria del sector.

Fiduagraria se convirtió en la gran operadora de la entrega subsidios, a cargo de 13.523 de los casi 18 mil de ese año (los otros alcanzaron a contratarse con el modelo anterior). Y se encargó de elegir los contratistas de los estudios técnicos, las obras y las interventorías, y de viabilizar los proyectos.

Como a Fiduagraria no le aplica la ley 80 sino las normas de contratación privadas no hubo concursos con muchas ofertas sino invitaciones con tres propuestas o contratos directos.

Eso se lo permite el reglamento operativo del programa que hizo el Banco en 2016, que solo dice que los contratistas tenían que “demostrar idoneidad, capacidad financiera, seriedad y experiencia reconocida y acreditada en el sector de la construcción”.

No es fácil saber exactamente qué pasó porque los procesos de contratación no aparecen bien publicados en el Secop, un mal indicador de transparencia: los documentos de los contratos firmados en 2016 y 2017 aparecen publicados por Fiduagraria en 2018, 2019 y hasta 2020. Además, reflejan aplazamientos sin justificación o tienen documentos incompletos que impiden saber qué pasó.

Por ejemplo, en este contrato por 6 mil millones para 206 beneficiarios en Chocó, publicó los documentos hasta la adjudicación, pero no contrato ni sus avances.

Por eso, un informe de la Gerencia de Vivienda del Banco Agrario de enero de este año dice que toda la gestión documental del programa de vivienda está emproblemada “sólo existen digitalizados 122 mil folios del programa, pero el archivo total actual está conformado por 16.8 millones de documentos”, afirma. Así, ni siquiera esa entidad puede saber qué ocurrió.

Pero es claro que hizo contrataciones muy diversas.

Por ejemplo, firmó un convenio por 42 mil millones con la Empresa de Vivienda de Antioquia (Viva), para que estructurara proyectos y construyera a la vez algunos de ellos. 

Al tiempo hizo contratos más pequeños, como uno por 467 millones de pesos para estructurar proyectos con un consorcio de empresas de Nariño, a las que eligió tras hacer una invitación privada a tres potenciales interesados, y otros que eligió a dedo, como uno con la Federación Nacional de Cafeteros para estructurar proyectos por 468 millones de pesos y otro similar con una fundación en Cauca por 137 millones.

Eran tantos contratos, con formas de elegir contratistas, obligaciones y responsabilidades tan distintas, que hubo un colapso.

“Fiduagraria sencillamente no tenía la capacidad para responder por todas las interventorías, todos los contratistas, todos los estudios técnicos de todo el país”, nos dijo un exfuncionario del programa que prefirió no ser citado para ahorrarse problemas.

El desorden se nota en las demoras y las adiciones que el reglamento también permitía.

Por ejemplo, un contrato firmado en diciembre de 2018 con el Consorcio Cuntoca Visr por 145 millones de pesos para estructurar proyectos con plazo de cuarenta días ya lleva seis ampliaciones y hoy tiene fecha de entrega en enero de 2022.

O este para estructurar proyectos para 543 hogares en Cauca, firmado en 2016 con plazo de un mes y 10 días, pero se demoró seis meses más y solo publicaron sus actas en 2020.

Y este ​para estructurar proyectos para 1.747 hogares en Nariño por casi 500 millones por 45 días pidió seis meses y 22 millones de pesos más. 

Con ese desorden, de los 13.527 hogares que para 2015 tenían plata garantizada de subsidios, en agosto de 2018, cuando cambió el Gobierno, 12.978 seguían pendientes y los otros 549 no se ejecutaron sino que el Banco los retiró del programa en depuraciones de los beneficiarios.

Justamente ese año las entregas comenzaron a retrasarse considerablemente: el informe de la Gerencia de Vivienda muestra que de 2011 a 2014 se entregaron el 97 por ciento de los subsidios, en 2015 la tasa cayó al 43 por ciento y en 2017 iba en el 21 por ciento.

Eso coincide con una nueva politización del programa.

En La Silla contamos cómo en agosto de 2015 Iragorri le entregó la gerencia de vivienda del Banco al clan costeño de los García Zuccardi, con el político guajiro Sergio Agustín Suárez Nieves, quien estuvo en el cargo hasta fines de 2016.

Suárez salió embargado porque no cuidó los recursos, no hizo nada ante los incumplimientos de una gerencia regional y desembolsó la mitad de la plata de un contrato en el Huila dos meses después de firmar el acta de inicio a una cuenta bancaria personal.

En ese caso la Fiscalía embargó 137 bienes ​​a empresas del contratista Jaime Saavedra Perdomo, que en 2015 quedaron a cargo de 3 mil millones de pesos en subsidios, y nunca cumplieron.

En 2017 Fiduagraria liquidó ese contrato y los 3 mil millones de pesos se perdieron.

Ese no es el único proyecto que se pagó y nunca se ejecutó. Según el informe interno del Banco de enero de este año, la Contraloría encontró problemas en la ejecución de 29 mil millones desde 2014. 

La Contraloría le explicó a La Silla que por eso tiene 35 procesos activos sobre el programa: ocho en la etapa inicial de indagación, y 27 ya en procesos de responsabilidad fiscal. No nos dio más información.

En todos esos años, a pesar de los cambios, no se modificaron puntos tan problemáticos como que se definían los beneficiarios sin haber estudiado sus casas o terrenos, y al hacer los estudios aparecían algunos que no era viable o eran muy costoso hacer la casa, y los proyectos terminaban desfinanciados. Así se lo explicó María Fernanda Cepeda, directora de Gestión de Bienes Públicos Rurales del Ministerio de Agricultura, hace un mes a La W.

El cierre del programa

La reunión a la que fue Alexandra en Lorica en 2019 fue la típica de un grupo de contratistas que llegan a ejecutar un proyecto a región. Personas con overol industrial y botas de ingeniero, una mesa principal con un video beam en el que proyectan planos, beneficiarios acomodados en sillas rimax viendo la presentación.

Rotaron una lista de asistencia, “​​de esas que es para cumplir que sí le hablaron a alguien, no más”, recuerda Alexandra. Cuando le llegó, los que estaban en la mesa principal, a los que ella recuerda como ingenieros, ya habían firmado la hoja. Sierra copió los nombres y teléfonos de un par. “Entidad a la que pertenece: Fiduagraria”, decía frente a uno de esos nombres.

Al finalizar la reunión, Alexandra y los demás asistentes entregaron una fotocopia de su cédula y se devolvieron a su casa a seguir esperando.

Ese mismo año el Gobierno de Iván Duque, en su plan de desarrollo, decidió pasar la construcción de casas rurales del Ministerio de Agricultura al de Vivienda y cerrar el programa que estaba en caos.

Ese cierre implica que el Banco Agrario tiene que solucionar definitivamente los pendientes. Aunque no tiene un plazo, en abril sacó una resolución con directrices para el cierre, y plantea dejar todo subsanado en 2022.

Eso es prácticamente imposible porque hasta agosto pasado se aclaró que faltaba plata para eso: aunque en 2019 el Ministerio de Agricultura gestionó los fondos para ejecutar 12.500 subsidios pendientes, el Banco encontró que faltaba financiar otros 18 mil.

“No los habían reportado porque ya estaban contratados y se creía que se podían ejecutar”, nos explicó una fuente del Ministerio: como los estudios se demoran años, cuando salen ya no alcanza la plata que estaba separada para ejecutar los proyectos.

Mientras se cierra el programa, la situación ha empeorado: aunque entre 2019 y 2020 el Banco firmó contratos por 140 mil millones de pesos para recuperar rezagos, esos contratos también terminaron desfinanciados porque la pandemia obligó a parar obras. Y luego muchos materiales de construcción, sobre todo el acero, se encarecieron.

Hasta principios de octubre el Banco no le había reportado al Ministerio de Agricultura cómo iba la ejecución de esos contratos.

Que se destraben sigue en veremos: a precios de hoy, el Banco necesita 157 mil millones de pesos para financiar los 30 mil subsidios rezagados y en el presupuesto de 2022 solo están 45 mil millones de pesos. Los otros 112 mil millones se necesitarán en 2023 y 2024, con un gobierno nuevo y otras prioridades.

Todo eso afectó a Alexandra. 

Los contratistas finalmente fueron a Las Nubes en octubre de 2019. “Nos dijeron que teníamos que dejar el terreno plano”, recuerda Alexandra. A ella y a los otros 23 beneficiarios, entre los que están sus abuelos, les dijeron que cuando vieran que llegaba un cargamento de ladrillos debían tumbar sus casas para iniciar la obra.

El cargamento llegó al mes siguiente pero solo tres beneficiarios se arriesgaron a tumbar. Los abuelos de Alexandra solo demolieron la cocina y esperar lo demás, pues tienen casi 90 años.

Alexandra construyó un cambuche con un solo cuarto en el que metió dos camas, un televisor y su nevera. Llevaba tres días viviendo ahí cuando los ladrillos, que habían quedado al sol y al agua a un lado de la calle principal, se empezaron a deshacer.

No hubo doliente. Tras tres meses, la lluvia que entraba por el techo del cambuche dañó su nevera, el televisor y una de las camas.

En febrero volvieron los contratistas e hicieron la cimentación de cinco casas, incluyendo la de Alexandra. Pero tras dos semanas llegó la pandemia y solo quedaron unas varillas erguidas y una parte del piso cubierta de cemento.

Dos de los beneficiarios de Las Nubes han muerto desde entonces. Las varillas que alcanzaron a ponerles ya están oxidadas. El cambuche en el que vive Alexandra es cada vez menos habitable porque sus hijos y nieta están creciendo, y si todos están dentro no hay espacio para caminar.

Desde el 8 de noviembre de 2019 que tumbó su casa, Alexandra no volvió a saber nada del proyecto. Hasta agosto.

“Llamé al señor de Fiduagraria del teléfono donde habían firmado. Me dijeron que en octubre. En octubre me dijeron que en noviembre. Ahora me dijeron que a mediados de diciembre. Pasar otro diciembre en esta circunstancia es lo peor…ya está empezando a llover”, dice.

Alexandra no tiene ni un papel para reclamar que lleva dos años sin casa por la promesa del Estado de tener una nueva. Y no está sola.

En Lorica hay 27 beneficiarios con varillas instaladas. En Nueva Esperanza, corregimiento de Mocoa, 95 familias víctimas de desplazamiento tumbaron sus ranchos y están esperando al contratista. Y así.

Entre ellos y otros sin casas o con casas a medio hacer son más de 30 mil familias, de las más pobres, aisladas y necesitadas del país.

Cubro política menuda en los santanderes y conflicto en la frontera colombovenezolana. Soy comunicadora social con énfasis en periodismo en la Universidad Autónoma de Bucaramanga. En 2015 gané el premio de periodismo regional Luis Enrique Figueroa Rey, y en 2019 y 2020 el premio de periodismo regional...