Crónica sobre el trauma de la guerra y ese tremendo animal político que es el expresidente Álvaro Uribe: capaz de ganar por fuera del bipartidismo, de subyugar a la clase política tradicional, de cambiar la Constitución para quedarse ocho años de gobierno con niveles insospechados de popularidad, de poner a su sucesor y, cuando éste lo decepciona, de volver y crear en pocos meses otro partido a su imagen. El caudillo capaz de humillar a todos los demás caciques, de quizás poner el próximo presidente, y de quedarse en un rincón de la cabeza ida de un viejo que jamás pudo siquiera darle un apretón de manos.  

Cuando, inmisericorde, la enfermedad comenzó a derrumbar a ese hombre que era un imperio de 85 años, la única columna fuerte a la que se aferraba su mente perdida era Uribe.

– Uribeeeeeeeee. Uribeeeeeee. ¡Ven a salvarmeeee! Esta gente me quiere envenenar, ¡la guerrilla me quiere matar!, ¡manda al glorioso ejército nacional por mi!

Se trata de otra historia del trauma de la guerra y de ese tremendo animal político que es el expresidente Álvaro Uribe: capaz de ganar por fuera del bipartidismo, de subyugar a la clase política tradicional, de cambiar la Constitución para quedarse ocho años de gobierno con niveles insospechados de popularidad, de poner a su sucesor y, cuando éste lo decepciona, de volver y crear en pocos meses otro partido a su imagen. El caudillo capaz de humillar a todos los demás caciques, de quizás poner el próximo presidente, y de quedarse en un rincón de la cabeza ida de un viejo que jamás pudo siquiera darle un apretón de manos.   

El fervor más allá de la razón

Sucedió en cualquier pueblito caliente de Sucre, que bien podría haber quedado en Bolívar o Córdoba. Al viejo ganadero Francisco ‘Pacho’ Amell la muerte le hizo trampa al derribarlo con una mezcla de alzheimer, demencia senil y fallas cardíacas y pulmonares que empezaron a golpear duro en septiembre pasado.

Por aquellos días, el Donpa (Don Pacho), como abreviaban con cariño su nombre algunos amigos y familiares, sorprendió a todos en la casa al anunciar la muerte de su esposa durante 58 años. A todos, incluyéndola a ella, Alicia, que trataba de hacerle entender en todos los tonos que seguía viva.

– ¡Yo no estoy muerta, ¿tú no me ves aquí?! ¡¿Con quién estás hablando entonces?!

– ¡Con tu espíritu!

Don Pacho permaneció casi una hora de pie en la sala, llorando, ante un ataúd que sólo existía en su imaginación desbordada.

Desde el principio de su caída deliró con que la familia quería envenenarlo, un disparate que aceleró su fallecimiento porque lo llevó a rechazar la comida.

En diciembre comenzó a invocar a Uribe para que lo salvara. De su familia y de la guerrilla.

“Anoche hablé con Uribe, me dijo que viene para acá esta tarde, llama al monte para que maten una vaca porque él anda con su comitiva”, dijo un día de fin de año.

En el día eran despropósitos dichos con la tranquilidad y el absolutismo con el que comandó siempre su familia de nueve hijos. La palabra del Donpa era inapelable, y en ese tono ordenaba: “Hay que traerle un caballo bueno a Uribe porque él sabe de caballos, y él me mandó a hacer una casa a mí”.

Por la noche, había gritos desesperados. “¡Ejército nacional!, ¡policía!, ¡me van a matar!, Uribeeeeee”.

Entre esos episodios, su dramática negativa a comer y las dolorosas entradas y salidas a la clínica, el viejo lector campesino que ordenaba a sus nietos leer porque “es más fácil alzar un libro que un machete” se fue apagando.

Llegó al punto de sostenerse apenas con comida líquida y suplementos multivitamínicos, que aceptaba a veces con engaños cuando uno de sus hijos, fingiendo la voz del expresidente, le rogaba comer.

El falso Uribe le hablaba. A veces escondido detrás de la cortina, a veces desde un celular. Y el Donpa al principio se lo creía y aceptaba alimentarse porque así se lo pedía “el Presidente”.

Pronto llegó el día en que el éxito de las tres comidas del viejo dependía de los mensajes de ese Uribe de mentiras y de su promesa de que iría a visitarlo. En ocasiones, él mismo decía que el expresidente lo llamaba y le prometía que llegaría esa tarde. “No vino hoy porque el avión no pudo aterrizar en Corozal”, se explicaba por la noche.  

El Uribe que él obedecía desapareció cuando el hombre, socarrón, advirtió inesperadamente: “Ese que está detrás de la cortina hablando no es Uribe, ¡es Marlon!”.

Un día pasó por la casa un grupo de soldados que patrullaban por la zona y uno de los hijos, Ventura, los llamó para pedirles auxilio con el padre. “Ayúdenme con papá, que no quiere comer”.

– Vea, papá, aquí están estos soldados, los mandó el doctor Álvaro Uribe Vélez, para que por favor se tome todos los alimentos. Él mandó la razón, ¿oyó?

– ¡¿A ustedes los mandó el doctor Uribe?!

– Sí, señor.

– Bueno, vea, pónganme presa a toda esta gente ¡porque me quieren matar!

Don Pacho llegó a decir que Uribe era su hijo y una vez le pidió a Mauricio, uno de sus nietos mayores, que se casara con una sobrina del ex presidente. Y también contaba a quien lo estuviera escuchando que Uribe le iba a devolver los 400 millones de pesos que la familia pagó de rescate durante el secuestro de Pachito, el mayor de los hijos varones del matrimonio.

Fue en 1999. Unos años antes, unos años después, la guerrilla explotó artefactos en cuatro de las fincas del viejo ganadero y en todo el tiempo de azote le robó en total 256 animales, entre cabezas de ganado, toros, caballos y yeguas.

El recuento de los daños que hoy hacen los hijos señala que, en esa época, duraron seis meses sin poder visitar una finca que tenían cerca a la vereda Tacamocho, en Bolívar, a orillas del río Magdalena. Otro terreno de más de mil hectáreas, entre Sucre-Sucre y Majagual, les estuvo vedado por la violencia por más de cinco años.

Eran tiempos en los que el paso por el paradero conocido como El Bongo, en donde se desvía el tránsito que va de la troncal del Caribe hacia el sur de Bolívar (camino que pasa por el pueblito de Don Pacho), era suspendido a partir de las 6 de la tarde por seguridad. “A esa hora esta tierra se perdía del mapa”, dice Mauricio, el nieto.

El más duro de los golpes fue, por supuesto, el secuestro de Pachito Amell, quien duró siete meses internado en los Montes de María a manos del entonces llamado Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).

Ante un rumor de bomba en su casa y un desplazamiento forzoso de toda la familia durante medio año después, el viejo Pacho aseguró que así lo mataran nunca más tendría miedo ni abandonaría el pueblo en el que nació y del que sólo se había marchado lejos antes para estudiar dos años y medio de Derecho en la Universidad Javeriana de Bogotá.

Paradójicamente, en aquel entonces la violencia no lo hizo irse sino regresar. Comenzaba sus veinte y había viajado a la capital con la esperanza bajo el brazo de terminar una carrera. Los fusiles que sonaron hace 60 años en la matanza de los estudiantes que protestaban por el asesinato del universitario Uriel Gutiérrez acabaron con ese sueño. El joven Francisco Amell, de 25 años cumplidos, marchó con la muchachada de varias universidades hacia el Palacio de San Carlos en donde residía transitoriamente el General Rojas Pinilla. Cargaba una bandera de Colombia que a su regreso regaló a su suegra. Después de la matanza, se protegió como pudo y huyó al pueblo de sus amores.

Al parecer, ahí murió el hombre político, el tirador de piedras, que no se volvió a levantar sino para votar tranquilamente en todas las elecciones que se celebraran en el pueblo. Siempre por los godos. Ni siquiera votó liberal cuando, a fines de los 90, su hijo Ventura se presentó a la Alcaldía por ese partido. Votó por el contendor conservador y, para que no quedaran dudas, antes de depositar su decisión en la urna le estampó su firma.

Decía que Uribe, el Presidente al que él le agradecía la tranquilidad de haber podido volver a sus tierras después del azote aquel, en realidad era más conservador que liberal.

La historia familiar siguió transcurriendo con la llegada de los nietos, las madrugadas en las que el Donpa solía despertar a los más pequeños para ir a la finca y tomar la espuma de la leche recién ordeñada con panela, los carnavales, las misas, lo cotidiano. La lectura. El hombre fue un lector irremediable que dejó una robusta biblioteca con algunas primeras ediciones, entre ellas una de Don Quijote de la Mancha, su lectura favorita.

Leyó hasta que sus capacidades se lo permitieron. Uno de sus últimos libros fue el bello ‘El olvido que seremos’ de Héctor Abad Faciolince. El olvido que nunca fue en su cabeza el personaje de Álvaro Uribe.

Murió el pasado 6 de junio a mediodía -muy delgado, casi sin habla ni capacidad para caminar- insistiendo en que lo iban a envenenar y que Uribe lo rescataría. De la guerrilla, de su familia, de la enfermedad que derrumbó a ese viejo que fue un imperio de 85 años.

Contexto

Fue periodista de historias de Bogotá, editora de La Silla Caribe, editora general, editora de investigaciones y editora de crónicas. Es cartagenera y una apasionada del oficio, especialmente de la crónica y las historias sobre el poder regional. He pasado por medios como El Universal, El Tiempo,...