El teniente retirado Carlos Andrés Lora no podía dormir. En la oscuridad de su cuarto la imagen más clara eran los rostros de sus víctimas. Vidas que segó y que a su vez le cambiaron su vida, como cuando lo abandonó su esposa y cuando su madre quemó sus medallas militares. “¿Con todo ese daño que yo hice, para qué me tienes vivo, señor. Yo que he pasado por tantas situaciones peligrosas y todavía me tienes aquí?”, pensaba Carlos.
Era una noche de finales de abril de 2022 y estaba en su apartamento de Bogotá, donde vive solo desde que salió de la cárcel. Carlos había llegado ese día de Valledupar, en donde por primera vez le había dado la cara a los familiares de las 135 víctimas de “falsos positivos”, asesinados por militares del Batallón La Popa entre 2002 y 2005.
Por estos hechos, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ha determinado como máximos responsables a 15 militares de La Popa, entre oficiales de alto grado y soldados, pero sólo 12 han aceptado su responsabilidad. Uno de ellos es él, el teniente del Ejército Carlos Lora, quien después de años de negación reconoció ante los magistrados y las víctimas su responsabilidad. En total fueron 17 asesinatos de personas presentadas falsamente como bajas en combate cuando fue comandante de uno de los grupos especiales de esa unidad militar.
Meses después, sentado una mañana de diciembre en su casa y con una voz pausada, le cuenta a La Silla Vacía que reconocer esa verdad y verla de frente en esa reunión con víctimas organizada por la JEP lo golpeó. “Eso es algo doloroso, es cuando uno alcanza a percibir todo el sufrimiento de esas personas”, dice Carlos.
Esa mañana sus manos se mueven nerviosas, mientras cuenta su pasado como militar. Una vida capturada en una pequeña foto que tiene en su apartamento. En un estante reposa su retrato a los veinte años, vestido con un uniforme de gala del Ejército. Hoy tiene 45 años y no es muy diferente, tiene el mismo corte a ras militar, el mismo rostro cuadrado y afeitado, pero su uniforme fue sepultado por su madre cuando fue enviado a La Picota.
Al lado del retrato del joven teniente también hay una pequeña foto tipo documento de su hijo menor, Juan Lora, quien tenía tan solo un año cuando su padre fue capturado. Al someterse a la JEP, Carlos recuperó la libertad y pudo volver a ver a su hijo en 2017, cuando ya tenía 12 años.
“Solo por un hijo que me llama y por el que lucho es que todavía tengo la fuerza para estar de pie”, dice Carlos. Él es además uno de los 22 militares a los que la JEP les aceptó su reconocimiento de responsabilidad en 2022 . Ahora, espera una sanción alternativa a la cárcel por parte del Tribunal de Paz y deberá empezar a reparar a sus víctimas por los asesinatos de sus familiares, por los hechos que borraron todo honor y toda gloria de su carrera como militar.

Medallas de sangre
Carlos sabía que caminaba por una zona minada. Era el 2001, y su unidad militar perseguía a unos guerrilleros de las Farc que habían secuestrado a dos personas y huido hacía la Serranía del Perijá. En la persecución, los farianos habían atraído a los soldados hasta su retaguardia, protegida por minas y explosivos. Carlos lo sabía y sugirió esquivar por el lado la vía principal.
En una hilera, los militares del Batallón de contraguerrilla N° 41 empezaron a rodear por campo traviesa la carretera, pero los guerrilleros decidieron hacer volar las minas cuando el primer militar pasó cerca. La explosión tumbó a Carlos y las esquirlas lo hirieron, pero como iba en la mitad de la hilera no murió. El soldado que iba al frente del pelotón no corrió con la misma suerte: solo encontraron partes de su cuerpo después de la explosión.
“De una u otra manera, ver a un compañero asesinado, decapitado, le va generando a uno un sentimiento de odio y de querer tener contacto, encontrarlos para también darlos de baja. Es algo que solo el soldado entiende”, dice años después Carlos sobre el sentimiento que experimentó en ese instante.
Aunque era la primera vez que resultaba herido en combate, el odio a la guerrilla lo impactó desde su infancia.
Carlos nació en Montería, Córdoba, en 1977. Fue el hijo mayor de Sofía Cabrales, una secretaria, y de Juan Francisco Lora López, una ganadero con tierras en el municipio de Canalete, en la frontera de Córdoba con el Urabá antioqueño. Allí, el Ejército Popular de Liberación (EPL) empezó a operar desde finales de los setentas y en los ochentas ya tenía una gran influencia y extorsionaba a los ganaderos de la región.
Las extorsiones y amenazas a Juan Francisco por parte de esta guerrilla eran constantes. En una ocasión Carlos llegó a ver a su padre con una pistola en la frente, sostenida por un guerrillero del EPL.
“Fue un hecho que me marcó. Me crié bajo ese tipo de violencia, no solo fue esa la única ocasión. Cuando entraron las autodefensas (en Córdoba) vi choques. Uno a tan temprana edad ver muertos y violencia, son cosas que impactan. Uno se va formando esa concepción de la vida. No sabría si ese hecho hizo que yo decidiera hacer el curso de oficial del Ejército. Pero en el fondo, tal vez”, cuenta Carlos.
Cuando tenía 18 años entró a la Escuela de Cadetes del Ejército para volverse oficial. Después de cuatro años se convirtió en subteniente y fue asignado en diciembre de 1999 al Batallón La Popa, en Valledupar (César). Allí estuvo hasta noviembre del 2000.
Después de su primer paso por La Popa, fue asignado al Batallón de contraguerrillas N° 41, que operaba a principios del 2001 en el sur del César y en donde fue herido por las minas de las Farc. Pero, cuando en febrero del 2002 el expresidente Andrés Pastrana dio por terminada la zona de distensión que le había concedido a las Farc en el Caguán, el batallón donde estaba Carlos entró a reforzar la retoma de este territorio.
“Nosotros entramos a la zona de despeje por Granada, Mesetas, la Julia, Vistahermosa, en el sur del Meta. En ese batallón de contraguerrillas yo vi cualquier cantidad de combates, bajas por parte de la guerrilla, también di de baja en franca lid”, cuenta Carlos.
En esos años en el Batallón de contraguerrillas aprendió cómo era un combate real entre militares y guerrilleros. Cuando volvió a La Popa, en octubre del 2002, como comandante de uno de los grupos especiales de esta unidad militar, también aprendió cómo simular un combate que nunca ocurrió.
Como teniente le fue asignada la comandancia del pelotón especial Trueno, en donde estaban los soldados más veteranos y el cual contaba con el mejor equipo de todo el batallón. “A mis 25 años de edad era un orgullo tener todas las herramientas, creía, en ese momento, para realizar excelentes operaciones y moverme por todo el Batallón. Pero a esta edad digo que el pelotón fue creado para asesinar personas”, dijo Carlos en audiencia pública ante los magistrados de la JEP y sus víctimas, en julio del año pasado.
No tuvo que esperar mucho para darse cuenta de esto. Según el relato de Carlos ante esta jurisdicción, el 22 de marzo de 2003 fue la primera vez que quebró su “voluntad como oficial del Ejército y ética profesional”. Ese día, a las tres de la mañana, el comandante del batallón, el coronel Publio Hernán Mejia, le ordenó a Trueno que fuera al sector del Mamón (César). “Nos dice que hay una casa donde hay un grupo de autodefensas que están pernoctando”, relató.
Cuando el entonces teniente Carlos Lora llegó al sector señalado, se encontró a sus compañeros Manuel Valentín Padilla, a Efraín Andrade y al mayor José Pastor Ruiz Mahecha, que era el comandante de operaciones del batallón. Ellos le indicaron cómo encontrar la casa, y le indicaron que la rodeara y le disparara.
“Los soldados que me acompañaban eran antiguos, saben que es un combate. Al rodear la casa, nosotros disparamos, pero no se escuchaba que hubiera fuego de allá para acá”, reconoció ante los magistrados de la JEP. “Era claro que no estábamos recibiendo fuego enemigo”.
Por eso le sorprendió que cuando revisaron la casa encontraron tres cadáveres uniformados con fusiles y granadas. Carlos estaba seguro que allí nunca hubo un combate. Las víctimas fueron Jaider del Carmen Valderrama, Iván Navarro Fontalvo y José Albernia Ortiz. La JEP ha comprobado que estas personas fueron asesinadas previamente por paramilitares aliados a los militares del Batallón La Popa, para que estos los hicieran pasar por “positivos”, la forma en que se referían a bajas en combate.
Cuando llegaron al batallón, los soldados y él lo recibieron con una celebración. Hubo un asado y recibió felicitaciones de todos. Luego sus superiores le pidieron hacer el informe de los hechos, el informe de un combate exitoso con tres “positivos”. “Cuando yo hago ese informe de patrullaje comienza mi carrera de asesinatos, porque ese era el punto donde yo tenía que parar. Pero a partir de eso yo quiebro mi voluntad y las operaciones toman otro camino”, dijo Carlos en la audiencia.
Ahora en su casa, un apartamento modesto en el barrio Modelia de Bogotá, Carlos dice que a raíz de ese primer hecho entró en conflicto interior, pero la presión de sus superiores y el frenesí de la guerra en la que ya estaba muy involucrado pesaron más. Luego de estos primeros asesinatos siguieron otros 14 casos de “falsos positivos”, personas asesinadas por Trueno y presentadas ilegítimamente como bajas en combate.
Carlos dejó La Popa en abril del 2004. Con su esposa y su hija de apenas 3 años salió a Bogotá en donde compró su apartamento con ayuda de los subsidios del Ejército. Allí había sido trasladado como un teniente condecorado para que fuera profesor en la Escuela de Cadetes y educara la siguiente generación de oficiales, jóvenes que aspiraban tener tantas medallas como él para colgar en su pecho: medalla al valor, medallas de orden público, medalla Santa Barbara, incluso una de la Gobernación del César y otra de la Alcaldía de Valledupar.
“En realidad eso es lo que había aprendido en la Escuela de Cadetes, que uno debía luchar por obtener esas medallas, porque cuando uno veía a sus oficiales con esas medallas, uno quería ser igual”, dice años después Carlos. Medallas manchadas de la sangre de 17 personas.
Los golpes de la cárcel
Antes de cumplir un nuevo traslado y seguir en su prominente carrera como oficial del Ejército, a Carlos lo capturaron el 7 de julio de 2006. Como profesor militar de la Escuela de Cadetes, había tenido que ir a dar declaraciones a Valledupar en medio de una investigación tanto en la justicia ordinaria como en la militar por su responsabilidad en casos de bajas ilegítimas. Pero ese día de julio, un superior le informó que debía presentarse al centro de reclusión militar de Puente Aranda, en Bogotá.
En ese momento estaba casado y tenía una hija de cinco años y un hijo de apenas un año. Entonces, cuando le informaron de la orden de captura, se despidió de su familia, armó una pequeña maleta y se dirigió a Puente Aranda donde pasó la noche. Al día siguiente fue enviado al centro de reclusión militar de Malambo, el primero en el que estaría por los siguientes años.
“Uno aún sigue creyendo que las cosas las hizo bien. El Ejército seguía comportándose igual y aún guardaba la esperanza de que en cualquier momento podía salir en libertad”. Esos fueron sus pensamientos iniciales, pero la justicia derrumbaría esas ilusiones.
La primera sentencia que recibió el teniente retirado Carlos Andrés Lora fue en 2008, la justicia ordinaria lo encontró culpable del homicidio del indígena kankuamo Juan Nehemías Daza y lo condenó a 30 años de prisión. La segunda sentencia la recibió en 2013, por los homicidios de Tania Solano Tristancho y Juan Carlos Galvis Solano. Lora fue hallado culpable y recibió otra condena por 40 años.
Desde su detención en el 2006, estuvo 11 años preso, un tiempo en los que recibió los golpes más duros de su vida.
El primero fue a los dos años de estar preso. Su esposa, una médica que había conocido en Valledupar y que lo había acompañado desde sus años en La Popa, decidió pedirle el divorcio. “Mi esposa me dijo: ‘No te acompaño más’. Y me dejó. Tengo dos hijos, los cuales vine a ver ya muy grandes, desafortunadamente me perdí de muchos buenos momentos”, dice Carlos, quien dice que desde entonces fue su madre, Sofia Cabrales, su mayor compañia.
El segundo golpe fue cuando el Ejército lo envió a la cárcel La Picota. Hasta ese entonces Carlos había estado preso en centros de reclusión militar, hasta que se hizo público un vídeo de él volviendo de una diligencia judicial, pero con las manos sin esposas. El Ejército envió a Carlos a La Picota, para evitar generar una gran polémica.
“En la Picota estuve dos años y en esos años fue cuando más sufrí. Uno se encuentra con una serie de cosas que no alcanza a percibir, pero que el ser humano como tal en esa institución se degrada demasiado. Cuando me sacan de ese sitio todavía vivo durante mucho tiempo teniendo pesadillas”, dice Carlos.
Cuando Sofía Cabrales, la madre, supo que el Ejército había enviado a su hijo a La Picota, tomó los uniformes militares de Carlos y los sepultó. Las condecoraciones y medallas las quemó. Años después, al contar esto en la audiencia de la JEP, fue el primer momento en que la voz de Carlos se quebró para contener el llanto.
A pesar de las condenas y los golpes de la cárcel, Carlos aún no estaba arrepentido, aún no se sentía culpable y todavía tenía la ilusión que alguna prueba o testigo del proceso se cayera. “Pasaron los años y cuando uno en realidad descubre el daño que hizo es cuando uno dice: ‘claro, fue demasiado lo que hice y estoy pagando por eso’. Lo acepté y de corazón fue apenas hasta ahora que inicié el proceso con la JEP”, cuenta.
En 2017, Carlos decidió someterse a la JEP y por esto recibió la libertad provisional. Salió del centro de reclusión de Puente Aranda, el mismo lugar donde había terminado su vida 11 años atrás. Lo recibió un excompañero militar, pues su madre estaba en Montería y sus hijos se habían alejado de él. “Fue un impacto duro. Al principio uno siente que las personas lo señalan”, recuerda.
La primera versión voluntaria del teniente retirado ante la JEP fue en septiembre de 2018, en la que estuvieron los magistrados Oscar Parra y Alejandro Ramelli. Estos, como indicaron en en audiencia pública, se encontraron a un Carlos Lora poco dispuesto a reconocer su responsabilidad y aportar verdad sobre los hechos de los que era señalado.
Esta actitud cambió. “La convicción de lo que había hecho fue por el proceso psicológico que lo acompaña a uno en la JEP. Es que ese proceso psicológico alcanzan a tocarlo y a hacerle ver que el daño y el arrepentimiento es fuerte. Es un acto de redención, cuando uno de verdad está arrepentido, no por la libertad que nos otorgaron”, dice Carlos.
La búsqueda del perdón
“Uno siente que va caminando hacia un fusilamiento”. Así se sintió cuando llegó a Valledupar para darle la cara por primera vez a sus víctimas. “Un fusilamiento de preguntas, de respuestas, de señalamientos, de sentirse uno como lo peor. Pero uno lo adopta y lo acepta, para eso lo preparan a uno”, dice.
Ese primer encuentro fue el 29 de abril de 2022, en el lugar sagrado de los indígenas kankuamos, en Makumake, ubicado en la base de la Sierra Nevada de Santa Marta. Carlos no fue solo, otros 11 militares, excompañeros suyos de La Popa y señalados como máximos responsables de 135 “falsos positivos”, también estaban en el encuentro.
Pero en Makumake también había otro militar. Era Oseas Arias, un indígena kankuamo que fue sargento del Batallón La Popa en los años en que sus compañeros se dedicaron a matar a inocentes, incluidos su hermano, Enrique Laines Arias, y su primo Uriel Evangelista Arias. Oseas era amigo de Carlos.
“En el primer encuentro de víctimas una persona se presenta como sargento. Yo lo miro, y pienso: ‘Yo he estado con él, ¿pero dónde?’”, recuerda Carlos. Pronto se dió cuenta que habían sido compañeros y amigos en el Batallón de contraguerrillas N° 41, pero los años los habían pasado. “Cuando ya conozco su apellido, me acuerdo de él. Pero él cambió mucho, por eso no lo reconocí al principio”, cuenta.
Cuando llegó la pausa del desayuno, Oseas buscó a Carlos y se paró en frente de él. El indígena recuerda que la cara de su antiguo compañero empezó a temblar antes de decir sus primeras palabras: “Óseas perdóname, perdóname”. “Mi teniente, pídale perdón a Dios. Déjeme darle un abrazo”, respondió el kankuamo. Ambos se abrazaron y lloraron.
Carlos no fue el responsable del asesinato del primo ni el hermano de Oseas Arias, pero como comandante del grupo espeacial Trueno estuvo en la operación en la que fue asesinado Uriel Evangelista Arias; en esa operación fue responsable por la muerte de otro indígena kankuamo.
“Yo no me imagine que una situación le pudiera suceder a una persona tan cercana a uno pudiera pasarle esa situación y me dolió muchísimo verlo en esa situación. Pero pude haber sido yo. No tenía ni idea que Uriel Evangelista Arias y Oseas eran primos, no tenía ni idea”, dice ahora Carlos.
Luego del primer encuentro con víctimas, Carlos pasó noches de insomnio en su apartamento. La sensación de fusilamiento y el insomnio volvió luego de la audiencia pública de reconocimiento de responsabilidad en Valledupar, en julio de 2022. Allí le pidió perdón de nuevo a Oseas y a sus otras víctimas, pero no solo ante los magistrados, sino ante todo el país.

Luego de la audiencia, recibió un perdón que no esperaba. “Con la cuestión de la JEP y la audiencia pública, fue que mis hijos me llamaron por primera vez y me dijeron que me perdonaban. Por lo que hice y por todo el tiempo que no estuve con ellos. Les impactó verme allá parado y desgarrando ciertas cosas de mi vida”, cuenta.
Mientras espera que su situación jurídica se resuelva, Carlos se mantiene en su apartamento en Bogotá, lo único que le queda de su vida como militar. Tiene la ilusión de encontrar un trabajo como psicólogo; una carrera que hizo durante sus años en prisión. Todavía busca el perdón de sus víctimas y de la sociedad.
“La JEP puede decir que yo estoy arrepentido, pero en realidad las que deben evaluar son las víctimas, que fueron las que sufrieron”.