Al oriente de Cali, Marcelo Agredo, un joven de 17 años, pateó por la espalda a un policía que estaba en una moto. Todo quedó grabado en un video. No logró derribarlo. Después de la patada, Marcelo y otros manifestantes corrieron en dirección opuesta al uniformado. El policía se bajó de la moto, desenfundó su pistola y le disparó por la espalda. Marcelo cayó al piso boca abajo justo después del impacto.

“Yo entiendo que le dio una patada, pero los policías tienen bolillos. ¿Por qué sacó el arma y le disparó a una persona desarmada?”, dijo a La Silla Armando Agredo, el papá de Marcelo.  

Agredo fue la primera persona asesinada por la Fuerza Pública de la que se supo el 28 de abril, cuando miles de personas salieron a protestar en varios lugares del país, como contamos en este hilo. Su caso se difundió masivamente en redes sociales y noticieros, y alimentó la oleada de rabia que ha alimentado más las protestas. Como contamos, la represión violenta de la policía —que el presidente Duque no ha reconocido— se ha convertido en la nueva bandera del paro. Hasta ahora en las manifestaciones se han registrado 24 muertos –23 civiles y un policía–, 89 personas desaparecidas y más de 800 heridos, según la Defensoría del Pueblo. 

Otras organizaciones tienen registros distintos. Por ejemplo Temblores ONG, que desde hace tres años ha registrado casos de abuso y violencia policial, cuenta 31 muertos, 216 víctimas de violencia física, 77 heridos de bala y 10 víctimas de violencia sexual. 

A pesar de la diferencia en las cifras, ambas muestran que la violencia en la protesta ha aumentado. En especial la que la Policía ha dirigido contra manifestantes en el Paro Nacional. 

En el paro del 2019 se registró la muerte de Dilan Cruz y de otros tres jóvenes, asesinados por la Fuerza Pública en la represión de las protestas. En el 2020, 13 personas murieron en medio de las manifestaciones en rechazo al asesinato de Javier Ordóñez a manos de uniformados. La Silla evidenció, con videos, cómo tres de esas muertes resultaron de disparos de uniformados. En 2021, van al menos 24 muertes, en ocho días de protestas. Y es apenas un primer registro, porque los gobiernos locales, autoridades y organizaciones de derechos humanos no han podido consolidar los números de un paro que continúa.

A través de testimonios de heridos, familiares, amigos y testigos, La Silla reconstruyó las historias de algunas de las víctimas de los excesos de la fuerza pública. 

Los muertos de la brutalidad policial 

Marcelo Agredo cursaba noveno grado, era un menor de edad. Murió el 28 de abril, a las 3 de la tarde, de un disparo a la cabeza que salió del arma de dotación de un patrullero motorizado. 

“A mi hijo le quitó la vida el Estado”, dijo Armando Agredo, papá de Marcelo.  

La última vez que se vieron, el mismo día que murió, Marcelo le dijo a su papá que fueran juntos a la marcha en Puerto Resistencia, un lugar que, como contamos, se ha hecho emblemático en Cali gracias a la movilización social. Armando no quiso ir. A las 3:30 de la tarde recibió una llamada de otro de sus hijos. Le pedía que fuera al Hospital Carlos Carmona, al que Marcelo había llegado todavía vivo y donde murió minutos después. 

Su papá no entiende qué llevó a Marcelo a agredir al policía, pues incluso en su familia hay personas que pertenecen a esa institución. 

Días antes Marcelo había hablado en su casa de la reforma tributaria que estaba proponiendo el Gobierno de Iván Duque. “Me decía que no le gustaba esa reforma —dice su papá— A él le gustaban esos temas porque él quería ser abogado para bajar al presidente y mandar él”. 

Pero para eso le faltaba mucho. Marcelo Agredo seguía siendo un joven estudiante. Y junto a sus hermanos, con dinero que les prestó su papá, se ganaba la vida con un juego inflable, en el que por dos mil pesos jugaban niños los fines de semana. 

Aunque el caso de Agredo se conoció el mismo 28 de abril por el video, en los siete días que van de protestas el Gobierno Duque no ha tomado medidas para atajar la brutalidad policial, que ha sido señalada por el Gobierno de Estados Unidos, la ONU y la OEA. 

En cambio, Duque ha respaldado la labor de la Fuerza Pública, y se ha limitado a decir que las denuncias deben ser investigadas. 

Por ejemplo, el día que asesinaron a Agredo el presidente Duque habló del “vandalismo criminal” en las manifestaciones. No dijo nada sobre las víctimas. 

Su mentor político, el expresidente Álvaro Uribe, salió a través de sus redes sociales a apoyar “el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas” para defenderse “de la acción criminal del terrorismo vandálico”. El trino luego fue eliminado por Twitter por considerar que glorificaba la violencia. 

***

El 29 de abril un disparo, presuntamente de un policía, mató a Miguel Ángel Pinto. Tenía 23 años y trabajaba vendiendo zapatos en el centro de Cali. Le gustaban el fútbol, los videojuegos, y se la pasaba oyendo música todo el día: “Rap, reggaeton, esas cosas de los jóvenes”, le dijo a La Silla Luis Eduardo Pinto, su padre. 

Ese día salió a una protesta en Puerto Resistencia, al oriente de Cali, que también terminó en enfrentamientos entre manifestantes y fuerza pública. En medio de esa situación, Pinto recibió un impacto de bala en el abdomen. Según le contaron algunos de sus amigos a El Tiempo, la bala que lo asesinó fue disparada por un policía.

Y aunque lo remitieron de urgencia a la Clínica Valle de Lili, ese mismo día murió.

“Él quería estudiar una carrera, tenía muchos sueños de salir adelante”, dice su papá. “Era muy trabajador, muy responsable. Todo el mundo lo quería porque siempre tenía una sonrisa, era una recocha”.

Enfatiza una y otra vez que su hijo no era “de pandillas ni de parche ni de guerrilla”, y que jamás tuvo problemas con la ley. “De pronto creen que todos los que están protestando son malos. Naturalmente entre tanta gente que protesta hay gente mala, pero los buenos somos más”, dijo. 

Para la familia, los hechos aún son confusos. “Lo único claro es que mi hijo no es un vándalo”, afirmó Pinto padre. “Estaba defendiendo sus derechos”. Se trata de una insistencia recurrente de las familias que buscan proteger la memoria de las víctimas frente a los hechos violentos que se han registrado en las protestas. 

Estos últimos no han sido menores. Por ejemplo, anoche, en Ciudad Bolívar, en Bogotá, un grupo de personas le prendió fuego a un CAI e intentaron quemar a los policías y otros fueron baleados. En Pasto, el 30 de abril también les prendieron fuego a unos uniformados. Y Jesús Solano, un capitán de la Policía, murió a sus 34 años acuchillado en Soacha el jueves pasado mientras, según la Policía, enfrentó a un grupo de vándalos que saqueaban un comercio.

Según datos de la Policía, ha habido daños en 172 buses de transporte público, 68 instalaciones de la Policía, incluyendo varios incendiadas, y decenas de estaciones de transporte vandalizadas. También se presentaron saqueos en bancos, locales, oficinas del Estado y centros comerciales. 

Las organizaciones sociales han reconocido que estos hechos empañan la protesta, pero insisten en no dejar de lado los excesos policiales. “Sabemos que el Esmad interviene de forma violenta incluso cuando las personas se manifiestan de forma pacífica. En esta ocasión lo ha hecho más de 200 veces. (…) A los vándalos hay que capturarlos y judicializarlos, pero en Colombia no existe la pena de muerte”, le dijo a La Silla Alejandro Lanz, de Temblores ONG. El Gobierno habla del vandalismo todos los días, pero sigue negándose a reconocer el excesivo uso de la fuerza por parte de la policía. “Lo primero que debe saber Colombia es que la Policía actúa con estricto apego a la ley y a los derechos humanos”, le dijo a La Silla el ministro de Defensa, Diego Molano.

Lo que pasa en las calles lo desmiente. 

Yinson Rodríguez, de 23 años, salió a marchar el 1 de mayo en Cali. Había quedado de encontrarse con Julián Ledesma, amigo suyo desde la infancia, para ir al Paso del Comercio, un barrio al norte de la ciudad. 

Ambos vivían cerca de allí, en otro barrio llamado Floralia. Rodríguez vivía con su mamá, y se encargaba de ayudarle en la casa, al tiempo que trabajaba como contratista. “Tengo pensado reparar el techo para dejar bien bonita la casa”, le decía.

Con lo que ganaba ayudaba con los gastos de la casa. La mañana del 1 de mayo, antes de salir hacia el manifestación, le pasó a su mamá la plata de los servicios de ese mes.

Más tarde, cuando llegó con Julián Ledesma al Paso del Comercio había mucha agitación en la manifestación. Según Ledesma, uno de los policías estaba arremetiendo con su arma contra los manifestantes.

En medio de la confusión, el Esmad arrojó una bomba aturdidora y Ledesma y Rodríguez salieron a correr. Luego se escucharon disparos y gritos: “¡Le dieron, le dieron! ¡Sáquenlo de ahí!”, empezaron a gritar personas que estaban cerca.

Cuando Ledesma se volteó en busca de su compañero, vio que había una persona en el suelo. Le tomó unos segundos registrar que tenía la misma chaqueta que llevaba puesta Yinson Rodríguez ese día. “Yo guardaba la esperanza de que él solo estaba tirado, desmayado”, cuenta Ledesma.

Con la ayuda de otros manifestantes lo levantaron del piso. Llegó un paramédico y en dos motos prestadas partieron con él hacia el Hospital Joaquín Paz Borrero. Por el camino, Ledesma, en una de las motos, le gritaba: “Negro, no te mueras”. Cinco minutos después de haber llegado al hospital una doctora les avisó que había llegado muerto. 

“Era un gran compañero, una persona muy humilde, un gran ser humano”, dijo Ledesma. “Todo mundo quería mucho a Yinson”. Era fanático del América, iba al estadio con frecuencia y se la pasaba jugando en la cancha del barrio. Ledesma lo describe como alguien trabajador, dedicado a su casa y a su mamá. “Vivían solo los dos. Yinson era el pilar de ella”, dice. 

Se unió al paro por la injusticia del Gobierno, explica Ledesma, y siguió saliendo con más rabia e impotencia luego de ver los excesos de la Policía. “Queríamos salir a reclamar nuestros derechos, pacíficamente, estábamos pacíficamente”, repite Ledesma una y otra vez.

Sobre los casos de abuso hay 29 investigaciones disciplinarias abiertas, solo dos policías involucrados directamente, 7 investigaciones penales en la Fiscalía y 5 en la Justicia Penal Militar. El ministro de Defensa, Diego Molano, dijo que si había que mejorar lo harían. Pero defendió a los policías. Aseguró que el Esmad recibe capacitación en el manejo de la protesta, que ellos también son blanco de las bandas criminales y que la Fuerza Pública está en la disposición de ejercer el derecho legítimo al uso de la fuerza.

Pero las manifestaciones han sido tan masivas y las concentraciones de personas han estado en tantos puntos que los miembros del Esmad, los que reciben mayor capacitación en la protesta y Derechos Humanos, no han dado abasto. Así que ha salido a respaldar la fuerza disponible, policías armados que no están entrenados ni equipados para enfrentar protestas con fuerza no letal. Muchos de ellos han disparando contra los manifestantes, como ha quedado grabado en varios videos.  

Ha sido tanto el caos que ni siquiera se han registrado todos los nombres de las víctimas fatales. Y no todos han muerto por el uso de armas de fuego. 

Las armas no letales

Eran casi las 11 de la noche del 29 de abril. En el segundo día de protestas, en el Barrio el Paso del Comercio, en Cali, se vivía una batalla campal entre manifestantes y miembros del Esmad. Los uniformados trataban de desbloquear la vía de la salida de Cali hacia Palmira y habían intervenido en la protesta. Como respuesta algunos manifestantes les lanzaron piedras. 

María Jovita Osorio, una mujer de 73 años, estaba en pijama en su casa. No había podido dormir por los sonidos de las pedradas, las bombas aturdidoras y los gases lacrimógenos.

Escuchó que algo explotó en el patio de su casa y todos los cuartos se llenaron de humo. Era un casquillo de gas lacrimógeno, un arma química utilizada para disolver protestas al aire libre. Osorio no sabía si salir a la calle, pues los ruidos la asustaban. Llamó a una de sus hijas. Le suplicó que viniera por ella. No podía respirar, le ardían los ojos, la boca y se ahogaba. 

Su hija la llevó a la Clínica Rafael Uribe. Allí sufrió un paro respiratorio. Y aunque a las 2:30 de la mañana pudieron estabilizarla, dos horas después sufrió otro. 

A las 5:00 de la mañana del 30 de abril su hija recibió la noticia de que su mamá había muerto. 

María Jovita Osorio había sido madre comunitaria los últimos 30 años de su vida. Se dedicaba a cuidar niños entre los dos y cinco años de edad. 

***

El 28 de abril, en la Plaza de Bolívar, en el centro de Bogotá, tres personas LGBTI estaban bailando. Los uniformados del Esmad estaban intimidados. Nicolás Saavedra, un joven de 23 años, sonreía. Le divertía ver que los policías no sabían cómo actuar ante ese baile atrevido. 

De pronto sonó un pito. Cuando Nicolás volteó a ver qué pasaba, una bala de goma impactó su ojo derecho. Luego, todo quedó oscuro. 

Uno de sus amigos, Michael Torres, lo sacó de la multitud. “Cuando Michael me miró a la cara vi su preocupación. Ahí se me bajó la moral”, dijo Saavedra a La Silla. 

Intentaron pedir ayuda a los gestores de Derechos Humanos pero no la recibieron. La plaza y sus alrededores estaban inundados de gases lacrimógenos, gente que corría por todas partes y piedras que volaban por el aire. Finalmente encontraron un carro particular que se detuvo para llevarlos a un hospital.  

Pero ni en la Clínica Palermo ni en el Hospital Méderi lo atendieron. Estaban colapsados por el tercer pico de la pandemia. Finalmente, después de recorrer la ciudad unas tres horas, en el Hospital San Ignacio lo recibieron. 

“No hay nada que hacer. Perdió la visión de su ojo derecho”, le dijo el médico a Nicolás después de una revisión. En ese chequeo, él también se dio cuenta de que le había estallado un dedo de la mano y que tenía moretones en el cuerpo. También, que era necesario empezar a usar gafas porque el médico le dijo que tenía una miopía severa en el ojo izquierdo, por el que sí podía ver.   

A las 11 de la noche Nicolás llegó a la casa de su tía, Astrid Saavedra, con quien vive hace varios años. “Nicolás no decía mucho. Solo lloraba. Él siempre ha sido así, muy silencioso, muy callado. Pero sabemos que está muy triste por la pérdida de su ojo”, le dijo a La Silla la tía de Nicolás. El día que perdió el ojo, Saavedra salió a marchar después de salir de su trabajo como electricista en Beling.

No protestaba contra la tributaria. Lo que le preocupaba era más la situación del país. “Acá en Colombia no hay futuro”, dijo. Su familia pasa por necesidades que no han podido solucionar. Diez personas viven en una casa construida por ellos mismos en Antonio Santos, un barrio popular de Bosa, al sur de Bogotá. El abuelo de Nicolás lleva esperando un buen tiempo por un trasplante de cadera. Su tía Astrid y su mamá Sandra ya no recogen lo mismo vendiendo tinto en las calles. Y Nicolás no pudo cumplir su sueño de ser futbolista y no sabe si podrá ser cocinero profesional. 

“Los sueños de jóvenes como Nicolás se quedan en sueños, se quedan en nada. No hay oportunidades”, dice su tía Astrid. Según un estudio de Minouche Shafik, directora del London School of Economics, un colombiano pobre necesita 11 generaciones para llegar a la clase media. Nicolás dice que le preocupa qué será de él: “Si uno estando completo y la vida es difícil, ¿cómo será después?”. 

Según la ONG Temblores, hay 17 jóvenes con heridas en los ojos, similares a la de Nicolás. 11 de ellos están en Bogotá.  “A los jóvenes no les puede costar un ojo salir a marchar. Es inaudito”, dijo la alcaldesa Claudia López. Por eso les pidió a las directivas de la Policía que suspendan el uso de armas de goma.   

Y es que hay varios casos de personas que terminan gravemente heridos por artefactos que no son letales pero que dejan huellas de por vida. Por ejemplo, en Soacha, Sergio Lancheros, un joven de 27 años recibió una aturdidora del Esmad en la boca en medio de los desmanes del 29 de abril.  El artefacto explosivo le quebró el pómulo derecho de la cara, perdió dos dientes y otros cuantos le quedaron flojos. No podrá comer comida sólida por un mes y tiene una sutura de 20 puntos que le dejará una cicatriz en la cara. 

Sergio trabaja como auditor de Dunkin Donuts. Ese día fue a revisar cómo se encontraba un local en el centro comercial Mercurio. No pudo hacer mucho porque a las 11 de la mañana ya estaban evacuando a las personas que se encontraban en el lugar con motivo de las manifestaciones. En ese punto protestaban contra la actualización del catastro, que encareció los impuestos del predial en la ciudad vecina a Bogotá. 

Así que Sergio decidió ir también a las marchas. “Salí contra la tributaria, pero también porque Soacha, la mano de obra de Bogotá, ha quedado muy empobrecida con la pandemia”. No duró mucho en la marcha. Cuando llegó ya había desmanes entre manifestantes y el Esmad. “Cuando menos me di cuenta recibí la bomba aturdidora y caí al piso. Me levanté y solo vi que me salía mucha sangre de la boca”.

Sobre el Esmad, Sergio piensa que el nivel de tensión es tal en Soacha que siempre que aparecen se termina dañando la protesta. Hay antecedentes. Tres jóvenes fueron asesinados por la Policía en las protestas del 9S en ese municipio. También está el caso del CAI de San Mateo, donde ocho de los detenidos en la estación murieron quemados luego de iniciar un incendio para protestar y los policías fueron negligentes a la hora de auxiliarlos. 

Según el defensor regional de Soacha, Carlos Andrés Tobón, “cuando la Policía no está las manifestaciones son pacíficas, artísticas. Pero cuando aparece, en el 90% de los casos, hay desmanes”. La población de ese municipio suele salir a bloquear la Autopista Sur cuando hay protestas. Es una forma de llamar la atención, pues es una de las principales salidas de Bogotá. “La Policía los deja marchar, pero después de varias horas de bloqueos y sobre todo de actos vandálicos, reciben la orden de despejar la vía y es cuando empieza todo”, dijo a La Silla el defensor.  

Lancheros, el joven herido por la aturdidora, empezó a trabajar a los 18 años. Su tío es abogado y le enseñó algo de derecho. Después trabajó en una empresa de autopartes y estudió una técnica en administración en el Sena. Y en las elecciones pasadas intentó ser concejal por la Colombia Humana-UP.  Quiere terminar su carrera de administración, pero no ha tenido muchos recursos. Sus padres, un zapatero y una estilista, no tenían el dinero suficiente para pagar su educación. Además, ahora debe cuidar de su hija de dos años.  

A pesar de lo que le pasó, y aunque le cuesta respirar después de que se contagió de covid el año pasado, dice que si no fuera por la incapacidad estaría en las calles. “Nos querían meter la tributaria y ahora la reforma a la salud. ¿Cómo no quieren que salgamos?”.