Citrina se roba las miradas de los conductores que pasan con los vidrios del carro arriba y los seguros de las puertas abajo, y de los transeúntes que caminan apurados por esa calle peligrosa del barrio Santafé, la “zona de tolerancia” de Bogotá donde abundan los bares, prostíbulos y sex shops. Lleva el torso descubierto, con cintas negras en cruz sobre los pezones y una pollera ancha en verde chillón. El casco sobre su cabeza no oculta sus labios rojos, ni las charreteras de flecos, al estilo militar, logran tapar sus hombros coquetos. Con la autoridad de una dominatrix, se encarama sobre la moto de un policía, atravesada en plena vía. Menea sus caderas, empina sus nalgas, agita los brazos y saca su lengua para provocar. Luego desmonta para rematar clavando su tacón en el asiento de la máquina, empapelada con carteles de protesta que señalan, de forma explícita y en mayúsculas, lo que también ha expresado en su performance: el único cuerpo cuestionable es el policial.

Los espectadores sacan sus teléfonos: toman fotos y graban videos. Algunos comentan con morbo, otros se han quedado mudos. Y hay quienes prefieren no mirar y no enterarse de la protesta de Citrina y del resto de escandalosas que, ese viernes 16 de julio de 2021, recorren las calles de mala fama en la capital , gritando ¡Yo marcho trans!, con toda su luz y oscuridad: no hay pelucas doradas ni maquillaje brilloso que disimulen toda la furia y el dolor acumulado de los últimos meses, quizás algunos de los peores que han vivido, o más bien sobrevivido las mujeres trans en Colombia, y también en el resto de América Latina.
Colombia tiene una de las legislaciones más progresistas de la región en derechos de las personas LGTBQ, pero eso no se ha traducido en unas mejores condiciones de vida, especialmente para muchas mujeres trans que a diario son víctimas de la discriminación y de distintos tipos de violencia. La sociedad las sigue excluyendo y marginando, por eso muchas terminan ejerciendo la prostitución como única opción laboral y tienen una de las tasas más altas de intentos de suicidio: 30 por ciento, según una encuesta nacional elaborada en el 2020 por el Williams Institute de la Universidad de California, (UCLA).
Su vulnerabilidad y precariedad sólo aumentó con la llegada de la pandemia y las medidas de control sanitario implementadas por el gobierno. No tenían lugares seguros donde pasar las cuarentenas; no tenían posibilidades de teletrabajar; no estaban afiliadas al sistema de salud pública; no tenían ahorros, ni cesantías, ni seguros contra el desempleo; no tenían familiares que las apoyaran en medio de la crisis sanitaria. Estaban más solas que nunca, en especial las transmigrantes. No aparecían en las bases de datos de los ministerios y programas del gobierno nacional, de las gobernaciones y las alcaldías locales. Como no contaban, no recibirían bonos, mercados, o cualquier otra ayuda de emergencia. Muchas pasaron hambre, algunas murieron por falta de atención médica, y unas pocas se suicidaron por el desespero.
La mayoría sobrevivió gracias a las organizaciones de base que gestionaron donaciones, a sus propias redes de apoyo, y a su sentido de lucha tenaz y resiliencia que también ha salido a marchar en las calles. Como lo expresa la madre Cindy, una de las líderes veteranas de la comunidad trans en Colombia: “Nosotras somos berracas, no solo para pararnos en una esquina”.
La otra epidemia: la violencia
Cuando empezó la pandemia, el chiste entre los habitantes del barrio de Santafé era que la zona era tan peligrosa, que hasta el coronavirus le daba miedo entrar ahí. Es una zona dura, calificada muchas veces como “marginal” o “periférica”.
Pero también es un lugar de referencia para muchas mujeres trans de otras ciudades de Colombia, y las que llegan de Venezuela, donde pueden encontrar trabajo, vivienda, redes de apoyo y hasta grupos de vogue (un estilo de danza que surgió entre las comunidades queer afro y latinas en Harlem, Nueva York y luego se extendió a otros países) como las House of Tupamaras y el colectivo artístico-político Toloposungo, que se viste con el mismo tono verde de los policías, y baila y canta y grita la consigna que puede ser una versión criolla del ACAB (All cops are bastards). “¡TO-LO-PO-SUN-GO! ¡TODOS LOS POLICIAS SON UNOS GONORREAS!”

Gritan con sus voces gruesas y roncas, contra los tombos. Piden abolir y refundar la institución que, se supone, debería protegerlas, pero que muchas veces no interviene cuando están en peligro y con frecuencia las amenaza, las persigue, las maltrata. Los perpetradores están en todas partes, en todos los estratos sociales, y son parte de un problema histórico y más estructural: una sociedad que no respeta sus derechos y a menudo las violenta.
En lo que va del 2021, 27 mujeres trans han sido asesinadas, según la Red Comunitaria Trans. Las cifras, que llevan distintas organizaciones y son un subregistro de lo que puede estar pasando a nivel nacional, hablan de una tendencia que viene en aumento desde el 2020, uno de los años más peligrosos para la población LGBTQ en Colombia.
Entre todos los grupos, las mujeres trans fueron las más afectadas: 45 fueron asesinadas, 71 fueron víctimas de violencia policial, y 89 recibieron amenazas, según el informe de derechos humanos más reciente de la organización Colombia Diversa, que lleva un registro de casos desde hace 15 años. Ese recrudecimiento en el último año, tiene que ver con la pandemia: “A partir del mes de abril de 2020, cuando se decretó la cuarentena nacional, aumentaron los homicidios, los casos de violencia policial y las amenazas contra personas LGBT. Es decir, la violencia aumentó en el contexto del aislamiento obligatorio.”
Las que trabajaban en salones de belleza, talleres de moda o en el sector del entretenimiento, se quedaron sin empleo cuando estos negocios cerraron. Sin mejores alternativas, unas pocas incursionaron en el mundo del sexo virtual, haciendo videos eróticos con webcams. Otras terminaron ofreciendo sus servicios a través de páginas web como Mileroticos o Mundosex, que permiten crear perfiles con fotos, características físicas, y sus datos de contacto para los clientes.
“Uno siempre que hace ese trabajo debe pedir una foto del tipo con el que va a estar, por seguridad. Uno no sabe, y más en la casa,” dice Laura. Pero siempre se corren riesgos y como sobreviviente de una paliza, que hace dos años la dejó en coma durante 15 días, además de la foto, le pide a su compañera de apartamento que se quede en la habitación contigua, por si escucha un grito de auxilio y tiene que entrar a rescatarla.
Muchas de las que ya eran trabajadoras sexuales antes de la pandemia no tienen computador o un teléfono con cámara y plan de datos. Tampoco tienen vivienda propia o un arriendo fijo. La mayoría de prostitutas en el barrio Santafé, y en otras zonas de tolerancia en distintas ciudades, viven en hoteles, pensiones o “pagadiarios”, lugares que no son espacios muy seguros y donde les exigen pagar por su habitación cada día. Así que tuvieron que salir a buscar clientes en la calle, aunque la policía las persiguiera por violar las cuarentenas y toques de queda.
Y aunque ese tipo de medidas fueron más estrictas al inicio de la pandemia, y con los picos de contagio de cada ola, la persecución no ha cesado y el pasado 20 de junio, a las 3:50 de la mañana unas trabajadoras sexuales trans que buscaban clientes en la calle 22 con avenida Caracas, en Bogotá, denunciaron un nuevo asedio policial. “¡Maricas hijueputas, ábranse de acá!”, les gritaron y les pegaron con bolillos en las piernas, las persiguieron con sus motos y uno de ellos disparó balas de goma a los glúteos de silicona de una mujer.
Aparte de las dificultades y riesgos para generar ingresos, en la casa o en la calle, las personas trans también se sintieron violentadas por una gobernación y 13 alcaldías- de 1103 en el país- incluyendo la capital, que promovieron medidas como el Pico y Género, que asignaba unos días de compras de alimentos y medicinas a los hombres, y otros a las mujeres. No tardaron en aparecer denuncias en las redes sociales de mujeres trans discriminadas por los guardias de seguridad en las entradas de esos lugares.
“Fue un puto desastre”, dice una funcionaria pública del distrito, que nunca estuvo de acuerdo con la medida, y añade: “Los vigilantes se volvieron Dios”. El mismo tipo de escenas de hostigamiento se repitieron en Perú y en Panamá, los tres únicos países del mundo que implementaron medidas discriminatorias por género durante la pandemia, según Santiago Carvajal, investigador de género de la organización Dejusticia.
Las ollas salvadoras
Cameli es una chica trans de 23 años que habla con la madurez de alguien mayor, pero aparenta menos por su look de colegiala: capul recto sobre la frente, una cinta a modo de diadema, faldita corta y lentes de aviador. Se ha ubicado en el mismo punto donde la policía sacó corriendo a sus amigas hace un mes y medio, a punta de bolillo y balas de goma a la madrugada.
Es medio día, no hay policías a la vista y ella no está ofreciendo servicios sexuales sino bebidas que conserva frías en una nevera de icopor: cervezas, gaseosas, botellas de agua y una de whisky: “¿Qué vas a llevar, amor?”.
Hace calor. El sol pica a media tarde y la esquina se ha llenado de chicas que no paran de hablar y se alistan para participar en la marcha. El humo caliente emana de dos ollas gigantes de sancocho y arroz blanco, sobre la leña en llamas, que encendieron en plena calle, para que todas tengan algo en el estómago, antes de salir a protestar por sus derechos, empezando por el derecho a tener tránsitos seguros, y no de forma improvisada o artesanal, como lo hace la mayoría. “Nosotras nos hacemos las uñas”, dice.
Cameli hubiera querido hacerlo antes, siendo aún adolescente, pero nunca tuvo el respaldo, la comprensión de su familia ni acceso a médicos endocrinos y psicólogos que la acompañaran en ese proceso que no es por gusto o por capricho, es una necesidad.
“Que nadie me tilde de loca por querer ser una mujer. Que tenga acceso a las hormonas sin tener que automedicarme, que tenga acceso libre, gratuito y de calidad a cirugías plásticas, para poder construirme como mujer”, dice.

Justo antes de que empezara la pandemia, Cameli había decidido que ya era hora de dar el paso. Trabajaba en un restaurante de comida típica en el centro, muy frecuentado por turistas. Su propietario era un hombre de mente abierta y cuando ella le contó que empezaría a tomar hormonas para feminizar su cuerpo, y que en adelante se identificaría como “ella”, él le dio todo su respaldo.
Pero a los pocos días empezó la cuarentena obligatoria, el restaurante cerró y ella y otros empleados fueron despedidos. ¿Quién le iba a dar trabajo, en medio de la emergencia sanitaria, a una chica trans?
Fue entonces cuando decidió emprender como vendedora ambulante de chucherías y bebidas en la calle, donde también ofrecería servicios sexuales. Si la policía la pillaba por ahí, y sin tapabocas, podía multarla. Pero como muchas mujeres trans no tienen cuentas bancarias o bienes para embargar si no pagan, se reían de ese tipo de sanciones. Entonces, las amenazaban con cárcel o con violencia, para sacarlas corriendo. Al rato volvían, porque el hambre puede ser peor que el miedo. Las que lograban conseguir clientes compraban un paquete de espaguetis y algo de proteína, y hacían ollas comunitarias para alimentar a las que no habían tenido suerte.
En el Centro de Atención Integral a la Diversidad Sexual y de Géneros (Caids), en el barrio Santafé, ofrecían algunos almuerzos gratis antes de la pandemia, pero estuvo cerrado por varias semanas. Hicieron un censo de emergencia, puerta a puerta, y entregaron comidas y kits de aseo a 300 personas que estaban en las peores condiciones. “No estábamos preparados y hay que reconocer que no teníamos recursos suficientes”, dice Ivan Darío Gutiérrez, administrador del centro, que depende de la Alcaldía de Bogotá.
Todos lo conocen como Padre Ivan, porque es sacerdote anglicano –aunque en vez de una sotana usa una camisa de flamingos rosados y chaqueta de cuero– y porque es padre putativo para muchas chicas del barrio. El cierre del Caids también las afectó de otras maneras: era uno de los pocos espacios seguros en el sector, donde se reunían con sus grupos de apoyo emocional y psicológico, podían practicar yoga, ensayar sus coreografías de vogue o asistir a clases para graduarse de bachilleres.
Para tratar de compensar, crearon grupos de chat por whatsapp y en las redes sociales, para enviarles mensajes de apoyo, y continuaron los cursos de manera virtual. Se aliaron con otras organizaciones que les repartieron tarjetas sim con datos, para que se pudieran conectar desde sus teléfonos, y con las propias redes de apoyo de la comunidad, que ante la falta de ayudas suficientes por parte de las alcaldías, ministerios y otras entidades estatales, se movieron rápido.
Varias organizaciones en todo el país hicieron campañas para recolectar fondos. Entre ellas, la Red Comunitaria Trans logró entregar 250 subsidios económicos y 200 mercados para personas trans en Bogotá, entre ellas, Cameli. También recolectaron fondos para apoyar con los gastos de viaje a las que querían regresar a sus lugares de origen, en vez de quedarse desamparadas en la capital, especialmente durante los primeros meses de la pandemia, que fueron los más difíciles porque las cuarentenas, toques de queda y cierres de casi todas las actividades laborales y comerciales fueron los más estrictos.
En otras regiones del país, las personas trans también vivieron momentos angustiantes, por el hambre. Caribe Afirmativo destinó todo el presupuesto que tenía asignado a otras áreas para ofrecer una comida diaria, luego de darse cuenta que, de las 800 personas que atendían, en 8 ciudades distintas del norte del país, no más de 50 habían recibido ayuda de emergencia por parte de alguna entidad oficial. El director de la organización, Wilson Castañeda, lo describe sin eufemismos: “Ha sido una emergencia humanitaria”.
Las excluidas del sistema de salud

La procesión se detiene en algunos puntos del barrio para recordar, con sus nombres y apellidos, a las que ya no están, como Alejandra Monocuco. El 29 de mayo de 2020 sintió que no podía respirar. Podía ser un síntoma de Covid-19 grave, así que sus compañeras se asustaron y llamaron a una ambulancia. Fueron testigos de cómo el paramédico que la atendió, dijo que no era necesario llevarla al hospital, al enterarse de que tenía VIH. A las 2 horas murió.
El caso está bajo investigación, pero no es el único. En Cartagena y Barranquilla las ambulancias llegaron horas después o nunca llegaron a atender a dos mujeres trans, seropositivas y fallecieron, según la organización Caribe Afirmativo.
Las más vulnerables: transmigrantes
“La Monocuco era muy buena”, recuerda Gabriela, una transmigrante venezolana, que alcanzó a compartir algunos días con ella, en la misma casa donde murió. La “madre” de esa casa la dejó quedarse allí, cuando ya no pudo pagar por una pieza en el hotel.
No fue fácil acomodar su 1.75 de estatura en el rincón de un baño, donde lograron meter una camita, o algo parecido. En todo caso, eso era mejor que dormir en la calle, donde “tú te paras con un pie en la vida y el otro en la muerte”, y en donde algunas venezolanas son vistas como competencia y con cierta rivalidad por las colombianas.
“Las mujeres migrantes ofrecen sus servicios a un menor costo, en razón de la necesidad por conseguir algún tipo de ingreso económico,” así lo señala el informe Transmigrantes, de la Fundación GAAT, que hizo un estudio de caracterización en 2020 sobre la situación de estas personas en Colombia. La mayoría han cruzado la frontera de manera irregular, y al no tener documentos, no pueden acceder a trabajo formal, servicios o arriendos de manera legal.
Gabriela se cuida mucho cuando habla, no utiliza expresiones como “mamahuevos, ven pa’ acá”, que la delaten y ha suavizado el acento, para evitarse problemas. Dice que siempre ha tratado con respeto a las colombianas, pues fueron ellas las que le enseñaron a “putear”, a maquillarse y a vestirse mejor, especialmente su “madre”: la misma que le puso el apodo de “Gato Seco”, en honor a su flacura, cuando llegó hace 3 años a Bogotá.
Venía de un pueblo chiquito del Estado Mérida, en donde ella era “la única marica”. Allí tuvo sus primeras experiencias sexuales con hombres que la llevaban en las noches al cementerio. Se fue del pueblo para estudiar y en una ciudad más grande, pudo experimentar un poco más, aunque no necesariamente con las mejores personas. En su cintura tiene una cicatriz de bala, recuerdo ingrato de un malandro que la mandó a matar por no haber aceptado ser “novia de preso”: las que utilizan para llevar y traer todo lo que necesitan en la cárcel.

Por la violencia, la crisis económica en Venezuela, el machismo y la discriminación que sufrió durante años, abandonó la carrera universitaria y decidió emigrar, como muchas otras, para ayudarle con remesas a su madre y a sus hermanas, que creen que trabaja en una panadería y no que se dedica a la prostitución. Quisiera tener otro trabajo, pero por ahora es lo que hay y, de alguna manera, es lo que le ha enseñado a valorarse distinto: “Acá, tú le pones precio a tu cuerpo y te lo pagan, allá no. Y los hombres te llevan de la mano al hotel”.
Gabriela es de las pocas transmigrantes venezolanas que participan en la marcha trans del Santafé, que acepta dar una entrevista y que se salvó de terminar durmiendo en la calle. La Fundación GAAT y la Red Somos crearon programas de atención especial para ellas.
Además de la ayuda de emergencia humanitaria, las han asistido en tramitar sus permisos de estadía temporal para que, al menos, puedan afiliarse al sistema de salud pública, como lo autorizó el decreto 064 del año pasado, que incluyó a los migrantes. El problema es que no existe un tratamiento diferenciado para ellas. Muchas llevan años sin hacerse un chequeo médico y varias de las que están en situación de calle y son seropositivas, están en etapa de sida, según Wilson Castañeda de Caribe Afirmativo.
“Están tratando de sobrevivir y luchar por sus derechos como nosotras, pero también por ser migrantes”, dice Danne Aro Belmont, directora de la fundación GAAT. Por temor a que las deporten o las maltraten, en medio de un clima cada vez más hostil y xenofóbico hacia los casi dos millones de venezolanos que hoy viven en Colombia, muchas veces no piden ayuda, ni acuden a los hospitales, aunque se estén muriendo.
Gabriela tuvo Covid-19 hace unos meses. Se lo cuidó como pudo y fuera de la tos, algo de fiebre y perder el olfato y el gusto por unos días, no tuvo mayores secuelas. No sabe qué hubiera hecho si se le hubiera complicado, como a la Monocuco.
Si pudo comprar medicinas y comer en esos momentos en los que no podía trabajar, fue gracias al apoyo de algunas organizaciones de base y por algunos amores de pandemia: una lesbiana que se enamoró de ella y su “marido”, un reciclador de 50 años con quien por fin encontró algo de estabilidad: hace poco se mudaron juntos a un apartamento y entre los dos pagan el arriendo.

Poner el cuerpo para exigir derechos

Pero también han chocado por sus métodos. En medio de esas protestas, muchos de los jóvenes que integran las “Primeras Líneas” de resistencia se han tapado las caras, protegido con máscaras y escudos, y les han lanzado piedras, palos y cocteles molotov a los escuadrones antimotines de la policía, blindados con trajes negros especiales. En cambio el Frente de Resistencia Trans-Feminista Marikón, del que hace parte Citrina, y otros grupos de “Primera Línea Trans”, han rodeado a la fuerza pública solo con su baile y música, exponiendo sus cuerpos vulnerables, semidesnudos y disidentes.