El cuerpo como arte, como herramienta para reflexionar sobre todos los tipos de violencia. La obra de Paula Usuga, artista que estará esta semana en la Feria del Millón en Medellín, es un claro ejemplo.

En la obra de Paula Usuga el soporte de su obra es ella misma. Ella como reflejo de lo que es y de lo que otros han hecho en ella. Su cuerpo es la herramienta principal y a partir de él se relaciona con objetos cotidianos para señalar problemáticas que ha vivido, que la rodean, que hacen parte de su esencia.

Por un lado, su papá fue sacerdote; por el otro, su mamá era ama de casa y ella fue creciendo y buscando reconocer su espacio como “mujer” ante la imposición de ideas con las que convivía. Estudió en Bellas Artes en Medellín, ciudad donde nació, y a pesar de su trabajo con otras técnicas como la cerámica, encontró en su cuerpo el medio para expresarse. Así lo ha hecho durante muchos años.

En la pasada Feria del Millón en Bogotá expuso el resultado de un performance que realizó durante la pandemia. En los confinamientos del año pasado salió a visitar 50 iglesias, el mismo número de las cuentas que conforman un rosario -agrupadas de a 10-, y grabó un video de un minuto en cada una de ellas con sus brazos en cruz, vestida de blanco.

Convenció, además, a 50 mujeres vestidas de blanco también para que grabaran un video en silencio desde donde estuvieran y escribieran en hojas en blanco lo que pasaban durante el encierro: testimonios de abusos, violencia, depresión, angustia, desesperanza, ilusión, sueños… todo iba quedando consignado como si se tratara de una confesión silenciosa. 

La palabra escrita a lápiz, ese primer recurso que todos tenemos en la infancia, se convertía aquí en un gesto de sanación. Contactó mujeres de varios lugares, pero especialmente de un barrio de Puerto Berrío donde hace años realiza un trabajo social. El silencio detrás de las puertas de sus casas parecía encontrar una voz en esta acción artística.

El performance era, de paso, un ejercicio etnográfico que derivó en unos lápices gastados, consumidos por su uso y que lucían más como balas de fusil. Aludiendo al “poder de la palabra” propio de la religión católica, o a frases como “las palabras matan”, junto a la fragilidad misma de una hoja, de un papel efímero, esta acción se convirtió en una especie de mapa de sentimientos guardados de 50 mujeres y, claro, del registro de 50 iglesias.