“Yo me formé para traer vida, no para acabarla”, le escuchó decir Jose David Correa a la ginecóloga del hospital San Juan de Dios en Santa Fe de Antioquia, Antioquia. Es el único hospital en toda la subregión del Occidente antioqueño que tiene la capacidad de realizar abortos que exijan un ginecólogo.
A principios de 2020 Correa era estudiante de último año de medicina de la Universidad de Antioquia e hizo una rotación en Santa Fe de Antioquia. Se encontró con que, en ese momento, todos los ginecólogos eran objetores de conciencia, es decir, se negaban a realizar procedimientos de IVE invocando razones morales.
Una de las pacientes que Correa atendió tenía 22 años, vivía en la zona rural de Santa Fe de Antioquia, tenía dos hijos y le pegaba el esposo. Quería abortar porque sentía que su salud mental estaba en riesgo. Llegó al hospital con 27 semanas de embarazo, después de enfrentar el estigma familiar y la violencia de su pareja por haber tomado la decisión de interrumpirlo.
Pero en el hospital ningún especialista estuvo dispuesto a practicarle el aborto. La dejaron hospitalizada dos semanas esperando que la mandaran a Medellín.
Esa remisión nunca salió. Hasta que se consiguió una cita por otro lado. Dos semanas después, mientras aún esperaba que llegara su cita, volvió al hospital. Estaba en trabajo de parto.
Como ella, cientos de mujeres encuentran múltiples barreras en el sistema de salud para abortar. Según el último informe de La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres, desde 2003, 5.737 mujeres han terminado en procesos judiciales por el delito de aborto, la mitad de ellas denunciadas por el personal médico que las atendió.
Contexto
Por el contrario, las sanciones para los hospitales o médicos que obstaculizan ese derecho son pocas. Las mujeres no denuncian las trabas y sin eso, los entes de control tienen poca posibilidad de imponerles multas.
Muchas barreras, pocas consecuencias
Desde 2015, la Superintendencia Nacional de Salud ha sancionado a cuatro instituciones de salud por negarles la interrupción voluntaria del embarazo (IVE) a mujeres que lo requerían. En total, las multas suman 629 millones de pesos.
Salvo dos multa a Compensar que suman más de 500 millones de pesos, las otras dos son insignificantes.
En 2021 el Consejo de Estado confirmó una sanción por 11 millones de pesos al Hospital Universitario San Ignacio en Bogotá por negarse a prestar el servicio de aborto. Una suma irrisoria para un hospital que tiene ingresos operacionales por 300 mil millones de pesos anuales.
Más allá de esos casos, en por lo menos cinco ciudades capitales del país no hay sanciones a hospitales, clínicas ni IPS por negarse a los procedimientos, a pesar de que las Secretarías de Salud municipales, que son el ente regulador, saben que abundan los casos.
Por años, las organizaciones de mujeres han denunciado que instituciones y médicos se niegan a prestar el servicio basados en interpretaciones restrictivas de las causales permitidas para abortar y en juicios morales.
Las mujeres buscan otras opciones o desisten de su decisión.
Claudia Velásquez, líder del programa de Salud Sexual y Reproductiva de la Alcaldía de Cartagena, dice que en esa ciudad “en todas las instituciones, en general, hay barreras. Pero a las mujeres que se les niega el servicio no ponen la queja”. Con que existen trabas, pero no sanciones, coinciden las Secretarías de Salud de Bucaramanga, Cúcuta y Cali.
Por ejemplo, en el Hospital San Vicente Fundación, en Medellín, La Silla conoció testimonios de tres casos explícitos donde se les negó la IVE a mujeres que la solicitaron durante 2020 y que cuadraban dentro de las excepciones permitidas por la Corte.
Aunque en algunos casos sí se hacen interrupciones, depende del médico de turno. “Una paciente llegó buscando la interrupción y el ginecólogo le dijo: ‘Eso acá no se hace, eso es ilegal’. Ni siquiera le dijo que lo hiciera en otro hospital o en otro lugar”, contó una médica interna que rotó en el San Vicente el año pasado y prefiere no revelar su nombre para hablar con tranquilidad.
“El residente me dijo que mejor le informáramos a la paciente cómo solicitar la IVE cuando el ginecólogo no estuviera, porque ellos no están de acuerdo con el procedimiento”, contó Juan Pablo Espinosa, quien también fue médico interno en ese hospital. Hasta ahora, el San Vicente de Medellín no tiene sanciones.
Esto pasa porque, aunque los entes de salud han tratado de regular el acceso al aborto, los mecanismos para vigilar la garantía del derecho se quedan cortos. Las sanciones solo se ponen cuando hay denuncias formales, que son escasas. En parte, porque las mujeres no tienen claro qué conductas violan su derecho.
“Los médicos tienen mucho poder de interpretación de las causales bajo muy poca posibilidad de control”, señala Viviana Bohórquez, abogada y una de las creadoras del canal sobre género de El Espectador, Las Igualadas.
Muchas mujeres terminan en un laberinto burocrático que retrasa los procedimientos, los hace más complejos y aumenta los costos.
Mientras un aborto con medicamentos se realiza en 24 o 48 horas y tiene un costo aproximado de 400 mil pesos, un aborto después de las 20 semanas –como al que se iba a someter la paciente de Santa Fe de Antioquia– puede exigir una hospitalización de cinco días y costar hasta siete millones de pesos.
La situación es peor en las zonas rurales, donde hay pocas alternativas cuando en una institución de salud niegan el servicio.
Pueblo pequeño, infierno grande
A un puesto de salud de la zona rural de Arauca llegó una mujer embarazada de unos 35 años, que iba a su primera cita de control prenatal. El médico del centro de salud, quien le contó sobre este caso a La Silla pero pidió no ser identificado, le informó sobre la posibilidad de abortar, como debe hacerse rutinariamente siempre que llega por primera vez una paciente gestante. Ella optó por la interrupción, dentro de la causal de salud materna, y la remitieron al hospital local.
Allí la hicieron ver por trabajo social, psicología y ginecología, una dilación innecesaria, pues por ley solo se necesita el aval de un profesional de la salud para acceder a la interrupción.
Y en ese hospital, es un proceso particularmente tortuoso: según esta y otras pacientes que atendió el médico del centro de salud, en psicología y trabajo social intentan disuadir a las pacientes para que se arrepientan de su decisión. El ginecólogo le realizó una ecografía transvaginal, le mostró el latido del corazón del feto y le preguntó: “¿Usted está segura de que quiere matar a su bebé?”.
Ella, abrumada, desistió de la interrupción. Unos días después, volvió al puesto de salud y le confesó al médico que estaba considerando irse hasta Bogotá a buscar la IVE con Profamilia, “porque aquí es muy difícil”.
Este caso ilustra no solo la cantidad de barreras que pueden enfrentar las mujeres en la ruralidad, sino las pocas opciones que tienen para evadirlas. En este caso, la única opción para acceder a su derecho era costearse un viaje de 13 horas por tierra hasta la capital del país.
Otra fuente, que trabaja como médico rural en un pueblo de la subregión del Occidente de Antioquia —y que no revelamos por seguridad, porque son pocos médicos en ese hospital— tuvo una paciente que quería interrumpir su embarazo pero no sabía con certeza cuántas semanas tenía. Necesitaba una ecografía transvaginal para determinar qué tipo de procedimiento de IVE requería. La cita para la ecografía en Santa Fe de Antioquia, el pueblo más cercano donde había ginecólogo, se la dieron dos meses más tarde.
“La normatividad es muy clara en decir cuáles barreras no son admisibles, como citar a juntas médicas o retrasar por falta de agenda. La IVE debe considerarse una atención prioritaria”, dice Juan Carlos Vargas, director médico de Profamilia. Pero, ya sea por desconocimiento o por mala fe, este tipo de retrasos son frecuentes.
Así mismo, Vargas explica que las instituciones de salud que no ofrecen servicio de IVE —ya sea por decisiones institucionales o porque todos sus médicos son objetores de conciencia, por ejemplo—, tienen la obligación de tener un sistema de referencia que garantice el servicio en otra institución que ellos deben tener contratada.
“No es solamente decirle ‘tome este papel que allá la atienden’, es un tema de comunicación y de garantizar la continuidad de la atención”, dice Vargas. Cosa que no sucedió en ninguno de los cinco casos que documentamos en Arauca, Medellín, Santa Fe de Antioquia y la zona rural de este departamento. “Uno puede tener un sistema de referencia en el papel, pero no se está ejerciendo de la manera adecuada”, completa Vargas.
En Betulia, una población rural a cuatro horas de Medellín, la EPS del régimen subsidiado que cubre a la mayoría de sus habitantes, Savia Salud, tiene un convenio con Profamilia para remitir cualquier procedimiento de IVE a Medellín.
“El problema es que las mujeres tienen muy pocos recursos y casi ninguna conoce la ciudad. No tienen ni idea cómo llegar a Medellín, muchas no tienen dinero. Profamilia intenta pagarles los gastos de la estadía, pero no tienen para el transporte”, explica Juliana Valencia, médica que está realizando su servicio social en Betulia.
Y aunque la EPS y el hospital de Betulia deberían asegurar toda la ruta de remisión —incluyendo el traslado—, no lo hacen.
Con otro agravante: durante los cinco días que tiene Profamilia para responder cuando solicitan una remisión, la comunidad se entera de la intención de la mujer. Los que trabajan en el hospital son sus propios vecinos, “y pueblo pequeño, infierno grande. La comunidad se entera y ella desiste por estar juzgada”, dice Valencia.
Así le sucedió a una de sus pacientes, que quería interrumpir el embarazo porque ya tenía otros tres hijos y no tenían suficientes recursos para comer tres veces al día. Pero cuando recibieron la respuesta de Profamilia, la paciente le dijo que, luego de hablar con la comunidad y su familia, había entendido que “no podía cometer ese pecado”.
Muchas barreras que enfrentan las mujeres rurales están relacionadas con la religiosidad que se magnifica en las zonas rurales. Incluso en lugares donde hay pocas barreras para el acceso —donde no piden requisitos adicionales, ni dilatan la atención— la religión se usa como una fuerza disuasoria.
“Todavía hay mucha manipulación con el tema del catolicismo. (En Mitú) muchas son mujeres jóvenes o adolescentes, vulnerables, y que llegue un médico y les diga que es pecado lo que están haciendo muchas veces las frena”, dice una médica general del hospital de Mitú, que pidió no ser identificada.
Y si los entes de control no logran hacer una veeduría adecuada en los hospitales de las grandes ciudades, aún menos lo hacen en los pueblos y las zonas rurales. Así, los derechos reproductivos de las mujeres quedan completamente en manos de instituciones y médicos que interpretan las causales con base en sus creencias personales y no en la ley.