Hace 14 años, cuando estaba por nacer La Silla Vacía, como un proyecto a todas luces sin futuro, invité a mis papás y a mi tío Marcelo León a formar parte del proyecto como un socio accionista. Marcelo no sabía nada del negocio de medios, pero con su larga trayectoria como empresario le bastó mirar los números un segundo para darse cuenta de que estaban sustentados en una ilusión. Igual, ofreció inmediatamente poner el 11 por ciento de lo que costaría la operación el primer año. Sentía que el país necesitaba un mejor periodismo, y creía en el que yo había hecho hasta el momento. Sacó un cheque y giró su aporte.
Me lo entregó con una advertencia: “No espero recuperar esta plata nunca. Pero tampoco esperes tú volver por más en el futuro”.
Ambas partes de esa frase subyacen al éxito que ha tenido La Silla. Su fe en la causa —unida a la de mis papás— permitió que La Silla arrancara con un capital de confianza y económico que posibilitó asumir el riesgo de intentar hacer el periodismo en el que creíamos sin preocuparnos de quedar endeudados si quebrábamos al año. Y la conciencia de que no contábamos con recursos ilimitados nos empujó desde el primer día a esforzarnos por innovar para que La Silla fuera sostenible.
A lo largo de los diez años que estuvo en la junta, sus reflexiones también fueron decisivas. En los primeros años pensamos en varias opciones para generar ingresos a La Silla: ofrecer consultorías en Internet, montar un sitio para ayudarles a los estudiantes a encontrar carrera, crear un servicio de clasificados de empleo. El consejo de Marcelo siempre fue el mismo: concentrarnos en el negocio básico y no distraernos con proyectos ‘paralelos’. Siempre traía a colación la famosa frase de Thomas Edison: el éxito es 1 por ciento inspiración y 99 por ciento transpiración. Su claridad y serenidad nos ayudaron a focalizarnos hasta encontrar, poco a poco, las fuentes de las que vive La Silla.
También fue fundamental su insistencia, desde el día que la fundamos, en que La Silla tenía que ser una empresa absolutamente formal: todos los empleados con contrato laboral, el pago de impuestos al día, salarios competitivos, indemnizar a los empleados que despidiéramos así tuviéramos una causa justa. Creía que la tranquilidad de hacer las cosas correctamente era fundamental para hacer el periodismo en el que creíamos. Hace dos años salió de la junta y cedió sus acciones a La Silla para fomentar la retención de talento.
La filosofía que Marcelo inculcó a este medio revelan la aproximación que tuvo siempre a los negocios, al país y a su vida, que llegó ayer a su final.
Invirtió en La Silla su plata y su tiempo, como lo hizo a lo largo de sus 76 años en múltiples proyectos sociales y empresariales en los que creía y a los que ayudó a crecer. “Fue un empresario ciudadano”, lo definió León Teicher, quien lo llevó a la junta de la Fundación Ideas para la Paz. Martín Carrizosa, otro colega de esa junta, lo describió como “Un empresario progresista, verdaderamente interesado en aportar al desarrollo de la sociedad.
También fue parte de Probogotá; de la Fundación Recreación y Cultura que hace unas décadas se dedicó a hacer parques en Bogotá; fue miembro desde su fundación de la Corporación Síndrome de Down; y perteneció a la junta de Coinvertir, una organización creada para promover inversión en Colombia. También apoyó a la Universidad Nacional, donde se graduó como ingeniero químico.
A Marcelo lo motivaba demostrar que se podían hacer cosas grandes, innovadoras, haciéndolas bien, entablando relaciones gana-gana, liderando con el ejemplo, y siguiendo una visión propia, a veces en contravía de lo que hacían muchos de sus pares.
Cuando la gente más acomodada se mudó al norte de Bogotá, él se quedó a vivir en el centro; cuando las parejas tenían roles claramente definidos, el desarrollo profesional de su esposa era tan importante como el de él; cuando muchos empresarios temían al Acuerdo de Paz, él respaldó el acuerdo desde la FIP; cuando varios comenzaron a sacar la plata del país por miedo al ‘castrochavismo’, él decidió convertirse en el principal productor de piña del país.
A lo largo de su vida, Marcelo cofundó más de 20 empresas, generó miles de empleos y fomentó la innovación en sectores tan disímiles como el químico, la agricultura, la tecnología, la educación y el de consumo de productos masivos.
Huérfano e inmigrante, se hizo a pulso
Nacido en Quito en 1946, Marcelo fue el resultado de unas mezclas raras.
Hijo de un ecuatoriano y una checa que había llegado adolescente a América huyendo de la persecución nazi, Marcelo quedó huérfano con su hermano mayor (mi papá) a los 14 años. Sus papás y tres hermanos menores murieron en un accidente de avión en el cerro Pichincha. Los terminó de criar su abuela inglesa, a quien adoraban. De su papá no heredó un peso, solo el ejemplo de lo que significa ser una buena persona.
Así, desde muy temprano en la vida, enfrentó el vacío de perderlo todo y la satisfacción de hacer una vida feliz desde la nada. Vivió lo que es ser inmigrante y no pertenecer a ninguna rosca, y entendió que solo se pertenece realmente a los lugares que uno ayuda a construir. Se dio el lujo de entregarse a una vida jalonada hasta el último minuto por los proyectos que soñaba y que logró aterrizar gracias a la curiosidad intelectual y la disciplina férrea que lo caracterizaban.
Marcelo fue un hombre que se fijó siempre metas y fechas para alcanzarlas. Se puso un plazo para dejar de fumar, un año para irse a estudiar una maestría en Harvard; una edad para retirarse de su empresa. La última fecha que se impuso fue la más difícil: después de ocho años de vivir con cáncer, y no auto compadecerse ni un día por ello, llegó caminando a su tumba como quería.
Cuando supo que le quedaba poco tiempo, no se dedicó a darse nuevos lujos, ni a viajar a lugares desconocidos ni a buscar una fórmula mágica que lo salvara. Dedicó los días a despedirse y a darles las gracias a las personas con las que compartió su vida y a visitar por última vez los proyectos que había construido desde cero. Murió inundado de mensajes de cariño, agradecimiento y admiración.
Lo sobreviven su esposa y sus tres hijos, quienes siempre y ante todo fueron el centro de su existencia.
La Silla Vacía le estará siempre agradecida. Fue un hombre que vivió una vida impecable. Y haber sido testigos de que ello es posible es un legado invaluable.