Escenas de Mayapo.

Por: Mabel Giraldo*

En un día caluroso y soleado en las playas de Mayapo, Guajira, el mar verdeazul contrasta con las playas de arena blanca y fina. Barcas de pescadores se mecen en las olas esperando la hora propicia para salir a sacar camarones, langostas y más de una docena de variedades de peces que abundan en este mar. Con suerte, en las tardes se pueden ver familias de pelícanos, garzas, y otros pájaros exóticos que buscan sus nidos entre los manglares y los arbustos de esta zona desértica a tan sólo 20 minutos en carro de Riohacha, la capital de La Guajira.

Es lo que queda del paraíso. Porque este pequeño paraíso ha sufrido un cambio radical. Las antes inhóspitas y vírgenes playas de Mayapo se convirtieron en menos de dos años en el balneario más codiciado de los riohacheros.

Detrás de ellos llegaron los inversionistas y especuladores de la tierra, algunos de otras partes del país. Recorrer hoy estos mil metros de playas es ver los efectos de proyectos improvisados que no han tenido en cuenta ni las normas ni los intereses de las comunidades a quienes les pertenece.

Las playas han sido colonizadas por kioscos que venden comida y trago a los bañistas que las invaden cada fin de semana. Donde antes sólo zumbaba el viento y de vez en cuando ladraba un perro, ahora es un ruidoso lugar donde, los fines de semana, las camionetas y carros de los visitantes compiten para hacer oír el último vallenato de Silvestre Dangond o el éxito reggaetonero “Tírate un paso” de Daddy Yankee. En algunos kioscos, incluso, los gigantescos parlantes espantan el silencio.

Tras un fin de semana de turismo intensivo y desordenado, las huellas son imborrables: recipientes de gaseosas, latas de cerveza, bolsas plásticas, paquetes de golosinas y botellas de Old Parr, el whiskey predilecto de la región y un símbolo de estatus entre los guajiros. La afluencia de turistas y su dinero ha atraído a vendedores ambulantes y mujeres wayúu que ofrecen mochilas, pulseras y otras artesanías. Otros indígenas han aprovechado esta bonanza de dinero para levantar enrramadas, instalar comedores e improvisar cocinas. Cualquier retazo de tela o un solitario arbusto sirve para simular un precario baño. Según las cifras del último censo oficial, hay 35 kioscos y 87 enrramadas, para un total de 122 establecimientos.

Mayapo está ubicado a tan sólo 17 kilómetros de Riohacha y en 1984 el Incora declaró estos territorios Resguardo Indígena de la etnia Wayúu. Las tierras no pueden ser vendidas ni compradas y su propiedad depende de la herencia que los ancestros dejan a cada clan. Sin embargo, desde que los ojos de los turistas se posaron sobre este pedazo de tierra, todos –indígenas, inversionistas y políticos- parecen haberlo olvidado, o prefieren ignorarlo.

“Ha habido mala fe de todos”, dice Weildler Guerra, un antropólogo experto en La Guajira. “Tanto de los indios que han vendido la tierra de la comunidad como de los que han comprado sabiendo que no pueden”, explica Guerra.

“Antes de que existiera la vía, este lugar era desconocido”, afirma Agustín Barliza, corregidor de Mayapo, máxima autoridad del Estado en este pequeño corregimiento de 1600 habitantes. Barliza es un hombre delgado que siempre lleva bajo el brazo una agenda con todos los documentos que reglamentan el uso de estas playas y del resguardo en general. “Cuando es temporada alta llegan hasta dos mil turistas en un solo día, son más de 200 carros y 20 buses”, agregó.

Según Barliza, con la carretera que hoy practicamente sólo llega hasta este lugar aunque habían prometido que conectaría con El Pájaro, otro pueblo cercano, también llegó la ambición por las tierras.

Marea de especuladores

Las cercas ahora son parte del paisaje de la playa.

Un primer intento para crear un proyecto hotelero en esta zona se planeó en el 2008 cuando el viceministro de Turismo, Oscar Rueda García, visitó en compañía del presidente del Decamerón, Lucio García Mansilla, las playas de Mayapo. La idea era construir un hotel de cinco estrellas con una inversión de 20 millones de dólares que atraería el turismo a la zona.

El proyecto se frustró porque las autoridades de Manaure, el municipio al que pertenece esta zona, notificaron que en esos terrenos no era posible construir por ser resguardo indígena. Hoy, esa decisión parece no haber dejado sentado precedente alguno.

El freno al proyecto del Decamerón no detuvo la especulación con estas tierras, sino que por el contrario avivó el interés por ellas. Y más aún, después de que en el Consejo Comunal del 2 de febrero de 2010 en Riohacha, el presidente Uribe destacó el potencial turístico de estas playas, invitó a invertir en estas tierras y anunció que Jean Claud Bessudo, de Aviatur, había firmado un acuerdo con los indígenas para construir un hotel de calidad por fuera del resguardo.

Algunos indígenas han cedido a la presión de compradores debido a ofertas difíciles de rechazar para una familia de pescadores que vive al día de lo que saca con su red. Según el corregidor, la playa ya ha sido parcelada en al menos 50 lotes. Estacas de madera delimitan los terrenos y en algunos casos, los nuevos compradores –sobre todo aquellos del interior- han instalado pilotes de concreto para identificar lo que ellos consideran sus propiedades y hasta han cercado algunos predios con alambres de púas.

En voz baja muchos indígenas de Mayapo se oponen a la venta de tierras de resguardo y a la invasión de “arijunas”, como llaman ellos en Wayuunaiki a las personas que no son de su misma etnia. La mayoría prefiere callarse por miedo a tener problemas con personas de su clan que ya han hecho pequeñas fortunas de un día para otro. El tema es tan espinoso entre la comunidad que Barliza prefiere no ahondar en el asunto ni señalar quienes han sido los que han vendido. Según una persona que conoce bien el problema, las tensiones han llegado hasta amenazas de muerte a quienes tratan de interferir en estos negocios.

“Antes cada cual tenía su chocita, en donde guardaban su lancha y no había ningún problema, todo estaba mejor”, dice Elibia Zapata, líder wayúu que ha advertido sobre las consecuencias de vender estas tierras. Como Zapata, algunos indígenas temen que después, por la presión de los constructores, se vean obligados a abandonar sus rancherías y sus lanchas. “Lo peor de todo es que dentro de cinco o seis años veremos desplazados a los indígenas del mismo resguardo”, dice esta mujer de unos 30 años de edad y termina con una verdad dolorosa: “En últimas siempre gana el que más plata tiene”.

¿Cuánto vale un terreno? Los precios varían según las tierras y los ofrecimientos. Muchas veces los mismos compradores llegan con la plata lista en maletines y son los que ofrecen el precio por algún terreno. Según la ubicación del lote, hay terrenos que valen entre 50 y 100 millones de pesos, pero algunos aseguran que se han hecho transacciones hasta por 120 millones de pesos por pequeños lotes cercanos al mar.

Para quienes están acostumbrados a vivir con la plata del día, semejante fortuna repentina en las manos emborracha más que el chirrinchi, la bebida fermentada que tanto le gusta a los wayúu. Con frecuencia la plata se va tan rápido como llega y la repentina riqueza se transforma en camionetas último modelo, equipos de sonido, trago, ropa, blackberry y poco más. “A muchos de los que vendieron la plata ya se les fue en alcohol y lujos”, afirma Leonardo Illidge, un wayúu dueño de El Delfín, una de las enrramadas de Mayapo. “Al final no les queda nada”, agrega.

Algunos de los nuevos propietarios diceen que están allí porque han realizado acuerdos con los mismos indígenas. La fórmula de la concesión, dicen, les permite instalarse en tierras de resguardo sin contravenir la ley.

En el extremo sur de la playa está el Flamingo Azul, único kiosco de dos pisos y suelo de concreto frente al mar, cuyo techo azul sobresale en la distancia. Agustín Gutiérrez, su dueño, es un bogotano que, después de vivir algunos años en Canadá, llegó a Mayapo atraído por la belleza de sus playas. “Lo que hice fue hablar con la autoridad del clan, después mi propuesta se presentó a una junta y ellos decidieron darme en concesión por unos años este terrenito; ellos analizan quienes pueden y quienes no pueden estar en sus territorios”, me dijo Gutiérrez mientras caminábamos hacia una pequeña ciénaga, justo detrás de su predio, donde una familia de flamencos picoteaban en el lodo. 

La víspera al kiosco de Gutiérrez llegaron cuatro camionetas y dos carros. Gutiérrez ofreció chichorros en el segundo piso y les mostró la carta donde además de pescado vende cervezas importadas, vodka, ron, Daiquiris, Margaritas y el infaltable Old Parr.

Autoridad resquebrajada

Las playas.

Cerca a la Iglesia y frente a la oficina del corregidor, en lo que podríamos llamar el centro de este caserío, está el rancho de Erasmo Ipuana, máxima autoridad Wayúu de Mayapo desde 1994.

Ipuana nos atendió sentado en una silla de madera al lado de su hija, quien hacía de intérprete pues “el viejo”, como lo llaman en el pueblo, no habla español. “Es algo en lo que no me puedo meter, prefiero no opinar porque soy la autoridad para mediar entre problemas de la misma comunidad, no problemas de terrenos de los que se debe encargar el Estado”, dijo su hija que decía don Erasmo, un hombre de 84 años y tez tostada. Al principio Ipuana lucía incómodo con las preguntas. Razones no le faltaban: uno de sus hijos, al que ahora apodan “Juan de los Palotes”, ha vendido varios terrenos.

Justo por los días en los que me encontraba en Mayapo, “Juan de los Palotes” se la pasaba de kiosco en kiosco, bebiendo y mostrando sin recato su nueva fortuna, una camioneta Ford plateada. Supe que era uno de los que había vendido terrenos porque antes de llegar a un kiosco en donde estaba parqueada la camioneta, uno de los que me acompañaba me sugirió:

-No vaya a mencionar nada de las tierras.

– ¿Por qué?, le pregunté con algo de ingenuidad.

-Ese que está ahí acaba de vender una propiedad cerca a la playa y está celebrando desde hace tres días.

Las autoridades de Manaure, municipio al cual pertenece el corregimiento de Mayapo, han hecho poco para resolver el problema. Unos y otros se tiran la pelota. Ricardo Mengual, Secretario de Planeación de Manaure, reconoce que “todas las obras se construyen sin control, todo se está haciendo desordenadamente”. Sin embargo dice que el problema le compete a la Secretaría de Asuntos Indígenas, que “es la encargada de hacer el acuerdo para la repartición de tierras de resguardo” y a la Dirección General Marítima (Dimar), pues el tema no sólo involucra tierras de resguardo sino playas que son propiedad del Estado.

“Nosotros nos encargamos de informar de acuerdo a la ley, qué es lo que está sucediendo, pero es el alcalde de Manaure, como autoridad mayor, quien debe dar orden al problema de las tierras”, dijo el Capitán de Puerto, Héctor Fabio Guevara, reclinado en la silla de su oficina, ubicada en el segundo piso de una casa en el conjunto residencial El Faro en Riohacha, y decorada con mapas y afiches de las costas colombianas.

Guevara, jefe técnico de la DIMAR y quien lucía una camisa blanca con escudos de marinero, ha tenido que lidiar con la controversia sobre las tierras de Mayapo pues están en juego no sólo el territorio del resguardo sino sus playas que, según el decreto ley 2324 de 1984, “son bienes de uso público, por tanto intransferibles a cualquier título a los particulares, quienes sólo podrán obtener concesiones, permisos o licencias para su uso y goce de acuerdo a la ley y a las disposiciones del decreto”.

El conflicto por las tierras y las playas del resguardo de Mayapo es sólo uno más de los muchos choques que generan los proyectos modernizadores que buscan implantarse en territorios de resguardo, desde la Serranía del Baudó y Santianga en el Pacífico hasta Vichada y Guanía, o que simplemente traen un ideal de progreso que, a veces, riñe con la idiosincrasia y las costumbres de los pobladores de las zonas que los acogen.

Por ahora queda claro que el problema de la ocupación ilegal de playas debe ser solucionado por el Alcalde de Manaure, Humberto Martínez Fajardo, a quien a mediados de junio del presente año, la Contraloría le notificó que en menos de tres meses deberá resolver el conflicto de los establecimientos en la playa y encontrar una fórmula para desalojar el lugar. Mientras tanto, los indígenas siguen vendiendo, los forasteros comprando, los políticos calculando y los flamencos picoteando. Mientras pueden.

* Este reportaje fue hecho durante el taller de periodismo en terreno del Centro de Estudios de Periodismo- CEPER de la Universidad de los Andes.

Soy la directora de la Silla Vacía. Estudié derecho en la Universidad de los Andes y realicé una maestría en Periodismo de la Universidad de Columbia. Después de trabajar en The Wall Street Journal Americas en Nueva York regresé a Colombia a El Tiempo, donde trabajé como editora de la Unidad de...