“¿Qué hacen los industriales votando por terratenientes?”, preguntó retóricamente Gustavo Petro durante su discurso en el congreso de la Andi. La visión de Petro sobre el sector privado revivió la idea de que en Colombia no existe desde hace décadas una verdadera política industrial.
El regreso de la política industrial, un término que en la economía había entrado en desuso, llega con medidas concretas. Por ejemplo, Germán Umaña, el ministro de Comercio, Industria y Turismo, anunció que escindirá esa institución para crear un ministerio de Industria separado. Estos anuncios son reflejo del programa de gobierno, del Pacto Histórico, en el que se habla de impulsar desde el Estado “un proceso de industrialización democrático y responsable (…) que estimule la producción de y para la vida”, y que es pieza central de la visión económica de este Gobierno.
El término “política industrial” alude al conjunto de medidas, normas y decisiones que tienen como objeto animar el desarrollo y crecimiento de un sector productivo. Pero se diferencian de las políticas macroeconómicas (que al final también buscan lo mismo), porque se dirigen a sectores concretos, en vez de dejar que el mercado regule cuáles son los ganadores y perdedores.
De qué se trata la política industrial
El ejemplo típico es el de una política que sube aranceles de las importaciones textiles para promover la industria textil nacional, o la que da subsidios estatales para promover la exportación de ciertos productos específicos. Esta política económica fue impulsada en las décadas de los 50s, 60s y 70s del Siglo XX por muchos países latinoamericanos, inspirados en las teorías de un grupo de economistas liderados por el argentino Raul Prebisch, y articuladas a través de un organismo de la ONU, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Por eso, a esta teoría económica se le conoce en la región como la escuela cepalina.
El principal instrumento de la política industrial era el mecanismo conocido como la sustitución de importaciones, que suponía que si, por ejemplo, se cerraba la entrada al país de neveras extranjeras, la industria nacional fabricaría neveras, porque era un producto que la gente en todo caso necesitaba. Pero existían otros mecanismos: los subsidios directos a ciertas empresas, la creación directa de empresas estatales (En Colombia, por ejemplo, Vecol para productos veterinarios, o Acerías Paz del Río), exenciones tributarias, entre otros. Incluso existía un Instituto de Fomento Industrial (IFI), a través del cual el Estado se volvía accionista de empresas privadas, justamente para fomentarlas.
Hace 30 años, en la década de los 90, con la apertura del Gobierno Gaviria y el auge de la globalización, esta teoría fue objeto de una revisión radical. Sus críticos, arropados bajo el apelativo a veces peyorativo de “neoliberales”, lograron imponer la idea de que la política industrial terminaba siendo un festín de favores personales o políticos. El argumento de los críticos de las políticas industriales era que los burócratas, y no el mercado, escogían a los sectores o empresas que debían ser favorecidos con la gracia estatal, que eso era ineficiente, propiciaba la corrupción y limitaba el crecimiento económico.
Es famosa la frase del exministro español Carlos Solchaga (socialista, para más señas), quien afirmó que “la mejor política industrial es la que no existe”.
En un principio, en la década de los 90, cogió entonces fuerza la idea de que la mejor forma de promover la industria era con políticas macroeconómicas sanas y prudentes; tener una buena cancha de juego, para que los actores privados fueran los que movieran la economía, según las reglas del mercado. Por eso, impulsaron que el énfasis se pusiera principalmente en un manejo monetario independiente que controlara la inflación -de ahí los bancos centrales independientes-, un manejo fiscal sano que permitiera al sector financiero prestarle mas al sector privado que al público, y unos impuestos no aplastantes, que liberaran las energías de los emprendedores. Luego el mercado haría lo suyo.
Rafael Puyana, investigador asociado de Fedesarrollo, explicó a La Silla que en la segunda década del siglo XXI se introdujo un matiz a esta idea, con un concepto denominado desarrollo productivo. En Colombia, este concepto quedó incluso plasmado en un Conpes de 2016.
Se parte de la idea de que, sin necesidad de escoger sectores “privilegiados”, a la manera de las antiguas políticas industriales, sí le es posible al Estado implementar unas polìticas que beneficien, no solo a la industria manufacturera, sino a todos los sectores (salud, tecnología, educación). Lo hace con una provisión de los llamados bienes públicos (cadenas de frío, centros de investigación, redes de conexión, por ejemplo).
El Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, según Puyana, ha avanzado en la promoción e implementación de esta polìtica, que no revive todos los rasgos de la antigua polìtica industrial del siglo pasado, pero si reconoce que no basta con unas medidas macroeconómicas, sino que debe haber medidas estatales explícitas en favor de la producción. Lo importante es que no sea a través de la vieja fórmula de escoger ganadores y perdedores.
Cómo vuelve a aterrizar la política industrial en Colombia
Al llegar la campaña presidencial de 2022, seguía siendo anatema en muchos círculos hablar de política industrial de manera explícita. Los centros de investigación que presentaron propuestas a las campañas, como la OCDE y Fedesarrollo,, insistían más bien en profundizaciones y mejoras al modelo de desarrollo productivo adoptado pocos años atrás. Con el nuevo gobierno, esta visión parece haber sido desestimada.
El entorno en el terreno también era claro: La industria ha venido perdiendo peso en la economía del país, pues pasó de representar el 24% del PIB, en 1990, a representar, a finales de 2021, el 12.4%. ¿Es eso bueno o malo? Si uno cree, como Petro, que sólo la industria -junto con la agricultura- produce riqueza, es un resultado malo. Para Puyana, esa premisa es equivocada. Citando, por ejemplo,el caso de los tigres asiáticos, afirmó que “varias de las economías más desarrolladas del mundo crecieron en las últimas décadas con base en una sólida economía basada en la exportación de servicios”
Pero el hecho es que Petro es el presidente, y llega con un discurso de reindustrialización. Según dijo en la Andi: “¿Por qué hay que construir una política industrial? Porque es en la producción donde se genera la riqueza, y ¿en qué consiste la producción? Cuando uno habla de producción uno tiene que hablar de agricultura, de transformación de las cosas, el turismo, pero específicamente uno tiene que hablar de industria”.
En ese empeño no está solo, aún cuando Petro solo ha dado pinceladas al respecto. Ya Obama, en 2009, le había inyectado recursos directos a la industria automotriz de su país, para rescatarla del abismo en medio de la crisis financiera del 2008. Y, la semana pasada, los demócratas de Estados Unidos aprobaron dos leyes que son ejemplos clásicos de una política industrial: la Ley de Reducción de la Inflación, que en realidad es un paquete de estímulos a las industrias ecológicas y de energías renovables y, sobre todo, la conocida como ley CHIPS, que la revista Fortune calificó como “el más grande intento de política industrial en Estados Unidos en las últimas décadas”. Para no hablar del Fondo de Recuperación Europea, a través del cual la Unión Europea distribuirá billones de euros para rescatar industrias afectadas por la pandemia.
Los líderes del tema
El escenario posterior al 7 de agosto en Colombia presenta un triunvirato de líderes decididos a hablar de polìtica industrial sin reticencias, impulsados por la constatación de la desindustrialización del país y los ejemplos internacionales recientes:
-El Presidente Gustavo Petro, con una visión económica ampliamente explicada en el evento de la ANDI, y muy inspirada en la experiencia de Corea, país al que citó 7 veces durante su intervención, quien cree fervientemente en que sólo la industria manufacturera y el agro producen riqueza.
-El Ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, que cree en las teorías de la CEPAL, al punto que fue su presidente a finales de la década de los 90 y principios de la del 2000. Se trata de un economista de peso internacional que goza de credibilidad y respeto tal que lo llevaron a ser candidatizado como presidente del Banco Mundial.
-El ministro de Comercio, Industria y Turismo, Germán Umaña, que ya se echó al hombro la promesa de campaña de crear un Ministerio de Industria, como solía llamarse en las épocas de oro de la escuela cepalina.