Esta historia hace parte de la Sala de redacción ciudadana, un espacio en el que personas de La Silla Llena y los periodistas de La Silla Vacía trabajamos juntos.
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Desde 2012 Belkin Mosquera, una mujer indígena de la comunidad Tayazú, en el Vaupés, siembra árboles cerca a su comunidad para restaurar la tierra que deterioró la ganadería. Es mamá de una niña de cinco años, y cuando no está con ella o sembrando árboles, trabaja recogiendo yuca. En su comunidad, 35 sembradores como ella, han sembrado alrededor de 100 mil.
Nacieron de un árbol más grande que está en la selva amazónica, los cuidaron en su comunidad en un vivero comunitario y ella los sembró en la tierra, pero los compró alguien en Bogotá, Medellín o alguna otra ciudad de Brasil y Perú. Están bajo su cuidado por tres años, y en ese tiempo ella les toma fotos cada seis meses para que desde esas ciudades los vean crecer a través de la pantalla de un computador.
Mosquera es una de los 263 beneficiarios de Saving The Amazon, una organización de la sociedad civil que nació en 2012 en Bogotá como proyecto de responsabilidad social de una empresa de tecnología. Se convirtió en una ONG desde 2015, dedicada a reforestar la selva Amazónica, la más azotada por la deforestación. Y ahora siembra bosques enteros pagados por empresas privadas en Colombia, Brasil y Perú.
“Frente a la problemática de la deforestación, lo que queríamos era hacer lo opuesto al problema: si están tumbando, nosotros queremos sembrar”, dice Daniel Gutiérrez, el CEO de esa ONG.
Lo que hace Mosquera en Vaupés es un trabajo de todos los días por el que le pagan con plata o en especie. Del otro lado, las empresas o personas pagan 34 mil pesos por un árbol para que ella los cuide, remueva la tierra a su alrededor y se asegure de que no haya plagas. Con esos recursos, ella puede dedicarse a los cultivos de yuca que tiene con su familia cerca al río Vaupés.
Contexto
La otra cara de la deforestación
En solo cinco años, ocho municipios alrededor del Parque Chiribiquete, la Amazonía colombiana, han acumulado casi medio millón de hectáreas deforestadas. Desde 2017, cuando el país alcanzó su pico más alto de deforestación, la amazonía se ha llevado las peores cifras. La mayoría de esas hectáreas las quemaron para luego meter ganado a los potreros.
En esa zona, que concentra el 66 por ciento de los bosques del país, viven comunidades campesinas y decenas de etnias indígenas que tienen tierras que en principio existen para la conservación. Especialmente las comunidades indígenas viven en resguardos, figuras de tenencia colectiva, que cubren alrededor del 70 por ciento de la amazonía colombiana.
“Hoy por hoy los resguardos indígenas son las zonas donde más hay procesos de invasión, inversión pública y una condición que pone en crisis el cumplimiento de la función ecológica de la propiedad”, explica Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo y una de las personas que mejor entiende el fenómeno de la deforestación en Colombia.

La amenaza a los resguardos y sus comunidades va más allá de la deforestación. La falta de oportunidades hace que muchas de esas comunidades sufran escasez de muchos productos que no pueden conseguir. Muchos de ellos terminan siendo jornaleros de los ganaderos y trabajan por días cortando árboles en zonas que antes fueron un bosque.
Según Diego Martínez de Río, director de Saving The Amazon, la falta de alternativas de trabajo que tienen varias de las comunidades indígenas se nota en las necesidades básicas no resueltas. Por ejemplo Belkin Mosquera, la indígena de la comunidad Tayazú que trabaja con esa ONG, cuenta que para ella es muy difícil conseguir productos básicos como la sal y el jabón. Y su trabajo, que es recoger la yuca que siembra su comunidad, no le da suficiente plata para comprar esos productos cuando los hay.
Ahí es donde la reforestación podría convertirse en un beneficio para ellos, a la vez que permite contrarrestar las cifras de hectáreas taladas e incluso de gases de efecto invernadero que contaminan la atmósfera –la deforestación emite el 16 por ciento de los gases totales–.
Y aunque para contrarrestar la deforestación el Gobierno ha hecho esfuerzos que lo tienen cerca de cumplir sus metas de reducir en 30 por ciento el incremento de la deforestación, las estrategias de restauración aún generan dudas y algunas, incluso, no tienen en cuenta a las comunidades.
Esto es grave porque según explica Alicia Calle, líder de sistemas productivos sostenibles de The Nature Conservancy en Colombia, “la restauración, por tratarse de recuperar bosques ecológicamente complejos, es un proceso que va a tomar mucho tiempo. Quien siembra está unos años pero quien va a permanecer en el tiempo son las comunidades”.
Los esfuerzos más ambiciosos están puestos en tratar de migrar a la ganadería sostenible, que como contamos en esta historia puede ser costoso para los pequeños ganaderos y no toca el problema de fondo que es la transparencia sobre de dónde viene la carne que nos comemos. La otra estrategia es sembrar 180 millones de árboles para 2022, pero a menos de un año, la meta va en la mitad.
Por ejemplo, como parte de esa estrategia el año pasado el gobierno hizo un piloto de reforestación que consistió en lanzar 25 mil semillas desde un helicóptero en potreros de Caquetá.
Es una estrategia que cuestionaron los expertos porque no garantiza ni que crezcan las semillas, ni la diversidad de especies de la selva, ni incluye a las comunidades.
Salvar la Amazonía desde la Amazonía
Según Francisco Torres, ingeniero forestal de la Fundación Natura, lo que hace de una estrategia de reforestación un proceso exitoso es tener claros los objetivos y entender que toma tiempo, recursos, y esfuerzos. Dice que “cuando reforestar se concibe como un proyecto, quienes lo hacen van un día al territorio y al otro se van de allá. Eso deriva en que la gente vuelve y mete la vaca. Cuando la comunidad sabe lo que significa sembrar un árbol, identificar la semilla, criarlo en un vivero y luego sembrarlo, hay una conciencia distinta”.
Ese es el capital que las ONG han utilizado para ganar la confianza de las comunidades. Y es el discurso que Saving The Amazon le ha vendido a empresas privadas e individuos para que paguen por restaurar unos metros de tierra en la Amazonía.
Ellos sirven de intermediarios entre una empresa en una ciudad que a cambio de donar árboles reduce los impuestos que tiene que pagar, y las comunidades indígenas que tienen un pago mensual por cuidar de los bosques en crecimiento.
No siempre es un intercambio sin contratiempos. A veces las comunidades están desconectadas de internet y tienen prácticas culturales que les impiden tener los mismos plazos que se trazan en una oficina en una ciudad capital.
Como la organización nació en principio como el proyecto de una empresa de tecnología para reducir impuestos y a la vez su huella ambiental, tiene un doble objetivo de utilizar tecnología avanzada para la reforestación y el conocimiento ancestral de los indígenas.
Desde Bogotá los ingenieros crean códigos para hacer seguimiento remoto a los árboles y evaluar si están sanos y si las condiciones del suelo están mejorando para su crecimiento. Pero las fotografías actualizadas dependen de una labor manual que los indígenas hacen periódicamente desde su territorio.
“Estamos muy apalancados por la tecnología. Damos una experiencia muy específica a quien dona al árbol para que se sienta como una experiencia emocional”, explica Daniel Gutiérrez, CEO de la empresa.
Según Gutiérrez y Martínez, los directores, ha sido un proceso que inició con el conocimiento que las comunidades indígenas tienen de su territorio y que de paso los ha legitimado entre otras personas que les han pedido que lleguen hasta sus comunidades –así llegaron a Brasil y Perú el año pasado–.
“La comunidad decide quiénes van a sembrar los árboles, siguiendo nuestros requerimientos. Ellos eligen qué especie sembrar y qué miembro de la comunidad siembra”, dice Martínez.
Hasta ahora, esa ONG ha sembrado 200 mil árboles con la ayuda de 24 comunidades en Colombia, Brasil y Perú. Es muy poco comparado con las miles de hectáreas que cada año se pierden en Colombia por la deforestación. Pero se siembran con la certeza de que se convertirán en bosque y de que para las comunidades son un proceso a largo plazo que genera conciencia del territorio y recursos para subsistir.