A partir de la historia de su abuelo, el artista Miguel Guevara recoge en su obra la realidad de los corteros de caña en el Valle del Cauca. 

Miguel Guevara tiene 24 años y nunca conoció a su abuelo materno. Murió cuando su madre era apenas una adolescente, pero en medio de su curiosidad por saber más de él, fue indagando y revisando archivos familiares para descubrir que había sido cortero de caña, muy cerca de esos cañaduzales donde Guevara creció -en la periferia de Palmira, Valle del Cauca- y en donde se sentía permanentemente el oficio. Cada tanto, cuando se queman los cultivos se levanta una espesa nube negra, “la paveza” -la ceniza de caña-, que obligaba y obliga a las familias a entrar a las casas no solo a resguardarse para no “ensuciarse” sino a descolgar las ropas de los tendederos, a refugiarse de esa ceniza que, después, facilitará el trabajo manual de los corteros.

De esa historia personal, particular, nació el contundente trabajo como artista de Guevara, quien hace apenas un par de años terminó sus estudios en la Universidad Nacional de Bogotá. Justo su tesis de grado alude a su abuelo, pero, de paso, a cientos de corteros que enfrentan un trabajo agobiante, donde sus condiciones laborales no siempre son las mejores: su abuelo murió de asma, producto de esas espesas humaredas. Al principió pintó a su abuelo, un retrato en óleo sobre lienzo donde se veía con un abrigo y un trapo rojo que lo acompañó siempre; pero quería ir más allá de una simple representación. Quería reflejar ese trabajo hostil, de jornadas largas y mal remuneradas.

Fue así como pasó al dibujo, a dibujar corteros en general, donde no se identificaba un rostro en específico, pero sí la figura humana de estos hombres incansables. Y en su tesis, luego de experimentar con los “libros-arte”, descubrió la posibilidad de trabajar papel de caña de azúcar hecho artesanalmente y, de paso, de dejar implícita la referencia a un contexto. Fue así como empezó a concebir camisas de corteros con ese papel. Las mismas camisas de manga larga que usan para protegerse del sol, “el solo quemaba, pero el campo quemaba aún más”, dice. Es la representación de las camisas -no hay una presencia humana- y que en su tesis de grado hicieron parte de una instalación en la que estaban dispuestas sobre varillas de guadua. Entre oras cosas porque la guadua es, literalmente, un respiro en medio de las quemas de caña.

Parte de esas camisas las vimos recientemente en La feria del millón que llevamos a cabo en Bogotá hace poco menos de un mes. Su exploración en paralelo, con el mismo papel de caña, lo ha llevado a dibujar sobre ese soporte a los corteros con trazos de carbón, como si fuera esa “paveza” la que va guiando su obra. Allí se refleja la cotidianidad que se adivina en esos cultivos que se levantan a lado y lado de carreteras que conectan varios municipios del Valle del Cauca. Una obra estéticamente inquietante que refleja una realidad que pasa de agache, apenas registrada esporádicamente por medios de comunicación cuando hay paros o huelgas de corteros. Afortunadamente, para generar la memoria del día a día, donde la cotidianidad no es noticia, aparece el arte para estampar un grito silencioso de hombres a los que nadie mira.

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