La profilaxis

El 14 de octubre de 1992 un grupo de soldados capturó al campesino Henry Palencia Antúnez, acusado de ser miliciano del ELN en Zulia en Norte de Santander. Lo tuvieron indefenso por unas cuantas horas y luego le dispararon en estado de indefensión. Así Antúnez engrosó la lista de “positivos” de los oficiales que estuvieron allí. La orden de la operación lleva la firma del comandante del Grupo Mecanizado Maza, el teniente coronel Mario Montoya. Nadie investigó el hecho en su momento. La carrera de Montoya siguió adelante llena de medallas y de gloria.

En el año 2000 lo conocí en Puerto Asís, cuando él lideraba el Batallón Antinarcóticos. Un grupo de periodistas fuimos hasta la base militar desde la cual se dirigían las operaciones para enfrentar un paro armado decretado por las FARC-EP. A escasos metros de la guarnición nos encontramos a un grupo de las AUC que patrullaba como pedro por su casa. Cuando los reporteros, varios de ellos extranjeros, le preguntamos por esa descarada presencia, minimizó el hecho y luego hizo un gesto teatral ¡Vamos por esos bandidos! Pero no fueron por ellos: la fuerza pública solo perseguía a los guerrilleros, mientras los paramilitares convirtieron a Putumayo en un río de sangre. Para entonces, ya Montoya tenía fama de ser un tropero consentido de los gringos, dueños reales de las operaciones antinarcóticos.

El General Montoya sentía debilidad por los medios de comunicación, en especial por las cámaras de televisión. Entre la prensa se le conocía como el “general pantalla”. Creo que también era un maestro de la representación. Cuando las FARC-EP cometieron la masacre de Bojayá, en Chocó, Montoya montó un show mediático. Escuché a muchos colegas cuestionar la manipulación que hizo de la escena, y la manera como eludió responder la pregunta principal: ¿estaba el Ejército patrullando con los paramilitares en esa ocasión?

Entre 2001 y 2003 estuvo como comandante de la Cuarta Brigada. En ese período se dispararon los supuestos muertos en combate en esa unidad y Medellín y sus alrededores fueron tomados por los paramilitares del Bloque Metro y el Cacique Nutibara. Testimonios posteriores lo relacionaron con estos grupos. Las denuncias de las ONG y de la ONU fueron desechadas por los ministros de Defensa como parte de una “guerra jurídica” de la guerrilla. Su ascenso siguió imparable.

Pasó a ser comandante de la Primera División y del Comando Conjunto Caribe y también allí se dispararon las ejecuciones de civiles. Un día, en Montes de María, por un azar del periodismo pude escuchar directamente una comunicación radial de Montoya con sus tropas en las que efectivamente les pide resultados, muertos, muñecos, bajas.

La carrera de Montoya era descollante. Nadie se atrevía a meterse con él por dos razones: le caía bien a los gringos, y tenía migas con políticos muy importantes. Los militares solían (¿suelen?) tejer relaciones de mutuos favores con las elites locales: mandaban tropas a cuidar sus fincas y se cobraban el favor cuando el Congreso decidía sus ascensos.

Cuando llegó a comandante del Ejército las bajas se duplicaron y los oficiales que en terreno las producían se convirtieron en una casta de intocables. Su imagen de tropero seguía en pie, y sus dotes teatrales intactas. Recién llegó al cargo ocurrió la falsa desmovilización de un frente inexistente de las FARC-EP, el Cacique la Gaitana. La escenografía y utilería de la farsa la montó el propio ejército. Quienes cuestionaron este montaje fueron despedidos de la institución de manera fulminante.

Luego quiso vender gato por liebre y nos presentó también con camarógrafos y luces de neón el supuesto rescate de un capitán del Ejército que estaba encadenado en un hueco en el Cañón de Las Garrapatas. El oficial dijo que llevaba cinco años en poder del ELN y había sido sometido a graves vejámenes y torturas. En realidad, se había unido a la mafia del norte del Valle y toda la operación se hizo para reintegrarlo a la institución con una historia falsa.

En 2008 Montoya tuvo un papel protagónico en la Operación Jaque, que le dio la libertad a un grupo de secuestrados y fue un punto de inflexión en la guerra contra las FARC-EP. Pero al mismo tiempo era el epítome de las ejecuciones de civiles. Eso era vox populi. En esos años la sociedad parecía regocijarse con la guerra. Aceptó y en ocasiones celebró que se exhibieran los cadáveres en la plaza pública; en las portadas de los periódicos y revistas; que se mutilaran y pagaran recompensas por manos, y quien sabe si por orejas o dedos índices como los bárbaros.  Sobre esa sangre derramada se montaron incluso candidaturas presidenciales.

Montoya, a quien la JEP le imputa graves crímenes de guerra, no fue un caso aislado, no fue el único que midió su éxito en sangre, ni el único que banalizó la muerte. En realidad, su trayectoria es el resultado de una manera de concebir la guerra. De una manera de pensar, de enseñar, de sentir y de medir la victoria. De un sistema de valores que premia la mentira y la obediencia ciega y castiga a quienes critican. Un sistema donde los civiles no cumplen su tarea: ni los presidentes, ni los ministros, ni los congresistas, ni la justicia. De un sistema de poder que se refleja en los ascensos que carecen de verdadero control político y transparencia. Un sistema que muchos oficiales activos consideran que ya está superado, que ya pasó, que no se repetirá.

Pero tengo serias dudas. Hace algunas semanas el ministro de Defensa Iván Velásquez dijo que para pasar la página sobre esos hechos de horror había que leer el libro de la verdad completo. Eso no esta pasando, ministro. Los falsos positivos son un tema vedado, un tabú del que no se habla, que no se estudia, que no se analiza.  El negacionismo se mantiene a pesar de la evidencia.   

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Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...