Ya habíamos hablado en esta columna hace algunos meses de la detestable cultura woke, esa corriente activista que se expandía como un cáncer desde las universidades gringas a buena parte de las instituciones públicas y privadas de occidente, incluyendo, por supuesto la academia, pero también el gobierno, las organizaciones sociales y, quien lo imaginaría, hasta las empresas privadas.

La definición de este fenómeno es algo difusa, como la pornografía, que solo se sabe qué es cuando se ve, según el famoso dictum de algún magistrado de la Corte Suprema de los Estados Unidos.

Recientemente el columnista conservador del New York Times, Ross Douthat aventuró una descripción bastante útil. En buena parte el woke es consecuencia del progreso humano de las últimas décadas. Porque el éxito del modelo liberal es innegable, bajo cualquier parámetro de estándares de vida mundiales, pero sobre todo en los países en vías de desarrollo, se han mejorado de una manera exponencial.

Vivimos en un mundo más justo, más igualitario y próspero que en cualquier otra época de la humanidad. Como lo dijo Obama en un famoso discurso ante un grupo de colegiales indonesios hace unos años, si uno no supiera qué lugar va a ocupar en la sociedad y pudiera escoger un momento de la historia para nacer, escogería nacer ahora.

Sin embargo, el avance ha sido incompleto. A pesar de los evidentes logros materiales y sociales persisten inequidades, algunas protuberantes, derivadas de aspectos de raza, género y clase que hacen que muchas de las herramientas progresistas basadas en normatividad positiva parezcan inadecuadas. Por muchas cuotas que se impongan las mujeres no logran romper del todo los techos de cristal, las minorías raciales encuentran obstáculos invisibles en su esfuerzo por el reconocimiento y la meritocracia, esa quimera libertaria, quizás sirve más para afianzar a las elites que para abrir nuevas oportunidades.

La respuesta al problema, según el woke, está en las estructuras culturales, que, según ellos, han creado unas camisas de fuerza amorfas que fosilizan los comportamientos discriminatorios y refuerzan los privilegios. Por ejemplo, dirán, la preponderancia de los pronombres masculinos en el uso de la lengua perpetúa la sujeción patriarcal, o la elevación simbólica de dominadores blancos, como la estatua a un monarca o un conquistador, afianza los sesgos racistas de la sociedad, o que la práctica de la ciencia –que no es más que un método para encontrar la verdad– es inherentemente injusta porque no tiene “enfoque” de esto o de lo otro (si tuviera enfoque de algo dejaría de ser ciencia).

El despertar –awokening, en inglés– consiste entonces en identificar y combatir estas estructuras indeterminadas de discriminación para liberarse de ellas.

En esencia la idea no es nueva, es una mezcolanza producto del apareamiento entre la filosofía posmoderna francesa y el activismo pop gringo. Algo así como si Jacques Derrida y Oprah Winfrey hubieran tenido un bebé.

Es una paradoja que esas mismas estructuras culturales de occidente, propias –hay que decirlo– del cristianismo y que ponen en el centro la dignidad humana, sean ahora el blanco de alto valor de los cruzados woke. Porque sin ellas no habría libertad de expresión, ni libertad de empresa, ni libertad de locomoción, ni libertad de cultos, ni todas esas libertades que les permiten a los millenials tuitear alfabetos enteros de siglas en defensa de una cornucopia de orientaciones sexuales o masacrar el idioma sustituyendo las vocales determinativas del género por la letra x.

Creen que viven en un infierno sin darse cuenta de que la candela está en otro lado. No ve uno que Putin simpatice de a mucho con sus compatriotas no binarios, ni que el presidente Xi tenga una preocupación especial por la movilidad de sus ciudadanos –después de encerrarlos por cerca de tres años– ni que los Talibanes estén interesados en romper techos de cristal o que los jeques árabes pierdan el sueño por los trabajadores migrantes que les construyen sus ciudades fantásticas laborando a cuarenta grados bajo la sombra. 

En todo caso, no está del todo claro que trasladar la batalla progresista de lo económico y social, como ha sido el caso en occidente desde la revolución industrial, a la esfera de la historia y la gramática sean una buena movida para los que lo promueven. 

Los cruzados woke corren el peligro de morir aplastados cuando derruyan los cimientos del edificio que los cobija. La cultura de la cancelación –ese puñal tan efectivamente blandido en estas épocas para asesinar intelectualmente a los oponentes– corta para ambos lados. Esos mismos que cancelan a una escritora porque se niega a aceptar que los hombres transexuales sean mujeres (no lo son, eso es una realidad biológica) después caerán porque se atrevieron a soltar el chiste inadecuado o a pronunciar el adjetivo prohibido. Los policías de la corrección política también vendrán por ti.

Peor aún, con cada exceso activista, desde mutilaciones genitales a menores de edad porque el “género es fluido” hasta el fallido intento de quemar una catedral para protestar contra el patriarcado, pasando por el simple troleo a las voces críticas, se fortalecen las fuerzas más reaccionarias de la sociedad.

Los Bukeles están ahí, esperando su oportunidad. Cada triunfo que el woke celebra los acerca más no a la reivindicación de su causa sino a la decapitación de esta. Uno podría aplaudir, pero haría mal. Las inequidades de las sociedades son una realidad, pero no son producto de la psicología, ni del idioma, ni de la historia. Son producto de realidades económicas y sociales que hay que atender generando más oportunidades. 

Las luchas por la doble mención del género y los baños mixtos, el defenestramiento de monumentos, la imposición de cuotas, la consagración de comunidades con derechos especiales reivindicativos (¿Quién dijo campesinado como sujeto de derechos?) y todas las demás causas mimadas del woke son meras distracciones.

Al final del día la gente lo que quiere es empleo, crédito barato, oportunidades de educación y una salud de calidad y asequible. Y que no lo maten o lo roben. Esto es lo importante, lo demás ha sido y siempre será pura carreta. 

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...