Olga Lucía González, columnista de La Silla Vacía.
Olga L. González.

En días recientes, los ministros de cultura y de relaciones internacionales de Colombia le pidieron a España, de manera formal, la entrega de las piezas arqueológicas del llamado “tesoro Quimbaya”, que hoy se exhibe en el Museo Casa de América en Madrid. 

Tienen razón los ministros en reclamar estas piezas arqueológicas; ahora bien, esta historia nos debería hacer reflexionar, más profundamente, sobre el valor que le damos a nuestro patrimonio. 

El tesoro Quimbaya fue regalado por un presidente colombiano (el conservador Carlos Holguín Mallarino) a la regente María Cristina de Austria hace ciento treinta y dos años. Eran años en que los conservadores en el poder querían reforzar los vínculos con España: con su lengua, con el catolicismo (visto como consubstancial a la empresa “civilizadora” en nuestra tierra), con sus tradiciones, y por supuesto con la idea de que los blancos encabezaban la jerarquía social. Eran años, además, en que los presidentes eran omnipotentes (Holguín fue ministro de guerra y canciller a la vez que presidente), primos de otros presidentes (su hermano Jorge fue también presidente, al igual que su tío Manuel María Mallarino), elegidos por una absoluta minoría (era el Congreso el que elegía al presidente, el cual a su vez era elegido por hombres mayores de 21 años, alfabetas o con renta o propiedades). 

A Holguín se le recuerda hoy, esencialmente, por haber tomado la iniciativa, motu propio, de regalarle esas piezas a la regente de España. El gobierno colombiano había adquirido recientemente las piezas arqueológicas, un completo ajuar funerario que había sido “guaqueado”, es decir sacado de un “entierro” en la región de Filandia, en donde vivió un pueblo de excelsos orfebres, que hoy se conoce como “la cultura quimbaya”. 

Lo paradójico de la situación es que, sin duda, fue gracias a esta donación por fuera de toda regla que esta bella colección de objetos prehispánicos se conservó. En efecto, para varias generaciones de colombianos, el patrimonio arqueológico era completamente irrelevante. 

Durante buena parte de nuestra historia republicana, el que encontrara estos objetos era su señor y dueño, y podía comercializarlos. Lo más grave es que esto se dio incluso después de promulgadas leyes que protegían este patrimonio, emitidas durante los gobiernos liberales de Olaya Herrera (Ley 103 de 1931) y Santos (Decreto 904 de 1941). 

Un duro testimonio de la indiferencia que hubo en Colombia con respecto a los bienes arqueológicos se puede leer en las páginas del lingüista y arqueólogo alemán Justus Schottelius. En exploraciones científicas por Santander en 1940, él describía así una parte del problema:

Tan perniciosos o más que los guaqueros son las personas de las clases sociales elevadas, que se pueden denominar “gentleman-guaqueros”. Algunos, como los verdaderos poseídos de la creencia en grandes tesoros ocultos, obligan a estos a excavaciones clandestinas en sus terrenos; otros, movidos por una afición seria a los objetos de la arqueología o por un interés comercial, solicitan y compran momias, cerámica y cualquier manifestación posible del arte indígena, estimulando así todas las formas de guaquería.

La mentalidad de guaqueros ha dominado la relación con este patrimonio invaluable. Hacerse rico repentinamente, por las vías del saqueo de los sepulcros, se convirtió en práctica; uno de los muchos guaqueros de Colombia dejó incluso escrito un libro donde la defiende, con argumentos identitarios quindianos falaces. De hecho, es muy posible que esa idea de volverse rico de la noche a la mañana por otras vías (tráfico de drogas, tráfico de contratos públicos), tan presente en Colombia, sea una prolongación de ese tipo de habitus

Ha habido, sin embargo, por parte de algunos gobiernos, la voluntad expresa de darle valor a este patrimonio y exaltar así las culturas originarias. He mencionado las leyes de la República liberal (1930 – 1946) que protegen las piezas arqueológicas. Existe otro precedente: la compra de piezas de oro por parte del Banco de la República, y particularmente la adquisición del poporo, que dio lugar a la creación del Museo del Oro, en 1939. Este museo es uno de los grandes orgullos de Colombia. Muchos extranjeros me han dicho que su viaje a Bogotá se justificó cuando visitaron este museo de belleza deslumbrante, que da una idea del arte de los originales pobladores de estas tierras.

Volvamos ahora al Tesoro Quimbaya. Enhorabuena fue adquirido por el gobierno colombiano en 1890, en vez de desperdigado por el mundo o fundido a cambio de dinero. Ciertamente, hoy es bellamente expuesto en el Museo de América en Madrid. Pero su lugar debería ser un museo en Colombia. 

Empezar a pensar en que estas piezas volverán a Colombia podría ser la oportunidad para que pensemos en nuestro patrimonio actual. Hoy, los museos de Colombia son la cenicienta de los gobiernos, a nivel local o nacional. El ethos narco y nuevo rico ha calado hondo en la psique colectiva. Es una evidencia que hoy, en Colombia, se le da cero valor a lo que no es rentable inmediatamente, y que los símbolos del estatus social son marcas de lujo, viajes a Dubai, ostentación de bienes materiales. Nuestros propios gobernantes tienen la cabeza y el corazón “guaqueados”: están más ocupados en ocupar el cerebro y sus habilidades en tretas para enriquecerse que en asuntos como el patrimonio cultural de la nación.

Esta es una de las razones sociológicas que explican que hoy las inversiones en el sector cultura sean tan bajas. Salvo contadas excepciones en grandes capitales (pienso en Bogotá y Medellín), poco se hace en Colombia para apoyar la cultura, crear y mantener los museos, estimular el conocimiento de nuestro pasado prehispánico. 

Pienso que es positivo abrir esta discusión, e involucrar a las regiones de Colombia. Imaginemos, colectivamente, dónde deberían estar estas piezas. ¿Qué ciudad merecería el honor de exhibir el tesoro Quimbaya?  ¿Qué tipo de museo habría que construir para albergar las piezas? Pienso que esta discusión puede ser la oportunidad, también, de contar la historia del despojo por la guaquería y el afán de lucro. 

En suma, pienso que podemos aprovechar la ocasión para hacer un gran proceso de pedagogía patrimonial: examinar los museos de nuestras ciudades, crear un sentimiento colectivo de orgullo por nuestros símbolos culturales, sancionar socialmente a quienes no respetan estos espacios o no les dan fondos para funcionar. Creo que es positivo tomar conciencia de lo que hemos perdido y de lo que podemos recuperar. 

Es investigadora asociada de la Universidad Paris Diderot. Estudió ciencias políticas en la Universidad de los Andes, una maestría en historia latinoamericana en la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en ciencias sociales en el Instituto de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de Marsella...