En junio de este año se cumplieron 300 años del nacimiento de Adam Smith, el filósofo y economista escocés.

En Terrenal hicimos un ciclo de tres episodios sobre Smith con Andrés Mejía y con Jimena Hurtado, la nueva vicerrectora de investigaciones de la Universidad de los Andes, en el marco de la celebración global que está organizando la Universidad de Glasgow, de la que Smith fue profesor, decano y rector. 

Para mí, el ciclo de Smith, como la mayoría de los episodios de Terrenal, fue una oportunidad para aprender sobre un pensador del que muchas personas han oído hablar, pero cuyas ideas se han confundido por una tradición que ha usado y a veces deformado lo que escribió. 

En un ciclo anterior, sobre John Maynard Keynes, tratamos de mostrar la distancia que Keynes marcó respecto al marxismo. En este, intentamos mostrar que Adam Smith está muy lejos de ser el profeta de libertarismo que algunos economistas y políticos dicen que es. 

Si bien Smith reconoció las virtudes del libre mercado, de la iniciativa privada y de la división del trabajo para alcanzar lo que llamó un “sistema de libertad natural”, también observó, casi un siglo antes que Marx, que la especialización extrema conduce a la alienación de los trabajadores, que a punta de labores especializadas se olvidan de la belleza y de las otras cosas importantes de la vida, y que los comerciantes, cuando no se regulan, tienden a crear carteles y a producir monopolios que afectan a todas las personas y que producen desigualdad. 

Smith criticó a los estados de su época. Criticó el imperialismo inglés y el mercantilismo. De hecho, su libro de 1776, La riqueza de las naciones, no sólo busca explicar el funcionamiento de la economía (y de muchas otras cosas: es un libro maravilloso en el que parece caber el mundo entero) sino también redefinir la riqueza (el título completo del libro, Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, es literal). Smith dice que la riqueza no es la tierra ni los productos agrícolas, como dijeron los fisiócratas, y mucho menos el oro y la plata –la obsesión de los Estados absolutistas europeos de su tiempo, que, para acrecentar sus tesoros, creaban superávits que no se traducían en el bienestar de las personas. 

Smith, en el que fácilmente puede ser uno de los gestos teóricos con mayor impacto en la historia (comparable al igualitarismo de Pablo en la carta a los gálatas y al “I think” de Darwin), consideró que la riqueza de un país no está en las extensiones de tierra arable, o en el oro o la plata de los tesoros públicos, sino en la producción, comercio y consumo de cosas por la gente. Para él, el propósito del mercado es aumentar el comercio y el consumo para que todas las personas participen de él, y, el del Estado, es garantizar que el mercado funcione en beneficio de todos, ejerciendo “benevolencia pública” para reconocer y solucionar lo que después se conocería como “fallas de mercado”. Por eso Smith, que trabajó como comisionado de aduanas y recolector de impuestos en Escocia, le atribuyó un rol importantísimo al Estado en la regulación económica, pero también en la educación, la cultura y en la construcción de obras públicas. 

Sin embargo, toda su obra muestra un escepticismo frente a las soluciones de arriba abajo, a los grandes proyectos de transformación de la sociedad por parte de actores voluntaristas, y frente a aquellos que no ven la complejidad, la sofisticación y, sobre todo, la utilidad de arreglos institucionales espontáneos.  

En la segunda sección de su libro de 1759, La teoría de los sentimientos morales, Smith presenta a dos tipos de líderes políticos: quienes tienen espíritu público y quienes son “hombres del sistema”. 

Quienes tienen espíritu público se conforman con moderar y no con eliminar abusos que sólo pueden eliminarse con gran violencia o desorden. Cuando no pueden transformar los prejuicios de la gente con razón y persuasión, no intentan transformarlos con imposiciones o con fuerza. Esas personas –dice Smith– se acomodan, tan bien como pueden, a los hábitos de la gente, y, en pocas palabras, trabajan con lo que hay, reconociendo la utilidad de los sistemas y de las instituciones que estaban antes de que tuvieran poder. 

Los hombres del sistema, por el contrario, parecen enamorados (intoxicados, dice Smith), con la “belleza imaginaria de los sistemas ideales” y proponen, basados en esa intoxicación, reformas completas del sistema de gobierno y de la constitución de sus países. 

El hombre del sistema, explica Smith, 

(…) tiende a considerarse muy sabio en su propia opinión, y a menudo está tan enamorado de la supuesta belleza de su propio plan ideal de gobierno, que no puede permitir la más mínima desviación de ninguna parte de él. Procede a establecerlo completamente y en todas sus partes, sin tener en cuenta ni los grandes intereses ni los fuertes prejuicios que puedan oponerse. Parece imaginar que puede organizar los diferentes miembros de una gran sociedad con tanta facilidad como la mano organiza las diferentes piezas en un tablero de ajedrez. No considera que las piezas en el tablero de ajedrez no tienen otro principio de movimiento además del que su mano les impone. 

Pero, en el gran tablero de ajedrez de la sociedad humana, cada pieza tiene un principio de movimiento propio, completamente diferente al que el legislador podría elegir imponerle. Si esos dos principios coinciden y actúan en la misma dirección, el juego de la sociedad humana avanzará con facilidad y armonía, y es muy probable que sea feliz y exitoso. Si son opuestos o diferentes, el juego avanzará miserablemente, y la sociedad estará en todo momento en el más alto grado de desorden. 

Los hombres del sistema llegan al mundo político con un proyecto y quieren imponerlo. No conciben que haya actores privados con intereses propios, acaso contrarios al gran proyecto o a la gran idea. No parecen concebir, tampoco, que las instituciones existentes cumplen roles sociales importantes. Parecen aburridos con el mundo y con las cosas del mundo, sospechan de los arreglos espontáneos y de los motivos ajenos, y piensan que pueden lidiar con la complejidad con discursos fáciles y con ideas y proyectos que, finalmente, fracasan por la desmesura de quienes los proponen y la fricción que la imposición causa sobre una comunidad que tiene valores, prácticas e instituciones independientes del Estado y de los políticos. 

Leer a Adam Smith funciona como un antídoto para el pesimismo que ve en la sociedad algo esencialmente desordenado e injusto en que las personas actúan exclusivamente de forma egoísta. Smith ve en las relaciones privadas benevolencia y simpatía; en el Estado y en los mercados, Smith ve herramientas para aumentar la felicidad de toda la gente.  

Aprender de Smith es, en parte, aprender a ponerle atención al mundo y a la gente, y reconocer que lo que se impone en contra de los hábitos de la sociedad, y no usando la persuasión, no suele producir sino desorden, descontento y violencia. 

Es aprender a ver con humildad los límites de la acción unilateral en un mundo complejo. 

Nota: otros dos aniversarios que vale la pena celebrar son los de Álvaro Mutis (1923-2023), el 25 de agosto, y el del Teatro Libre de Bogotá, que, para celebrar sus primeros cincuenta años, le va a regalar una función de Hamlet a Bogotá el 24 de agosto. 

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...