El columnista Andrés Caro. Foto: La Silla Vacía

Durante los últimos días, he estado pensando en las ratas. 

Recordé la espera del metro, contando las ratas que aparecen y desaparecen en los rieles.

Recordé los ratones que vi en dos apartamentos en los que viví: una rata enorme y oscura en una terraza, un ratón gris que cruzó la cocina, y que volví a ver, no hace muchos meses, saltar de la estufa al suelo. 

He estado pensando en las ratas por un video que vi en Twitter y por los comentarios que miles de personas hicieron.

No voy a poner el enlace al video, pero lo voy a describir. 

El video muestra un andén. 

Un hombre joven está tirado en el andén, recostado sobre un muro. Su cabeza se mueve de una forma extraña. Está aturdido. Su cara está roja e hinchada por los golpes. 

No dice nada. Parece que no puede decir nada. 

A su alrededor hay un grupo de hombres. Uno de ellos, con camisa azul, le grita “¡Trabaje!”, y lo insulta. 

El video también muestra a un hombre, con camisa rosada, que se sostiene en otro. Parece ser la víctima. El hombre en el suelo es el ladrón que lo acaba de robar.

El de rosado señala al hombre tirado, al ladrón, que sigue semiconsciente. 

Otro hombre, de verde, le pega dos patadas al ladrón, que no reacciona, mientras otros le gritan “gonorrea”. 

Vuelve a aparecer el hombre de azul. Se agacha y señala al ladrón. Le dice: “gánese la plata sudando, maricón,” y le pega una cachetada. 

El hombre, el ladrón, gime. No se entiende lo que intenta decir. 

Al fondo suena una sirena. Vemos que dos policías han estado parados, sin hacer nada, durante todo lo que va del vídeo. 

Por supuesto, el video no deja ver si los policías estuvieron durante la golpiza al ladrón, antes de que estuviera tirado. Pero sí deja ver que estuvieron ahí, parados, viendo cómo otras personas lo golpeaban durante más de un minuto. 

Mientras un policía lo esposa, uno de los hombres vuelve a golpear al ladrón. Esta vez le pega una patada entre las piernas. Otro hombre le mete las manos en los bolsillos, para ver si tiene cosas que pueda sacarle. 

El hombre de azul se acerca y le pega cuatro puños en las costillas. 

El hombre de verde le pega otra patada. 

Como está esposado, además de inconsciente, el hombre no puede defenderse. 

El policía que está de pie se le acerca al de verde, como diciéndole “no más”. Alguien, al mismo tiempo, dice “ya, ya, ya”. Luego, el policía arrastra al ladrón hasta su camioneta. 

El video termina con la imagen de la cara ensangrentada del hombre. 

En Twitter, puse un mensaje diciendo que la Policía tenía que investigar, expulsar y denunciar en la Fiscalía a los policías que no hicieron nada para evitar que un grupo de ciudadanos golpeara a una persona que estaba bajo su protección y que, en ese momento, no se podía defender. Me parece que los policías incurrieron en prevaricato y en lesiones personales por omisión.

No me esperaba la reacción que iba a tener el trino; normalmente pasan más o menos desapercibidos. 

Este no. 

El trino ha tenido más de dos mil comentarios, y lo han visto 900 mil personas. Muchos de esos comentarios expresan indignación ante las imágenes, pero la mayoría son de indignación ante la crítica a los policías.

Algunos de esos comentarios fueron bastante perspicaces: “eres un tonto, muchacho”. Otros parecen un chiste, teniendo en cuenta mis columnas y mis opiniones públicas. Me dijeron, por ejemplo, “rata petrobestia” o “idiota petrista”.  

Muchos de los comentarios volvían sobre la idea de que, al criticar a la Policía por no proteger al ladrón, yo estaba, necesariamente, justificando al ladrón. 

Otros dijeron que yo estaba defendiéndolo porque nunca me han atracado (no es verdad, pero no importa), o porque yo mismo soy un ladrón. 

Muchos otros apelaron a insultos homofóbicos. Defendí al ladrón no porque no me hubieran atracado nunca, o porque soy ladrón, sino porque era la pareja del ladrón. Me dijeron, entre otras cosas, “novio del ladrón”, “esposo del ladrón”, “maricón”, “móntele pieza”, “dale un hijo”, “abrazarrata” y, mi favorito, “dale culo al ladrón, masca mondá!”. 

Algunos comentarios fueron amenazantes: “sería bueno que en un atraco te asesinaran”, dijo alguien. Otro dijo que “la gente que defiende a ladrones capturados merece el mismo trato que recibió el ladrón por parte de la comunidad”. En esta línea, alguien me mandó directamente al infierno: “yo si espero que cuando todo acabe exista un espacio en el infierno donde los defensores de ratas sean castigados como se lo merecen!!”. 

Algunos otros comentarios no eran propiamente amenazantes, pero sí violentos: “cuando le saquen las tripas por robarle el celular le violen a su mamá a su novia a su esposa o a su hija lo veré llorando por perdón para los delincuentes (…) El q no sepa vivir en sociedad q la sociedad misma lo extermine”, dijo uno. 

Aquí está el punto central: el del exterminio y el de la deshumanización que precede y que permite el exterminio. 

El argumento es sencillo. Los derechos son atributos de las personas, sí, pero, como alguno dijo, “un ladrón no es persona,” y, por lo tanto, como escribió otro, “no tiene derechos”. 

Los derechos, para las personas que apoyaron la golpiza, son atributos que pueden perderse: cuando una persona roba, esa persona deja de tener derechos. Deja, de hecho, de ser persona. Se convierte, así, en animal o en algo que merece ser golpeado (“qué linda es la paloterapia para las ratas”), y que puede y debe ser exterminado.

Por eso se vuelve, siempre, a la imagen de las ratas, al nombre de la rata que reemplaza al de ladrón y que reemplaza, claro, al de la persona. Así, la imagen de las ratas (oscuras y sucias, apareciendo y desapareciendo en las vías del tren o en las esquinas de las casas) se asimila a la de los ladrones menos como una comparación entre unos atributos comunes (lo escurridizo, lo veloz, lo rastrero) que como una analogía que convierte al ladrón en algo que puede ser destruido, en una rata. 

Por eso, además de una teoría sobre los derechos, las personas que apoyan el linchamiento tienen una teoría sobre las personas, sobre los seres humanos. La dignidad, que bajo otras visiones es universal y es una característica propia hasta del ser humano más abyecto, se pierde cuando se le hace daño a otro. A su vez, la pérdida de la dignidad (del derecho a tener derechos, digamos) acarrea la exposición completa al daño: la persona que comete un delito queda expuesta al sufrimiento, y su sufrimiento no es objeto de la justicia. 

Cometer un delito expulsa a la persona de la protección de la justicia y de la ley, de la compañía y de la simpatía de los otros, y, en últimas, del género humano. La persona que roba se vuelve ladrón, se vuelve rata, se vuelve no-humano y deja de ser un prójimo. La proximidad que implica esa palabra (“prójimo” es el que está próximo, el que se mantiene cerca) se rompe cuando le decimos al otro rata. 

No pertenece, entonces, al género de los humanos, sino a una peste. 

Por eso, la justicia a la que se refieren los defensores del linchamiento es aún más radical, y mucho menos exacta, que la justicia del talión, del “ojo por ojo”, según la cual se debe responder a una acción con una acción idéntica. Bajo este ideal de la justicia, el linchamiento sería justificable únicamente cuando se haga como castigo de un linchamiento anterior. 

La economía punitiva que proponen los defensores del linchamiento supera incluso categorías centrales de la justicia como la proporcionalidad o el merecimiento. Para ellos, cuando se comete un delito, se pasa de un ámbito, el de los humanos, donde los derechos y las leyes funcionan, a uno distinto, el de las ratas, donde no hay justicia sino sólo eliminación. 

Este sistema no es uno de justicia por mano propia, sino de suplantación de la justicia por el aniquilamiento, por la expulsión del criminal del mundo que antes del delito compartía con los humanos. Bajo este ideal, la justicia humana es una contradicción, pues los seres humanos son incapaces de transgredir las leyes. En el momento en que las transgreden se vuelven otra cosa. Cruzan la línea de la justicia y, con eso, cruzan también la de la humanidad. 

Es tan radical esta visión que los defensores del linchamiento no ven lo que a los demás nos resulta obvio: que al golpear hasta la inconsciencia a un ladrón arrinconado se está cometiendo un daño más grave que el daño que el ladrón ha cometido. No ven esto, claro, porque, bajo el sistema que proponen, el ladrón ha dejado de ser persona, ha dejado de tener derechos, está fuera de la simpatía y de la protección, y se ha convertido en una cosa cuya única función es la de ser golpeada. 

Por eso no pueden ver el daño que ellos mismos causan. El daño y la víctima se vuelven invisibles, y la golpiza se vuelve algo inevitable y necesario. Esa golpiza, por supuesto, tampoco es censurable. 

Ellos, como el ladrón al que golpean, creen estar más allá de la justicia humana.

En el mundo de quienes quieren linchar a los ladrones, la justicia se reemplaza por el ajusticiamiento y, queriendo eliminar los robos aniquilando al ladrón, en realidad lo que hacen es aniquilar a la humanidad aniquilando a un ser humano. 

Curiosamente, casi ningún comentario se refirió a la injusticia particular a la que se refirió mi crítica: la de unos policías que incumplen su deber de proteger a una persona a la que han capturado. De hecho, muchas personas dijeron que la Policía debía premiar a esos funcionarios, que debían darles medallas y cervezas. 

¿Su logro? No interferir en una golpiza. 

(Su logro, en este caso, fue hacer que hasta el juez más severo deba declarar que la captura fue ilegal). 

Algunos comentarios sugirieron que, puesto en esa situación, yo no sería capaz de defender al ladrón, de ponerme entre sus agresores y él. 

Esto es probablemente cierto. 

Quiero pensar que, puestos en la situación de los hombres del video, la mayoría de las personas que comentaron no estarían dispuestas a golpear a una persona indefensa.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...