Hace unos días, Héctor Riveros publico una columna en La Silla Vacía en la que resaltó “las cinco cosas buenas que trajo el gobierno de Petro“. Aunque comparto una de las ideas fundamentales de la columna –que lo bueno del gobierno han sido los efectos indirectos que ha producido y que no le son atribuibles completamente–, creo que, si uno hace un balance de este año, no solo el gobierno y el presidente se rajan en lo más importante, sino también en aquellas áreas que, según el presidente, son las prioritarias de su gestión.

Riveros resalta el fortalecimiento institucional, y celebra que el gobierno aún no ha intentado capturar a los otros poderes públicos. También celebra que el gobierno haya conseguido “conformar una coalición plural”. Aunque reconoce que la coalición se le desbarató al presidente y que no ha sido reconstruida, considera que esto, a pesar de todo, es un éxito porque ha conseguido que los partidos hayan vuelto a ser actores relevantes en la política. 
 
También resalta el hecho de que varios de los funcionarios del gobierno pertenecen a poblaciones históricamente excluidas, a minorías étnicas, y que muchos de ellos han superado la pobreza y la exclusión antes de llegar a sus cargos públicos. 
 
Celebra que el gobierno ha sido relativamente ortodoxo en su manejo económico, y dice que los miedos del sector privado y de los “economistas clásicos” parecen infundados.
Por último, Riveros señala la alineación del gobierno con Estados Unidos. Según el, “Ningún gobierno había estado tan alineado con las políticas estadounidenses como el de Petro, tanto que a un sector de la izquierda más ortodoxa eso le parece inaceptable”. 
 
El análisis de Riveros es interesante porque intenta una defensa sobria de algunas cosas buenas que ha traído el gobierno. Sin embargo, en el intento de ponderar al gobierno, Riveros muestra lo difícil que es hacer esto. 
 
De las cosas que lista Riveros, cuatro serían atribuibles al gobierno: el manejo económico, el nombramiento de personas que vienen de minorías, la alineación con Estados Unidos y la coalición. Sin embargo, estas son banderas débiles e incluso inexistentes. 
 
Es cierto que el manejo económico del gobierno ha sido aceptable, y está lejos de ser catastrófico. La reforma tributaria que aprobó y que lideró el ex ministro Ocampo es una reforma que varios economistas consideraban necesaria y que no fue tan distinta a la que había propuesto el gobierno anterior. También es cierto que el desempleo ha bajado, que se ha disminuido el subsidio a la gasolina, y que el dólar parece estar estabilizándose. 
 
Sin embargo, la mayoría del recaudo nuevo que trae la tributaria se debe a los impuestos para las empresas de hidrocarburos, lo que hará que el Estado colombiano se vuelva cada vez más adicto y dependiente del petróleo y del gas (algo que contradice directamente los llamados constantes del presidente a descarbonizar la economía). Así mismo, como el presidente se dio cuenta hace unos días, la mayoría del recaudo nuevo se va a ir a pagar el servicio de la deuda, en particular de la deuda en la que incurrió el gobierno anterior para financiar los gastos de la pandemia. 
 
También, como advirtió el Comité Autónomo de la Regla Fiscal (al que el presidente descalificó como un grupo de “empleados de Duque”, pero al que el exministro Juan Camilo Restrepo –no particularmente admirador del gobierno anterior– llamó “uno de los avances institucionales más importante que se ha dado en Colombia en los años recientes”), el marco fiscal de mediano plazo que presentó el gobierno no incluye los gastos que las reformas pensional y a la salud van a traer (¿será que el gobierno ya las da por hundidas?) y las cuentas optimistas del gobierno no dejan “margen de maniobra ante eventuales eventos adversos como podrían ser menores precios o producción de petróleo, una mayor desaceleración económica, una depreciación del peso o una inflación persistentemente más alta”.
 
Aunque los discursos en contra del capitalismo que ha dado el presidente en Colombia y afuera no parecen haber calado en sus ministros de hacienda, el gobierno está lejos de ser un gobierno ortodoxo. 
 
Esto podría no ser tan malo, y sería incluso previsible y deseable en un gobierno progresista. Lo que es más sorprendente es que el supuesto “primer gobierno de izquierda” de Colombia no haya logrado gastar la plata que tiene para implementar sus políticas públicas y que el presidente no se haya dado cuenta de que tener la plata es sólo la mitad del truco, que hay que saber gastársela, y que, para eso, hay que saber gobernar o nombrar a personas capaces de hacerlo. 
 
Quizás una de las cosas más interesantes que decidió hacer el presidente fue nombrar a personas que pertenecen a minorías históricamente excluidas. Así, por ejemplo, la ministra de educación es una mujer afrocolombiana y la embajadora ante las Naciones Unidas es una indígena. Estos nombramientos son muy importantes y sin duda muestran que este gobierno representa mejor a muchas poblaciones que nunca antes habían llegado a ocupar cargos públicos. El poder simbólico aún no se traduce en acciones concretas (hay que darles tiempo y juzgar a las personas por su capacidad como funcionarios públicos). Es diciente, sin embargo, que el presidente, que es incumplido, sea especialmente incumplido cuando tiene citas con comunidades y organizaciones sociales. 
 
A pesar de que no creo que uno de los puntos fundamentales para medir el éxito de un gobierno de Colombia sean sus relaciones con Estados Unidos, vale la pena decir que las de este gobierno son apenas aceptables. Esto es culpa del canciller, que ha perdido credibilidad en Washington y que ha sido displicente con la cooperación de Estados Unidos a Colombia, y que en sus viajes a Estados Unidos se ha dedicado más a interceder por el gobierno venezolano que a defender los intereses estratégicos de Colombia.
 
La formación de la coalición es un deseo que, aunque se asomó durante los primeros meses de gobierno, no resultó en nada: el presidente no ha logrado organizar un gabinete y no ha consolidado una coalición que le dé manejo en el congreso. De hecho, el ministro del interior, que ha sido un fracaso, no logró influir en la conformación de las mesas directivas del Congreso, y el presidente ha decidido gobernar con leales y con manzanillos de segundo nivel y, por el contrario, cada vez parece más lejos de conseguir acuerdos con los partidos tradicionales. 
 
Otro punto en el que la supuesta coalición y el liderazgo del presidente y del gobierno ha sido deficiente es en consolidar al Pacto Histórico como una fuerza política viable para las elecciones regionales. Como contó La Silla Vacía, el Pacto no inscribió candidatos propios para varias de las capitales y gobernaciones. En un año de gobierno, el presidente parece haber dejado sin aire a sus propias fuerzas políticas, que deberían estar frustradas con el gobierno. 
 
Finalmente, considerar como “una cosa buena que ha traído el gobierno” el hecho de que las instituciones han sido independientes y han ejercido sus poderes constitucionales para controlar los ocasionales desafueros del presidente y del gobierno es un poco exagerado. Por supuesto, este efecto indirecto es una respuesta adecuada, y confirma que en Colombia hay un gobierno constitucional que, a pesar de los defectos personales de quienes ocupan los cargos públicos, funciona de una manera aceptable. Estos efectos muestran un sistema que ha respondido relativamente bien a un gobierno y a un presidente que, en ocasiones, ha querido pasárselos por encima. Hablan bien del sistema, pero no del gobierno, y un sistema en tensión no es una buena noticia.  
 
Algunos de quienes defienden lo que ha pasado este año hablan de nuestra resiliencia institucional, y también de la forma como el presidente ha cambiado el juego político, activando fuerzas que no tenían visibilidad y haciendo que los partidos tradicionales y la oposición se refrescaran. Este efecto indirecto es menos convincente que el de la resiliencia institucional: los partidos tradicionales siguen igual de enquistados en la burocracia –el gobierno ha dado, pero no ha sabido cobrar–, y la oposición, por ahora, está dejando que el gobierno se caiga solo en las trampas y juegos que él mismo se ha puesto. 
 
El gobierno ha sido al tiempo mediocre y grandilocuente, desorganizado y opaco, enredado y arrogante. La economía no ha repuntado, la seguridad sigue empeorando y amenaza las elecciones regionales, y el país parece sumido en discusiones sin mayor importancia –comparadas con los desafíos enormes que tiene en la realidad– provocadas por las ocurrencias del presidente, y a la expectativa de la “paz total” –que puede ser un desastre en términos constitucionales y de seguridad, con sus ceses al fuego rotos– y de la suerte de la reforma a la salud. 
 
Mientras tanto, el gobierno no se ha terminado de armar y no ha logrado hacerse cargo de la administración. El presidente está más dedicado a usar el “bully pulpit” que a ejercer el poder. Los poderes increíbles que tiene el Estado –para transformar, para construir, para emplear, para proteger– parecen quietos en manos de un gobierno que no sabe cómo usarlos, y de un presidente que ha expulsado a los tecnócratas y a los expertos del gabinete, reclamando, más bien, una visión del poder basada en los símbolos y en las promesas, y que rechaza la ejecución y la técnica por considerarla una subordinación a los intereses privados. 
 
Al mismo tiempo, el presidente está perdiendo la legitimidad moral que había ganado haciendo debates contra mafiosos y paramilitares en el Congreso. Quedan pocas dudas de que a su campaña entró plata de esos mafiosos a los que con tanto entusiasmo y coraje denunció en el pasado. Benedetti lo insinuó en una grabación y Nicolás Petro se lo confesó a la Fiscalía.  
Me imagino que nos queda el consuelo de que, por ahora, el gobierno no ha sido la catástrofe que sus críticos más pesimistas predijeron. 
Ya estamos listos para celebrar que el gobierno ha sido solamente malo.  

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...