Este artículo fue escrito en coautoría con Sara Juliana Segura.

En el entramado de la administración pública local se presenta una realidad incontrovertible: la percepción general de la efectividad suele estar asociada a las figuras más visibles.

En este contexto de política personalista, la presión para obtener resultados recae de manera preponderante sobre estas figuras públicas de mayor visibilidad. Sin embargo, es necesario comprender que este enfoque es errado, ya que cada administración local es una entidad más compleja de lo que se aprecia a simple vista.

En su centro, se encuentra una red de funcionarios públicos que constituyen el alma misma de la organización. La efectividad de la administración depende en gran medida de las competencias y eficacia de este personal, así como de la calidad de sus procesos de trabajo.

La importancia de comprender y visibilizar este tejido subyacente no puede subestimarse. En esencia, es en el engranaje de esta red de funcionarios donde descansa en gran medida el éxito o fracaso del funcionamiento institucional.

Este éxito se refleja en la capacidad de la administración de gestionar y producir respuestas efectivas a las necesidades de las comunidades, brindando un acceso oportuno y transparente a la información, mientras se trabaja de manera continua en la estructuración de mecanismos efectivos para abordar y resolver distintas problemáticas.

Pero eso requiere una capacidad técnica sólida para adaptarse a la compleja arquitectura institucional que se ha desarrollado a lo largo de la evolución de nuestro Estado, y que tiene como telón de fondo la descentralización de sus entidades territoriales.

Así que, la selección de funcionarios públicos debiera regirse por principios de mérito y capacidad. Sin embargo, en la práctica, se ha convertido en una serie de procedimientos clientelares, burocráticos y de patronazgo gestionados por los operadores políticos de turno en cada entidad. Esto a menudo le resta importancia a la responsabilidad que debería recaer sobre quienes tienen la tarea de seleccionar a las personas encargadas de ejercer funciones públicas.

Las debilidades administrativas también son un obstáculo para la implementación exitosa de políticas públicas en las entidades territoriales. La gestión ineficiente de recursos financieros, la falta de capacidad para planificar y ejecutar proyectos sumado a la naturalización de la corrupción, son problemas comunes que afectan negativamente a la entidad.

Además de la dependencia de transferencias del gobierno central, que pueden conducir a la ausencia de autonomía financiera, lo que limita aún más su capacidad para diseñar e implementar políticas públicas que se adapten a las necesidades locales. 

A pesar de que es innegable que los recursos económicos son esenciales para el correcto funcionamiento de la entidad, no deben ser el único factor que condicione el desempeño de la capacidad institucional.

Tras 26 años de entrada en vigencia de la ley 388 de 1997, es claro que los mecanismos de ordenamiento se han ido consolidando en la cotidianidad de las entidades territoriales. Por ello, la capacidad que cada una tiene de hacer cumplir lo que allí se consagra determina el desempeño que nosotros como ciudadanos debieramos evaluar mediante veedurías y procesos de rendición de cuentas.

La evolución del ordenamiento territorial en Colombia

La década de los cuarenta del siglo anterior marcó un hito en América Latina al dar inicio a un proceso de urbanización, que demandó una respuesta estatal en términos de planificación territorial y una creciente gestión institucional de demandas ciudadanas.

En Colombia, este reto se abordó mediante diversas iniciativas legislativas, tales como la Ley 61 de 1978 conocida como la Ley Orgánica del Desarrollo Urbano y la Ley 9 de 1989 denominada Ley de Reforma Urbana.

No obstante, en 1991, con la promulgación de la nueva Constitución, estas leyes se vieron sometidas a demandas de inconstitucionalidad que dieron lugar a una revisión del ordenamiento del territorio y de los procesos de urbanización.

La Constitución de 1991, consolidó al municipio como la unidad básica para la organización político-administrativa del país y estableció tres principios orientadores del ordenamiento del territorio: la función social y ecológica de la propiedad, la primacía del interés general sobre el particular y la distribución equitativa de las cargas y los beneficios. 

A pesar de estas reformas, Colombia ha enfrentado desafíos considerables en la implementación efectiva del ordenamiento territorial. La descentralización, si bien es esencial para adecuarse a las realidades locales, también ha evidenciado debilidades institucionales que han resultado en una crisis de gobernabilidad en todo el territorio.

La implementación de políticas territoriales requiere una estrecha colaboración entre la Nación, las entidades territoriales y la sociedad civil. Solo a través de esta colaboración se pueden superar las debilidades técnicas y administrativas para garantizar un correcto ordenamiento del territorio. En respuesta a estos desafíos, la Ley 388 de 1997 se convirtió en un pilar fundamental en el proceso de ordenamiento territorial.

Uno de sus objetivos más destacados fue promover la colaboración armoniosa entre la Nación, las entidades territoriales y las autoridades ambientales en el cumplimiento de las obligaciones constitucionales y legales relacionadas al ordenamiento del territorio.

Mediante la implementación de herramientas de planificación que se constituyen en la hoja de ruta para el desarrollo de los municipios. En palabras del Profesor Ignacio Mantilla, exrector de la Universidad Nacional de Colombia, “esta ley sentó las bases para que el ordenamiento del territorio sea considerado una función pública”.

En defensa de la capacidad institucional

Para comprender adecuadamente el concepto de capacidad institucional en el contexto de las administraciones locales, La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en las palabras de Rodrigo Martínez, define capacidad institucional como “la aptitud para generar y aplicar conocimientos y habilidades en la implementación de políticas y programas, garantizando la efectividad y sostenibilidad de los mismos”.

Desde esta perspectiva, la capacidad institucional se relaciona estrechamente con la habilidad que cada entidad tenga para cumplir con sus objetivos y funciones. 

El Banco Mundial, por su parte, refuerza esta noción, definiendo la capacidad institucional como “la habilidad de una organización para cumplir sus funciones y objetivos”. Esto resalta la idea de que la capacidad institucional no solo implica la implementación de políticas y programas, sino también la capacidad de cumplir con sus funciones en general.

Se podría señalar entonces que la efectividad de las entidades territoriales en Colombia está atada a la capacidad que tienen sus funcionarios para cumplir con el contenido de los planes de desarrollo mediante la gestión efectiva de los procesos necesarios para ello. 

Por otro lado, el concepto de gestión pública se asocia directamente con los resultados que una administración pueda alcanzar y se describe como un proceso completo, sistemático y participativo que se compone de tres etapas fundamentales: la planificación, la ejecución y el seguimiento y evaluación de las estrategias de desarrollo en términos económicos, sociales, ambientales, físicos, institucionales, políticos y financieros, todo ello basado en metas acordadas de forma democrática.

En esta perspectiva, la gestión pública tiene como objetivo lograr resultados efectivos y eficientes en la reducción de la pobreza y la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos (Ddts, 2004). Según el Departamento Nacional de Planeación en el documento “Gestión pública local”, los municipios funcionan esencialmente como una entidad con objetivos empresariales, cuyo propósito final es asegurar el bienestar de sus residentes.

Operan gestionando recursos y procesos para proporcionar servicios públicos, como atención médica, educación y servicios sociales, además de impulsar el desarrollo económico. Esta gestión se basa en políticas, programas y metas, todos dentro de los límites de recursos disponibles y en consonancia con las competencias legales otorgadas por la Constitución y las leyes. La eficacia de la gestión municipal radica entonces en la coherencia y armonización de normativas, recursos y procedimientos (Ddts, 2004).

Además, un elemento crítico para evaluar la capacidad institucional de las administraciones locales, es su competencia para mediar en acuerdos entre terceros privados y conocer y gestionar los regímenes de contratación estatal.

Esta función es esencial para la efectividad de las administraciones en su empeño de llevar el desarrollo real a sus territorios por medio de proyectos de infraestructura y obras públicas, que tienen un impacto directo en la calidad de vida de sus habitantes.

Sin embargo, este proceso va más allá de las relaciones comerciales convencionales. Implica la gestión de recursos públicos y, en última instancia examina el nivel de capacidad técnica necesario para participar en el sistema de financiación pública, con el propósito de obtener inversiones que deben administrarse de manera eficaz para que las obras se traduzcan en un desarrollo material y humano en el plano local.

Es por esto, que podemos señalar que el desarrollo de estas capacidades es un factor determinante en el avance social y económico de cada territorio, y la carencia de ellas o su marcada debilidad puede desencadenar problemas que afecten la gobernabilidad local. 

Como lo señala la ley 388 de 1997 la prestación de los servicios públicos, los usos del suelo y los procesos de recaudo, entre otros temas, quedarán pactados en los planes de ordenamiento. Con este precepto se reafirma la responsabilidad que recae sobre las autoridades encargadas y los funcionarios públicos, que deben velar por el correcto desempeño de la respectiva entidad, puesto que sería imposible atribuir tal cantidad de procesos, solo a la figura pública que mediante elección popular se constituye como la cabeza administrativa del municipio.

En este sentido, parte del fortalecimiento de la capacidad técnica y administrativa de las autoridades locales pasa por el desarrollo de indicadores de evaluación que permitan medir y mejorar su desempeño de manera continua.

A modo de conclusión, se puede afirmar que la capacidad institucional de las entidades territoriales es un componente importante de la gobernanza efectiva y el desarrollo local. Para determinar esta capacidad, es necesario prestar atención a factores fundamentales, como el desempeño de la función pública, la transparencia y la habilidad para mediar y alcanzar acuerdos estratégicos.

La administración local es mucho más que sus figuras visibles (alcalde y secretarios); es una maquinaria compleja en la que cada engranaje y cada funcionario, desempeña un papel fundamental. 

Es profesor en la Universidad del Norte. Se doctoró en estudios americanos con mención en estudios internacionales en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Sus áreas de interés son negociaciones de paz, conflicto armado y seguridad ciudadana.