cortes.jpg

La trayectoria de la justicia colombiana está marcada por la búsqueda de la independencia judicial, pero también por “crisis”, escándalos y percepciones negativas sobre la cúpula judicial.

A raíz de las recientes noticias que involucran a ex magistrados de las altas Cortes y a altos funcionarios de la rama judicial, conviene recordar las “crisis” o lo que podríamos denominar como percepciones negativas sobre la cúpula judicial colombiana.

Para empezar, las percepciones negativas de la sociedad colombiana acerca de las conductas de algunos de los miembros de las altas Cortes no son nuevas.

En una buena medida, en el pasado ese rechazo tenía que ver con la politización o el alineamiento partidista de esas corporaciones en determinadas coyunturas, bien sea por el origen de sus magistrados o por sus sentencias. Es decir que en muchas ocasiones el reproche apuntaba a la falta de independencia judicial y por eso a lo largo de la trayectoria del régimen político colombiano hubo iniciativas y diseños institucionales para intentar fortalecer la independencia judicial.     

Es así como durante una gran parte del siglo veinte hubo profundos debates sobre el “mejor modelo” para conformar las altas Cortes. En la Constitución de 1886 el presidente de la República postulaba a los candidatos a ocupar las magistraturas vitalicias en la Corte Suprema de Justicia y el Senado de la República los confirmaba.

La reforma constitucional de la Asamblea Constitucional hecha a la medida de Rafael Reyes en 1905 puso fin a las magistraturas vitalicias del modelo “regeneracionista” y les fijó un período de 5 años con posibilidad ilimitada de reelección.

Luego la célebre reforma constitucional de la Unión Republicana en 1910 determinó que el Congreso elegiría a los magistrados de ternas postuladas por el presidente, pero mantuvo el período quinquenal y la reelección. Ese diseño se mantuvo hasta el plebiscito de 1957, aunque recordemos que tras la declaratoria de estado de sitio del presidente Mariano Ospina Pérez en 1949 se clausuró el Congreso y por tanto en 1950 no hubo elección de la Corte Suprema sino que el Ejecutivo designó a los magistrados por decreto de estado de sitio.

Esa “provisionalidad” duró hasta 1958, pues no se eligieron magistrados en el gobierno fallido del presidente Laureano Gómez ni en el régimen militar 1953-1957 sino que el Ejecutivo los designó por decretos legislativos.

Con el retorno al gobierno civil en el Frente Nacional, el plebiscito de 1957: (i) reestableció las magistraturas vitalicias en la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, (ii) fijó el sistema de cooptación según el cual esas mismas corporaciones llenarían sus vacantes, y (iii) estableció la paridad política en ambas Cortes.

Es importante resaltar que el Congreso elegido en 1958, en plena transición del régimen militar, no aceptó fácilmente este “despojo” a la función electoral de magistrados de la cúpula judicial que tenía desde 1910: no solo intentó  poner fin a la reforma plebiscitaria y regresar al modelo antiguo sino que hubo fuertes tensiones entre las tres ramas del poder público sobre la aplicación inmediata de las reglas de 1957.

La Corte actuó con rapidez y por el sistema de cooptación cubrió un par de vacantes inesperadas que se presentaron a inicios de 1958, pero luego de fuertes presiones del Congreso, el Ejecutivo remitió sendas ternas para que aquel eligiera una nueva Corte Suprema.

Después de esa “primera Corte” del Frente Nacional se empezó a aplicar el sistema de cooptación hasta 1991, aunque con cerca de una decena de intentos fallidos de reforma al modelo por iniciativa del Congreso o del Ejecutivo.[1] 

Podría decirse que entre 1910 y 1991 las discusiones se centraron en definir el mejor diseño institucional para garantizar que las altas Cortes se alejaran de la política partidista. Es decir, la búsqueda de la independencia judicial. La reforma constitucional de 1910 pretendía un cierto equilibrio entre las tres ramas del poder público: a la integración de la cúpula judicial concurrirían las otras dos ramas.

No obstante, el diseño no estaba previsto para enfrentar las hegemonías conservadora y liberal, que lograron hacerse al Ejecutivo y a las  las mayorías en el Congreso, de modo que durante sus respectivos períodos elegían altas Cortes de mayorías del partido hegemónico.

Tales prácticas, sumada a los fallos que en alguna medida afectaran al partido opositor, eran leídas por la oposición política y por sectores de la ciudadanía como una politización inaceptable. En el plebiscito de 1957 las reglas sobre las altas Cortes fueron propuestas por la Junta Militar de Gobierno y se decía que ellas buscaban despolitizar la rama judicial y garantizar su independencia de los partidos Liberal y Conservador.

La percepción negativa hacia la cúpula judicial colombiana tuvo momentos de mayor intensidad. Por ejemplo, entre 1915 y 1935 sectores del partido Liberal consideraban que la Corte Suprema de Justicia integrada por una mayoría de magistrados de origen Conservador no era una garantía de imparcialidad.

Luego, entre 1936 y 1945 los conservadores  pensaban lo mismo sobre la Corte de origen Liberal; cuestión que se acentuaría más cuando esa corporación declaró la constitucionalidad de las severas medidas de estado de sitio decretadas por el Ejecutivo Liberal en contra de civiles conservadores y militares acusados de haber participado en la intentona golpista al presidente Alfonso López Pumarejo en Pasto en 1944.

Pero enfrentamientos de alto calado realmente ocurrieron en 1953 cuando la Corte Suprema de Justicia le renunció en pleno al general Gustavo Rojas Pinilla luego de que este acusara a la rama judicial de ser poco técnica y estar politizada, juicio que al parecer compartían amplios sectores de opinión de la época. Rojas solucionó el problema nombrando otra Corte por decreto de estado de sitio, cuya mayoría de magistrados se mantuvieron en sus cargos hasta que en 1956 el general dictó otro decreto legislativo que creó dentro de la misma Corte Suprema de Justicia la Sala de Negocios Constitucionales, que tendría a su cargo los juicios de constitucionalidad.

A la medida de Rojas, que buscaba conformar un pequeño “tribunal constitucional” afín al régimen, le respondieron con su renuncia más de la mitad de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, en protesta por la injerencia del Ejecutivo en la rama judicial.  

En la década de los sesenta también surgieron percepciones negativas sobre la cúpula judicial a raíz de fallos de la Corte Suprema de Justicia que afectaban intereses de grupos políticos.

En los setenta también se registraron esas lecturas por parte de sectores de opinión y del propio gobierno, que interpretaba que había sentencias de la Corte dirigidas a proteger el estatus quo de la propia cúpula judicial; por ejemplo los fallos de la Corte de 1978 y 1981 que declararon inconstitucionales dos reformas constitucionales. En especial la reforma de 1979 que cambió el sistema de elección de magistrados, les fijó períodos a la magistratura en el Consejo de Estado y la Corte Suprema de Justicia, le atribuyó más funciones de “tribunal constitucional” a la Sala Constitucional, y además creó el Consejo Superior de la Judicatura.

Como sabemos, la Constitución de 1991 modificó profundamente la cúpula de la rama judicial. Se acusa a las funciones electorales de las altas Cortes de ser atribuciones problemáticas, pues no solo desvían a los magistrados de la función primordial de impartir justicia sino que, al parecer, facilitan el clientelismo y el tráfico de influencias dentro y fuera de las corporaciones. También se discuten los sistemas de integración de las altas Cortes.

De igual modo, se debate sobre si los magistrados deberían llegar a una edad mayor para que así luego de su período se evite que regresen a las Cortes como litigantes o desplieguen sus redes en esas corporaciones para intentar favorecer a sus representados.

Asimismo, se habla de una meritocracia en las altas Cortes, extendiendo la que ya existe en todos los niveles jerárquicos por debajo de ellas. No obstante, tanto a través de la historia del país como en la coyuntura actual, seguimos más enfocados en el origen y conformación de las altas Cortes pero menos en la rendición de cuentas de quienes las integran. Y este es un asunto central de la discusión.

La historia colombiana también muestra momentos previos a 1991 en los que las altas Cortes resistieron diseños que les imponían controles, aunque también hubo períodos en donde podían ser investigados disciplinariamente por la Procuraduría General de la Nación.

En los tiempos recientes el debate sobre la rendición de cuentas, entendida como la responsabilidad disciplinaria o penal de los magistrados de las altas Cortes, parece enfrentar la “barrera” de la independencia judicial. En efecto, la  propia jurisprudencia de la Corte Constitucional con sentencias como la C-373 de 2016, que declaró inconstitucional la Comisión de Aforados, contribuye a reforzar la idea de que la responsabilidad de los magistrados de las altas Cortes está en las mejores manos con el antejuicio político que corresponde llevar a cabo al Congreso de la República.

Los hechos recientes vuelven a poner la mirada sobre  los mecanismos y los órganos adecuados para garantizar la buena conducta de los magistrados de las altas Cortes, más allá de la ética que supone el ejercicio de la magistratura.

No sólo basta con asegurar el origen y los procesos de selección de quienes integrarán las altas corporaciones judiciales, el otro elemento fundamental es la verdadera responsabilidad jurídica de los magistrados. La historia muestra que el Congreso de la República tradicionalmente ha sido más una “garantía” para los aforados que para la sociedad.

Parece que llegó el momento de pensar en los mejores mecanismos para asegurar la rendición de cuentas de la cúpula de la justicia colombiana sin que esto suponga una renuncia a esa larga trayectoria en busca de la independencia de la rama judicial. Es urgente evitar la captura de la rama judicial por parte de las conductas indeseables de sus propios integrantes. La independencia judicial también debe operar frente a las redes de corrupción, clientelismo y delito que al parecer intenta o ha pretendido tomarse importantes sectores de la justicia colombiana.                              

 


[1] Mario Alberto Cajas Sarria, La historia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, 1886-1991,  Tomos I y II, Universidad de los Andes- Universidad Icesi, 2015.

Es doctor en Derecho de la Universidad de los Andes, magister en Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, especialista en Derecho Público de la Universidad Externado de Colombia y abogado de la Universidad del Cauca. Es profesor y jefe del Departamento de Estudios Jurídicos de la Universidad...