Andrés Aponte y Luis Fernando Trejos
Andrés Aponte y Luis Fernando Trejos

La política de “paz total” del gobierno de Gustavo Petro es una nueva reedición del Estado y la élite gobernante de turno de entablar diálogos simultáneos con variados actores armados, para cerrar el capítulo violento que han padecido los espacios rurales del país por más de seis décadas.

Las críticas y debates en torno a los esquemas de negociación, la creciente percepción de ausencia de una estrategia de seguridad, que vaya de la mano con este nuevo intento de negociaciones paralelas, y la falta de un documento técnico que de luces sobre cómo aterrizará la “paz total” en las regiones, en particular porque no se ha logrado su principal objetivo (producir alivios humanitarios en las zonas que permanecen en disputa armada por las reconfiguraciones violentas en el posacuerdo), no se han hecho esperar.

Este artículo pretende abordar de forma general tres dimensiones que poco han sido discutidas por la opinión pública y los expertos y que en nuestra opinión marcan algunos de los retos y dificultades por los cuales atraviesa este nuevo intento de negociación maximalista.

En primer lugar, abordamos el tema de las capacidades y posibilidades que tienen los arquitectos de la paz y las instituciones que lideran o los acompañan. Segundo, la incidencia e impacto que tiene la nueva ontología de la violencia en el actual ciclo violento. Y, tercero, señalamos la constante reedición que se da en el campo discursivo por detentar un anhelado reconocimiento político. Sobre este último punto,  señalamos la importancia que le otorgan ciertas insurgencias y algunos analistas a la ficticia división que puede haber en el mundo concreto entre política y criminalidad.

La arquitectura de la “paz total”: actores e instituciones

Estamos frente a una cruda realidad: el año y medio que lleva la “paz total” ha dejado patentado que la buena voluntad política y un cambio en el discurso no es suficiente para alcanzar el fin de un conflicto armado. La paz, como todo político, está compuesta por una constelación de actores, con diversos intereses y agendas que hacen de ella una apuesta arriesgada y compleja, que demanda planificación y deja poco espacio para la improvisación.

Además, la apuesta de llevar a cabo múltiples intentos en diversos frentes de negociación requiere tanto una planeación estratégica individual y colectiva, como un profundo conocimiento del funcionamiento estatal, un importante músculo institucional y un equipo humano con experiencia, conocimientos teóricos y conceptuales. La apuesta no puede solo basarse en desescalar el conflicto, sino en buscar atacar las raíces y causas objetivas y subjetivas que legitiman a los ojos de los grupos armados sus banderas de lucha.

Los intentos de diálogos y negociaciones aciertan al dar un tratamiento diferenciado a los actores armados. La cuestión es si esa receta es la adecuada, para evaluarlo hay que tener en cuenta dos factores que consideramos relevantes. Primero una coordinación interinstitucional y de parte de los arquitectos de la paz de cada negociación, que por el momento no indica que sea así.

Por un lado, están las negociaciones con los combos y bandas criminales en los espacios urbanos; por el otro, las negociaciones con el EMC y, finalmente, las del ELN y los ciclos en cabeza de la delegación. La salida de Danilo Rueda del Alto Comisionado para la Paz y el nombramiento de Otty Patiño introducen algunos cambios en este tablero.   

Señalamos esto porque de acuerdo con los que se pacte en un espacio de negociación o diálogo, puede afectar lo que suceda en otra arena; además, la precaria estrategia comunicativa de parte de estas iniciativas ha dejado que sectores opositores moldeen las percepciones en torno a las negociaciones. Esto, ha abierto de manera impremeditada una disputa dentro de los alzados en armas por ser reconocidos como el más grande y el más político, aun cuando se parte de que todos con los que se negocia tienen intrínsicamente este carácter .

Segundo, tenemos que preguntarnos si los intentos múltiples van acordes con las facetas organizacionales, políticas o ideológicas, aspiraciones de vida e ideas societales de cada actor armado y sus militantes. Algo de lo cual hasta ahora no tenemos idea.

Por otro lado está la seguridad. Parece que este gobierno sucumbió ante el falso dilema de creer que la paz implica disminución o sacrificio de esta. Hay cierto escozor y temor al mencionar la palabra y no hay una certeza en cómo atender situaciones problemáticas en materia de orden público en las zonas donde tienen presencia los actores armados.

Con esto no nos referimos a las operaciones y planes militares (Trueno) que se están llevando en el Cauca, sino a ¿que apuestas concretas hay para brindar seguridad y arrebatarle el monopolio de la violencia a los grupos armados? En efecto, esto juega en contra al gobierno, tanto en las mediciones de percepción de seguridad como en el respaldo frente a los intentos de negociación y de dialogo socio-jurídico (aun sin ley de sometimiento) instalados con los actores armados y criminales.

Las dinámicas actuales de la confrontación armada y la respuesta estatal muestran varios aspectos interesantes. Uno, que en poco o nada se han pensado las situaciones concretas por las cuales están atravesadas las disputas violentas territoriales. Dos, que no hemos descifrado como ofertarle seguridad a los pobladores de las áreas rurales donde está latente el conflicto. La actual situación de inseguridad ha venido aumentando aceleradamente en los distintos territorios subnacionales, ignorando que la paz también se construye garantizándole seguridad a los ciudadanos, especialmente los que habitan territorios controlados o disputados por grupos armados.  

Reconocimiento político a partir del control territorial

La “paz total” se ha vuelto un campo de disputa política por medios violentos. ¿Qué queremos decir con esto? Los actores armados están usando sus repertorios violentos para ganar espacio y legitimidad política porque que de ese reconocimiento depende que se pueda negociar políticamente con el Estado y puedan acceder a un proceso de justicia transicional o deban someterse a la justicia.

Más allá de su origen y teniendo en cuenta los cambios de nuestro conflicto interno, es importante que empecemos a discutir los alcances actuales del delito político en Colombia, teniendo en cuenta que ningún actor armado está luchando por la toma del poder nacional o la defensa o imposición de un metarelato político-ideológico. Es evidente la acelerada desideologización de nuestros conflictos, pero eso no implica que se estén despolitizando.

Es importante destacar que el objetivo de la toma del poder nacional ha sido cambiado por el de controlar archipiélagos territoriales periféricos que escapan a la vida institucional, tanto por el tipo de presencia estatal (bastante precario), como por los rasgos de sus pobladores y por las actividades económicas que se llevan a cabo.

Esto quiere decir que, a diferencia de años atrás cuando las FARC-EP o el ELN buscaban revertir la presencia del Estado a su manera, hoy no se persigue la destrucción o destierro de las instituciones públicas sino un funcionamiento instrumentalizado para consolidar unas gobernanzas violentas, que le permitan tanto consolidar su poder político como tener a la mano recursos materiales y humanos.

En estos contextos donde la institucionalidad es frágil los órdenes armados se consolidan en la medida en que la presencia de los grupos armados complementa o suple los vacíos institucionales. En esta medida creemos que la imposición o negociación de las reglas que regulan las interacciones sociales, políticas y económicas entre gobernantes (grupo armado) y gobernados (comunidades) es la base objetiva sobre la que se debería entender y analizar lo político en el actual ciclo violento.        

Una discusión que gira en torno al moralismo discursivo.

En Colombia ha habido una constante histórica. Sin importar el momento ni el proceso de negociación, luego del desarme y desmovilización de un grupo armado se han elevado voces que se han sentido con la autoridad moral para afirmar que aquellos que se mantuvieron en armas no eran más que expresiones violentas que habían perdido irreversiblemente su carácter político-revolucionario.

Desde los años 50 del siglo XX, con la desmovilización de las guerrillas y autodefensas liberales y comunistas, catalogadas en su momento como bandoleriles y criminales, pasando por la desmovilización de una parte del movimiento guerrillero durante las administraciones Barco y Gaviria con la Constituyente como telón de fondo, facilitando la denominación de las insurgencias que continuaron en armas como simples delincuentes organizados y/o narcotraficantes, hasta llegar más recientemente a la desmovilización de las FARC-EP a hablar de disidencias y otras expresiones neocriminales (narcotalía), nos encontramos nuevamente con una narrativa instalada en la que quienes se desmovilizaron sí tenían un verdadero carácter político-ideológico-revolucionario y quienes permanecieron en armas lo hacen por simple codicia.

Estas narrativas exponen no sólo un eterno retorno a la discusión sobre quienes pueden ser catalogados como “políticos”, sino también la visión teleológica y moralista que tienen algunos tomadores de decisiones, periodistas y analistas.

En cierta forma, este es un campo de continua disputa (especialmente durante contextos de negociaciones de paz) que usa reiteradamente un retrovisor histórico que refleja los “verdaderos ideales revolucionarios” de los años sesenta y setenta del siglo pasado como el mejor criterio para medir y calibrar la legitimidad política de quienes hoy se encuentran alzados en armas.

Ahora bien, lo que sí ha cambiado es la ontología de la guerra, pero los vínculos entre la política y las armas se mantienen intactos. Lo que debe analizarse es cómo estas interacciones o entramados han ido mutando en el tiempo, los tipos de acuerdos, los protagonistas, sus áreas de influencia, la presencia estatal, los pobladores, etc. En otras palabras, en los rasgos de las realidades territoriales concretas.

Quienes defienden el ascetismo del reconocimiento político como precondición para negociar están cayendo en la misma dicotomía de aquellos quienes negaban años atrás el status político de la insurgencia, por sus relaciones con economías ilegales, especialmente la de la coca. No es ni lo uno, ni lo otro. Los extremos se parecen. La experiencia y las evidencias concretas muestran que la realidad es mucho más compleja y que los actores armados tienen que equilibrar sus dinámicas violentas y de control territorial con las particularidades y aspiraciones de desarrollo e integración que tienen las comunidades que habitan los territorios bajo su control. El ejemplo más concreto de esta disyuntiva lo brinda el ELN en el Cauca. Durante los años noventa, en vista de los avances de la amapola y la coca, y a pesar de la negativa y deslinde de la comandancia nacional con los cultivos de uso ilícito, tuvo que dejar entrar esos cultivos en sus zonas, en parte, presionado por las comunidades para evitar el avance de las FARC-EP en sus zonas de influencia. Y como mostró su trayectoria en los años posteriores esta decisión no le resto ni poder político frente a sus bases ni minó su control territorial, todo lo contrario, le permitió resistir al embate fariano.

Es profesor en la Universidad del Norte. Se doctoró en estudios americanos con mención en estudios internacionales en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Sus áreas de interés son negociaciones de paz, conflicto armado y seguridad ciudadana.

Politólogo e historiador de la Universidad de los Andes. Maestro en Sociología de la Escuela de Altos Estudios (EHESS) (París, Francia). He trabajado para el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), el Centro Nacional de Memoria Histórica, como analista para la Fiscalía General de...