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Las siete masacres cometidas en agosto, ¿indican el retorno a un tiempo cargado de fusiles y de sangre? Un análisis de los logros del proceso de paz, de la reactivación de la violencia en ciertas regiones y de la negligencia del Gobierno encabezado por Iván Duque

Poco a poco el país ha ido dejando atrás un pasado luctuoso en el que las masacres fueron parte de la cotidianidad en el período más grave de la guerra (1988-2012), gracias a una paz conseguida por partes y con mucha dificultad por negociaciones entre 1990 y 2016, cuyos últimos hitos son la desmovilización pactada de los paramilitares agrupados en las AUC (2003-2006) y el Acuerdo de Paz entre el Estado y las disueltas Farc (2016). Desde 2015 se redujeron en más del 80 por ciento las muertes de soldados y policías por combates, ataques sorpresivos o emboscadas.

En el Hospital Militar Central, en Bogotá, pasaron de atender a 424 soldados heridos en combate a 12 uniformados. La práctica del secuestro cayó en un 98 por ciento. Las tomas violentas de poblaciones y el uso de cilindros bomba cayeron en un 99 por ciento. El proceso de paz con las Farc evitó la muerte de unas 9000 personas desde el cese al fuego unilateral al presente. Si en el período crítico en promedio morían violentamente 3,32 personas cada día, tras el Acuerdo de Paz la cifra se ubicó en 0,06.

Actualmente el panorama es sombrío, pues varias regiones están azotadas por una violencia creciente. Sólo en el mes de agosto, han sido cometidas siete masacres con 42 víctimas mortales, en Valle del Cauca (Cali), Cauca (El Tambo), Arauca (Arauca), Nariño (Samaniego y Tumaco), Norte de Santander (Puerto Santander) y Antioquia (Venecia), que anuncian el regreso a un tiempo cargado de fusiles y de sangre, si no se redoblan los esfuerzos por la implementación del Acuerdo de Paz y por atender los factores estructurales que están en el origen y la persistencia de la guerra.

La guerra ha bajado en intensidad, pero era previsible (y así lo diagnosticaron centros de investigación, observadores internacionales, organismos de derechos humanos, ONG’s y analistas del conflicto armado) que con el repliegue de las Farc durante el proceso de paz y su posterior desarme y disolución como ejército insurgente, los demás grupos armados (guerrilla del ELN, paramilitares y bandas criminales) se lanzarían a aprovechar los vacíos dejados por la vieja guerrilla y empezar a crecer sin desplegar demasiada actividad militar.

El Gobierno de Juan Manuel Santos logró el Acuerdo de Paz al final de su segundo período, y no alcanzó a hacer todo lo necesario para la reconstrucción social y económica en las regiones de influencia de las Farc (donde esta guerrilla creció, precisamente, por la ausencia de Estado y de un pacto constitucional efectivo y protector para todas las personas). El Gobierno de Iván Duque, en su rechazo al Acuerdo, se ha dedicado a una operación lenta de bajo cumplimiento y anulación por asfixia del pacto de paz.

Es clamoroso el olvido de las regiones donde han sido cometidas las masacres, así como de otras donde se ha reactivado la violencia: Chocó, el sur del Meta y norte de Caquetá, sur de Córdoba, Montes de María y sur de Bolívar y Antioquia (Urabá, Norte, Bajo Cauca y Nordeste), que suman entre sí 76 municipios que técnicamente están en guerra. Allí la guerra continúa entre el Estado, los grupos armados del ELN, las disidencias de las Farc y los grupos paramilitares de segunda y tercera generación (Los Rastrojos y sus aliados, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y sus aliados, y La Gente de los Llanos Orientales), pero la violencia presenta nuevas dinámicas.

Se mantienen las motivaciones originales (insurgencia armada y toma revolucionaria del poder vs. contrainsurgencia armada y defensa violenta del orden imperante), pero se acentúa la racionalidad económica utilitaria, de manera que la violencia colectiva y organizada es un medio para conseguir ingresos, alterar las condiciones de intercambio existentes en los territorios y conectarse con los grandes negocios de la economía globalizada tanto legales (maderas tropicales, oro, ganado, minerales raros), como ilegales (coca, marihuana, amapola, armas).

Son asesinados líderes sociales y exguerrilleros de las FARC y sus familiares que caen víctimas de asesinatos selectivos, y ahora más recientemente indígenas, campesinos y  jóvenes en masacres, posiblemente por negarse a servir de enlaces en el tráfico de drogas en los pueblos y ciudades, por negarse a enrolarse como combatientes o elegidos al azar para sumir a las comunidades en el pánico, producir la parálisis de la vida social y el aislamiento y así impedir la articulación de formas resistencia civil frente a los embates de los actores armados.

Los asesinatos selectivos y las masacres se cometen con el fin de imponer terror y obediencia a la población, mientras cooptan autoridades locales y a la policía, y toman el control del mercado de productos ilícitos (las rutas del contrabando, de salida y comercialización de drogas, la maquinaria y explotación ilegal de minas y los expendios de droga barriales). Más que la conquista plena de un territorio para imponer un orden contraestatal o paraestatal, estos grupos se mueven por el control de economías ilegales y la fidelización de sectores sociales muy precarizados que sobreviven por medio de estas economías.

Esa es la Colombia de la ruralidad y del olvido, de la presencia precaria y fragmentaria del Estado, donde se hace difícil diferenciar la violencia política asociada a la guerra de la violencia privada asociada a intereses económicos. Sobre todo del narcotráfico colombiano, aliado de los carteles de la droga de México, que mayoritariamente mueven las drogas producidas en Colombia por la olvidada costa del Pacífico.

Aprovechando la coyuntura de un país cuya población y autoridades han volcado su atención a la pandemia del covid-19, los grupos insurgentes y paramilitares transitan por veredas y pueblos fantasmales donde agreden a los habitantes, los obligan a soportar múltiples cargas económicas, y los masacran cuando no colaboran. 

La situación es de extrema gravedad, y es deplorable la negligencia del Gobierno, encabezado por el presidente Iván Duque, a quien sólo se le ha ocurrido en este difícil mes de agosto:

a) Dedicarse públicamente a rezarle a la virgen de Chiquinquirá y pedir que le abran la Catedral Primada de Bogotá para ir a rezarle al Dios de los católicos para que proteja a Colombia, olvidando que este es un Estado laico, donde rige la separación entre la Iglesia y el Estado, y no es tarea de ninguna autoridad orar por los feligreses, sino gobernar para todas las personas y proteger sus derechos fundamentales. El país es pluralista y conviven creyentes de centenares de dioses, ateos y agnósticos amparados en una Constitución que reconoce la libertad de religión y de cultos y que no compromete a los poderes públicos con ningún credo.

b) Ir a visitar este sábado 22 de agosto el departamento de Nariño, donde ocho jóvenes fueron masacrados, y decir que las seis matanzas que han sucedido no son masacres, sino “homicidios colectivos”, como si cambiando de nombre a los hechos, estos desaparecieran. Como si los eufemismos borraran la terrible realidad, algo que es tan ofensivo para los familiares de los asesinados en las masacres y para el pueblo colombiano como cuando los guerrilleros del ELN y exguerrilleros de las Farc llaman al secuestro “retención”, pretendiendo que semejante conducta no es tan grave y las víctimas exageran.

c) Mostrar en la misma visita unas estadísticas que indican que, después de todo, la situación no es tan grave, pues la violencia siempre ha sucedido en el país, y culpando de la situación actual a su predecesor, Juan Manuel Santos, por haber tenido seguramente la insensatez de buscar una solución pacífica y civilizada a esta feroz guerra. “Desde 1998 hasta hoy, año 2020, en Colombia se han presentado 1.361 escenas de ‘asesinatos colectivos’, ‘homicidios colectivos’”, dijo el presidente.

Deja mucho qué pensar un presidente de la República que en la hora del horror elude la responsabilidad política y se escuda tras los parapetos de oraciones, eufemismos y estadísticas. Esta es una nueva ofensa para las víctimas y un insulto a la inteligencia de todos los ciudadanos. Tiene el deber de gobernar y de gobernar bien, utilizando para ello categorías seculares relativas a la vida común en la pólis y a los asuntos públicos, el más urgente de los cuales es el problema de la guerra y las vías a la paz y la consiguiente implementación de los Acuerdos de Paz (que obligan al Estado y a sus gobernantes, más allá de su ideología política y de sus sentimientos personales) en todo el territorio nacional.

Particularmente, en las regiones de histórico abandono de las instituciones públicas y devastadas por la guerra, se requiere voluntad política, asignación de recursos y creatividad para actuar con eficacia para impedir el avance de los grupos armados y producir un cambio en las condiciones de vida de la población, con inversión en infraestructura, provisión de servicios básicos como escuelas y hospitales, acueductos, puentes, alumbrado y administración de justicia, así como reforma rural integral, titulación de tierras, acompañamiento a iniciativas productivas de familias y comunidades.

Sólo integrando a la Colombia de las zonas de frontera, de las selvas y los pueblos olvidados se hace estable y duradera la paz que hemos alcanzado y la que podemos alcanzar. Sólo con una visión que reclame con valentía y firmeza un nuevo tratamiento al tema de las drogas, puede Colombia salir de la sangrienta guerra que se ha hecho inacabable por el poderoso influjo del narcotráfico, el más próspero negocio capitalista con ganancias del 700 por ciento para los eslabones más altos de la cadena, un capitalismo mafioso que financia a todas las partes en conflicto y que hizo que la guerra sea para algunos más útil que la paz.

Es hora de que el tema de las drogas sea tratado como asunto de salud pública y no un asunto de criminalización y guerra, como hasta ahora. Es la prohibición la que crea el problema y la que convierte la demanda de sustancias estimulantes desde el primer mundo en el negocio más rentable del mundo, junto con el tráfico de armas.

Estudié periodismo en la Universidad de Antioquia y trabajo en La Silla Vacía hace dos años. Primero como practicante y luego como periodista, cubriendo las movidas de poder en Antioquia y el Eje Cafetero. Contacto: slopera@lasillavacia.com

Es profesora de filosofía del derecho y directora del grupo de investigación justicia y conflicto en la Universidad Eafit. Se doctoró en derecho en la Universidad de Zaragoza. Sus áreas de interés son teoría de la justicia, derechos humanos, guerra irregular en Colombia, derecho internacional humanitario,...