Adrián Restrepo, investigador y docente en la UdeA.
Adrián Restrepo, investigador y docente en la UdeA.

El 5 de mayo de 1994 fue expedida la sentencia C-221 que despenalizó el consumo de sustancias psicoactivas en Colombia. Esta sentencia dio renombre al entonces magistrado de la Corte Constitucional Carlos Gaviria Díaz, quien fue el ponente. Y con él la Corte mostró el carácter garantista de los derechos de las minorías ciudadanas, como establece la Constitución política de 1991. 

Esta sentencia contribuyó a la fama de Gaviria de ser “el Hereje”. En efecto, afirmar, como hace la sentencia, que un consumidor de drogas ilegales por consumirlas no deja de ser ciudadano y que al hacerlo ejerce el libre desarrollo de la personalidad, tenía que ser —y sigue siendo— toda una herejía contra el histórico dogma de la prohibición y la guerra contra las drogas ilegales que pregona todo lo contrario: los consumidores son enfermos y delincuentes. 

Para la Colombia de los noventa —como para parte de la de hoy —, un drogadicto por definición no tiene derechos, las drogas mismas lo han alienado. Por eso, en la legalidad existente, hasta antes de la sentencia, al consumidor se le denominaba drogadicto (enfermo) y, paradójicamente, el primer lugar de reclusión era la cárcel (delincuente) y no el manicomio. Este venía como segunda opción para el consumidor. Obligado a dejar de ser enfermo, por la cárcel y/o por el manicomio, si no lograba redimirse entonces de facto la pena capital.

La negación de derechos legalizada tuvo su correlato en el desprecio por la vida de los drogadictos que fueron asesinados a manos de quienes practicaban “la limpieza social”. Esto fueron actores de todo tipo –incluidos los actores político-militares que rentan del narcotráfico– que habían encontrado en la amenaza y la muerte violenta de los consumidores de drogas ilegales la solución al “mal ejemplo” y, así, una forma de aceptación y validación de cierto orden social “sano”. 

El muy merecido reconocimiento del magistrado Gaviria y la Corte de la época, sin embargo, deja al margen un hecho igualmente importante para lograr un fallo en el sentido expuesto. Esto es que la Constitución política de 1991 creó el ambiente favorable para que un ciudadano, Alexandre Sochandamandou, realizara una acción pública de inconstitucionalidad de dos artículos de la Ley 30 de 1986, Estatuto Nacional de Estupefacientes. La respuesta a esta acción fue la sentencia C-221 de 1994.

La participación de los ciudadanos, especialmente de los usuarios de drogas ilegales, ha sido fundamental para transformar el paradigma de la prohibición y guerra contra las drogas. Por ejemplo, la participación de este tipo de ciudadanía ha sido clave para el paulatino cambio de la legislación prohibicionista en distintos estados de Estados Unidos, logrando que hoy más de 20 hayan regulado el uso adulto de cannabis y más de 25 la marihuana con carácter medicinal. 

El avance es tal que el Departamento de Justicia, de quien depende la DEA, informó que reclasificará el cannabis pasándolo de la Lista I de fiscalización de drogas a la Lista III. Esto quiere decir que el cannabis dejará de estar en la lista de potencial abuso alto y sin uso médico recomendado. 

La ciudadanía también ha jugado un papel importante a nivel internacional al participar incidiendo en la diplomacia para transformar escenarios donde los Estados han formulado políticas públicas de drogas supranacionales, como el que era llamado Consenso de Viena, ahora disenso. La sesión de la Comisión de Estupefacientes, como hace cada año desde hace setenta años, en marzo estuvo reunida en la sede de la ONU de Viena. Pero en esta oportunidad la rutina diplomática del consenso fue rota.

Distintos países, encabezados por los Estados Unidos y Colombia, lograron que los participantes aceptaran votar la adopción del enfoque de riesgos y daños en consonancia con una política de drogas que debe reconocer la importancia de los derechos humanos de los usuarios de drogas ilegales. La votación fue aplastante, aceptando este giro en la política de drogas a nivel mundial. 

El disenso permitió unas mayorías favorables al cambio en el paradigma del trato con los ciudadanos usuarios, reconociendo algo que desde una perspectiva democrática debería ser obvio: los derechos de los usuarios de drogas. Perspectiva que, en países como Colombia, sigue siendo negada, a pesar de que la sentencia C-221 de 1994 reconoce esos derechos, incluido el derecho a terminar la vida consumiendo drogas, pero asumiendo, eso sí, la responsabilidad de las decisiones tomadas autónomamente. 

En Colombia la situación internacional del disenso de Viena, la disposición nacional de distintos actores institucionales para explorar cambios y una ciudadanía cada vez más involucrada en la política pública de drogas son una oportunidad para el diseño e implementación de un enfoque alejado de la guerra contra los usuarios de drogas ilegales y más cercano a los derechos humanos como los reconocidos por la sentencia C-221 de 1994.

Es investigador y docente en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia en Medellín. Allí coordina la línea de investigación en gobernabilidad, fuentes de riqueza y territorios. Es profesional en trabajo social, estudió una maestría en ciencia politíca y se doctoró en...