Columnistas invitados: Viviana González y Rodrigo Rogelis, miembros del Centro Sociojurídico para la Defensa Territorial Siembra, apoderados judiciales de los accionantes de la sentencia T-622 del río Atrato.

El envenenamiento por mercurio en el Atrato no cesa. Por el contrario, se extiende cada vez más en la región y por el país. Es contaminación con la sustancia no radioactiva más tóxica del planeta.

El mercurio, prohibido en Colombia desde el 2018, ha sido usado abiertamente en la minería ilegal desde finales de la primera década del siglo. El bajo Cauca antioqueño y los ríos del Chocó, como el Atrato y el San Juan, fueron de los primeros en afrontar esta problemática, que ahora se extiende por la Amazonía y otras regiones.

Debido a esta actividad minera, Colombia es el tercer país con mayor contaminación de mercurio del mundo: aportamos 75 toneladas anuales. Solo nos superan en volumen China e Indonesia.

Dadas las alertas en el Atrato por la intoxicación por este metal, autoridades étnicas de la región interpusieron una acción de tutela para encontrar respuestas institucionales ante la degradación del río. Sin embargo, seis años después de que la Corte Constitucional fallara el caso a su favor mediante la sentencia T-622, las cosas no parecen muy alentadoras.

¿La razón? Falta de determinación del Estado para afrontar el fenómeno de la minería ilegal.

Una foto de hace seis años

La sentencia T-622 fue pionera en abordar esta problemática de salud pública por contaminación mercurial, que se extiende más allá de las zonas de extracción minera, pues a través del aire y el agua sus efectos se vuelven transfronterizos.

De hecho, la declaración del río Atrato como el primer sujeto de derechos natural en el país fue una herramienta que utilizó la Corte para aplicar el principio de precaución ante esta contaminación, el cual impone la obligación de tomar medidas de protección ante el riesgo de un grave daño ambiental incluso sin la evidencia científica absoluta del mismo.

Para el momento del fallo, en 2016, había estudios preliminares que mostraban casos alarmantes de intoxicación por el metal, pero su alcance era insuficiente a nivel de cuenca. Por ejemplo, en estudios desarrollados por la WWF y la Universidad de Cartagena en Quibdó se detectó un promedio de concentración en humanos de 13 partes por millón (ppm) del metal, cuando el límite fijado por la OMS para evitar riesgos de salud es de 1 ppm.

La Corte entendió que esa información era preocupante pero insuficiente, por lo cual ordenó la realización de un amplio estudio toxicológico y epidemiológico en toda la cuenca con el fin de entender la problemática de salud a profundidad y así diseñar una respuesta institucional acorde.

Los estudios fueron ejecutados por la Universidad de Córdoba. En 2019 se tomaron muestras a más de 5 mil personas de 13 municipios de la cuenca. Sin embargo, los resultados definitivos no se conocen, pues la universidad aún no ha entregado la información de acuerdo a los requisitos que el Ministerio de Salud ha exigido para su estandarización estadística a escala de cuenca.

Sin embargo, La Silla Vacía tuvo acceso a resultados preliminares que advierten que en algunos municipios más del 90% de las personas que hacen parte de la muestra tienen niveles elevados de mercurio, incluso 40 veces por encima de lo permisible. Sumados a las preocupaciones por el mercurio, los resultados parecen alertar de riesgos por otros metales, como el plomo y el cadmio. 

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Este panorama es sumamente preocupante. Y tiende a empeorar.

Mientras siga la minería ilegal, la situación va a empeorar

Cuatro años desde que esos estudios fueron tomados, el uso del mercurio no ha parado y, por tanto, la exposición de la gente a este metal sigue creciendo de manera acumulativa. Y todo porque no ha sido acatada la orden sexta de la sentencia T-622 que obligaba a controlar y neutralizar la minería ilegal.

En la región, el coctel para que prospere la minería ilegal está dado: abundancia de recursos naturales, presencia de grupos armados que ejercen el control de gran parte de los territorios, instituciones públicas débiles incapaces de lidiar con el problema o que terminan directamente vinculadas a él, y grandes vacíos regulatorios sobre el comercio del oro y de los insumos. Esos son solo algunos de los ingredientes.

En el Chocó la operación es simple. Grandes inversionistas y mineros de otras regiones (como de Antioquia, pero también de Brasil o Perú) llegan a territorios de comunidades que practican minería tradicional. La presencia de comunidades con esta vocación es usada como indicativo de la presencia del metal.

Posteriormente, sin control oficial de las instituciones y pagando enormes sumas a grupos armados por protección y apoyo, instalan grandes dragas y retroexcavadoras, arrebatando a las comunidades el control de su territorio.

Muchos actores participan de este negocio ilegal. Se trata de toda una red de beneficio económico.

En el camino hacia las zonas de explotación se trafican insumos (como maquinaria pesada, vastas cantidades de gasolina y mercurio). Y de allí a las zonas de comercialización del oro extraído (compraventas locales, primero, y luego a las refinerías exportadoras en Medellín y otras grandes ciudades), los mineros reparten sumas de dinero a las instituciones locales y la fuerza pública que deben ejercer control.

Además, en las zonas de extracción los grupos armados cobran una extorsión a cambio de protección. Y, finalmente, a los dueños de los predios explotados les pagan un ínfimo porcentaje (que no se compadece con el estado en que les devuelven sus tierras, que quedan prácticamente inutilizables).

En territorio queda el mercurio y la destrucción de bosques y ríos, que son base de la cultura y la economía comunitaria, mientras que la mayor parte de los dineros salen de la región o terminan alimentando las redes locales de poder (para ver cómo es la operación minera, vean el documental y el informe “El Atrato es la vida”).

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Todos los actores involucrados reciben “su tajada” para mantener el negocio vivo, y la rentabilidad da para sostenerlos a todos. El aumento del precio internacional del oro y del dólar hacen que sea un negocio sin pierde. Los costos de los riesgos por los eventuales operativos militares están cubiertos.

La deuda del Estado

Por ello, la Corte Constitucional ordenó al Ministerio de Defensa liderar la formulación y puesta en marcha de un plan de acción para modificar de fondo las condiciones que permiten el despliegue de la minería ilegal. Sin embargo, esta orden está en abierto desacato, pues no se ha visto la menor voluntad para intervenir ninguno de los factores estructurales, sino que los responsables se limitan a presentar acciones paliativas como operativos militares sin ningún tipo de efectividad.

El enfoque militarista, concentrado en costosos operativos que se hacen de forma muy esporádica en las zonas de explotación, deja de lado el desmantelamiento de las redes comerciales y la complejidad de actores que se involucran en la cadena del oro.

Estos operativos no han servido para nada. Desde 2016 hasta 2022, se realizaron en promedio 12 operativos al año en los 10 municipios del Atrato con presencia de este tipo de minería, de acuerdo con datos de Siedco Plus de la Policía.

En ese mismo lapso, las hectáreas afectadas por este fenómeno aumentaron un 18%, pasando de 28.015 a 33.052. Es decir, casi la mitad de la extensión del suelo urbano de Medellín. En el año 2021, por cada 30 kilómetros cuadrados afectados se realizó apenas un operativo.

Esta política, cuyo interés es mostrar resultados numéricos de operativos, encarna otro problema, y es la falta de enfoque diferencial hacia la minería tradicional de bajo impacto, siendo esta pequeña minería la principal receptora de la persecución militar.

Por ejemplo, de 212 incautaciones de maquinaria realizadas en los operativos mencionados de los últimos seis años, el 35,8% son de grandes máquinas asociadas a la minería de alto impacto (volquetas, retroexcavadoras, dragas), mientras que el 64,2% restante representa pequeños motores y motobombas que también son usados por mineros tradicionales.

Seis años de soledad

Seis años después de proferida la sentencia T-622, los avances son agridulces. El Atrato es el único río del país que tiene un estudio tan completo en detección de mercurio y metales pesados; este tendría que ser base para una atención prioritaria que aún no se concreta. También se han hecho inversiones y avances importantes para definir la ruta para la restauración ambiental y productiva de la cuenca.

Pero nada de ello será efectivo si la causa del daño continúa.

Es preocupante que en seis años el Comité de Seguimiento de la sentencia (conformado por Procuraduría, Contraloría y Defensoría) no haya abierto investigaciones contra el Ministerio de Defensa por incumplimiento de la orden sexta del fallo.

Es preocupante, también, que la magistrada encargada de la verificación final no haya iniciado el proceso de desacato frente a los responsables de cumplir esta orden, pese a las reiteradas solicitudes de los accionantes, mientras que sí lo ha hecho frente a responsables de otras órdenes que presentan avances más concretos.

La extracción ilegal de oro está llenando muchos bolsillos, de actores legales e ilegales, dentro y fuera del país. Y mientras este fenómeno siga sin un doliente que asuma la responsabilidad de atacar las causas estructurales de este flagelo, el Atrato seguirá siendo un río envenenado.