Andrés Moya

Al cumplirse siete años de la firma del acuerdo de paz con las Farc (2016), se han realizado múltiples análisis sobre el estado de su implementación. Pero en las cuentas sobre el balance que dejan estos esfuerzos de paz no se ha cuantificado uno de los daños más silenciosos que ha dejado y que sigue dejando el conflicto en muchas regiones: la salud mental. Algunos estudios pioneros están empezando a mostrar el tamaño de esas afectaciones y ponen en evidencia la gran tarea de cuidado que supone curar los traumas de la guerra, especialmente en los niños más pequeños. 

Andrés Moya es profesor asociado en la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes y es el director de Semillas de Apego, un programa de atención psicosocial comunitaria para mamás, papás y otros cuidadores de niños de primera infancia. Es uno de los coautores del artículo “The mental Health of Caregivers and Young Childrens in Conflict Affected Settings” (2023) y del documento de trabajo “Conflict, Parenting and Early Childhool mental health in conflict-affected settings: evidence from Colombia” (2022) que alimentan esta entrevista. 

La Silla Académica: Usted participó en una investigación que muestra datos concretos en Tumaco sobre cómo la salud mental de niños y niñas se ve afectada por la violencia. ¿Cómo llegó a esa investigación?

Andrés Moya: Yo venía de tener experiencia haciendo estudios de campo en zonas de conflicto, y para mí se empezó a volver crecientemente claro que la consecuencia más evidente o profunda del conflicto estaba siendo descuidada, y era el daño en la salud mental de todas las personas en lugares con conflicto. 

Eso generó para mí, que venía de la economía, unas inquietudes alrededor de pensar cómo conectar, desde la evidencia, los temas de salud mental con otros temas más tradicionales de la economía, como la empleabilidad o  el crecimiento económico. Es en este campo que se ubica mi contribución, que es mirar cómo el conflicto, desde la salud mental, afecta la capacidad de acumular capital humano, que es una de las variables fundamentales de la economía.  

Fue así como, en 2014, empecé junto con un equipo de trabajo a diseñar un programa psicosocial comunitario que apuntaba a proteger la primera infancia en contextos concretos a través de la promoción o la recuperación de la salud mental de los cuidadores. Nosotros hicimos una prueba piloto en Bogotá para empezar a entender si este programa sería bien recibido por parte de la población objetivo, es decir papás u otros cuidadores expuestos al conflicto. Ya en 2018 aterrizamos en Tumaco a hacer una evaluación de impacto, y ahí logramos tener datos concretos. 

Escogimos Tumaco porque sigue siendo uno de los municipios en Colombia más afectados por el conflicto. Es precioso y muy rico culturalmente, pero su posición geográfica lo ha hecho vulnerable a la presencia de grupos armados. Por ejemplo, la tasa de homicidio en Tumaco es más o menos cuatro o cinco veces más alta que la tasa de homicidio del país. En 2018 fue de 104 por cada 100 mil habitantes. 

La evaluación la hicimos en 1,375 cuidadores de niños entre las edades de 2 a 5 años. Encontramos que la mayor parte de las cuidadoras eran mujeres, que tenían en promedio 11 años de educación y estaban en la pobreza por debajo de la media nacional. 

La Silla Académica: ¿Qué resultados encontraron en ese grupo?

Andrés Moya: Lo particular que encontramos es que la exposición a eventos del conflicto (el hecho de que las familias fueran afectadas por el desplazamiento, la extorsión, los atentados o un ataque) hace que haya un mayor impacto en la salud mental de los niños y las niñas, pero también de los cuidadores. Eso lo medimos con una escala de nueve dimensiones de estrés psicológico que aplicamos en el grupo de ciudadores y que mostraron un consistente aumento en las nueve categorías según la exposición en los lugares más violentos de Tumaco.

Los resultados muestran que la exposición reciente a violencia asociada al conflicto empeora la salud mental de los papás, incrementa el estrés de los cuidadores y empeora sus capacidades para atender a los niños de los que están a cargo. También encontramos que este efecto incluso ocurre en niños que no habían nacido cuando el hogar estuvo expuesto al conflicto. Esto nos indica que el efecto no es solo por la exposición directa al conflicto, sino también es por los retos de salud mental de la familia, por lo que gran parte de este efecto sobre los niños está explicado por el efecto sobre los adultos. 

Pero también encontramos que hay una relación estadística positiva entre una salud mental de los niños y niñas, y niveles más bajos de estrés de los cuidadores. Este es un dato clave porque hace evidente que la salud mental de los cuidadores es el vehículo que explica cómo los efectos psicológicos de la violencia en la primera infancia se pueden reducir, y ahí es donde se vuelve información relevante para plantear medidas de política pública.  

La Silla Académica: ¿Cómo se ven en la práctica esos efectos en niñas y niños desde lo que pudo ver en Tumaco?

Andrés Moya: Encontramos que muchos niños y niñas se vuelven hipervigilantes, con una sensibilidad extrema a hechos externos. Son niños que sobrereaccionan a cualquier evento. Les dan miedo muchas cosas: la soledad, lo oscuro, etc, y empiezan a mostrar problemas de comportamiento en el colegio: más violencia con otros, por ejemplo.

Ahora, muchos de estos comportamientos no están asociados normalmente a traumas por la violencia. El miedo o el conflicto son normales en el proceso de crecimiento y no son necesariamente comportamientos malos. Pero lo que los datos nos muestran es que adicionalmente se dan unos cuadros nada anecdóticos, como niños con anhedonia, que es una incapacidad de mostrar interés, diversión o placer en experiencias determinadas. O que tienen comportamientos ansiosos sistemáticos. 

Esto es lo que vemos en el nivel de los comportamientos, pero muchas cosas pasan en el nivel biológico o celular: heridas invisibles a las que no les prestamos atención. Y los casos que vimos muestran que no solamente son actitudes que aparecen cuando los niños directamente han vivido esas experiencias violentas. Por ejemplo, un niño que vió a su papá ser asesinado, sino también de manera indirecta: cuando se acuestan a dormir y escucha ruidos de disparos o cuando aprende de las reacciones violentas de sus padres en el trato con otros. Estas afectaciones se dan especialmente cuando el cuidador no está disponible.  

La Silla Académica: ¿Qué dice la evidencia sobre qué efectos tienen los entornos violentos en el desarrollo cognitivo y comportamental de los niños y niñas? 

Andrés Moya: Hay un cuerpo de literatura bastante robusto desde hace veinte años sobre el efecto de la violencia en el desarrollo infantil temprano y también sobre las trayectorias de vida de las personas. Lo que esta literatura encuentra es que en situaciones como, por ejemplo, el maltrato físico, el abuso sexual o la negligencia (la ausencia de relaciones predecibles, afectivas y cariñosas entre un adulto y un niño) se dan efectos sobre todos los sistemas biológicos, incluyendo la arquitectura cerebral. 

La arquitectura cerebral son tanto las conexiones neuronales como el desarrollo de otros sistemas biológicos, como el sistema endocrino y el sistema de regulación del estrés. Lo que esta literatura muestra es que la primera infancia (De 0 a 5 años) es la etapa más importante en el desarrollo de la vida, porque es el momento donde se sientan los cimientos de toda la estructura biológica que nos acompaña a lo largo de toda la vida, y sobre la cual ocurre todo el desarrollo cognitivo y de salud mental. 

También es la etapa más vulnerable frente a distintas adversidades. Un niño que, por ejemplo, está expuesto a adversidades de una forma sistemática va a tener un cerebro con menos conexiones neuronales, un sistema de respuesta al estrés sobreactivo, un ritmo cardíaco elevado. Su sistema endocrino va a tener una saturación de distintas hormonas, así que probablemente va a haber también una menor capacidad de absorción de los nutrientes, pues se afecta el sistema digestivo también.

La literatura expone que estos niños se verán afectados en la capacidad de aprendizaje y en la capacidad de relacionarse con otros. Esto, se ha mostrado, está conectado con  mayores tasas de deserción y en la adolescencia puede haber más comportamientos riesgosos, como el consumo de alcohol y de drogas. 

Mucha de esta evidencia viene de estudios de poblaciones en los países desarrollados, como Estados Unidos o los países escandinavos, pero hay un vacío en la literatura para entender qué pasa con los niños y las niñas en contextos de conflicto, los cuales han aumentado exponencialmente en los últimos diez años, pues la prevalencia de conflictos a lo largo del mundo se mide en 2 billones de personas. Esto es casi el 20 por ciento de la población mundial. Hoy hay, más o menos, 114 millones de personas que han sido obligadas a desplazarse por conflictos, violencia política o cambio climático. 

El saldo de estos conflictos es una serie de afectaciones en el desarrollo cerebral de unos 50 millones de niños entre los 0 y los 5 años que están expuestos a lo que se conoce como estrés tóxico, que es lo que afecta el desarrollo cerebral y biológico. 

La Silla Académica: su investigación también muestra que los cuidadores (padres de familia o acudientes) tienen un rol importante en el desarrollo y en la salud mental de los niños. ¿Qué dice la evidencia sobre esto?

Andrés Moya: La evidencia nos muestra que esos niveles de estrés elevados y tóxicos se dan con una mayor probabilidad cuando el niño o la niña está expuesto a estas adversidades sistemáticas, y no cuentan con un vínculo afectivo seguro y saludable, es decir, con un cuidador adulto cariñoso que puede ser la mamá, el papá, la abuela u otro. 

La razón es que en esta etapa de la vida mucho del desarrollo de los niños se da en función de ese cuidado cariñoso, porque es la forma que ellos tienen para descubrir el mundo y para regular el estrés. Cuando una niña que está jugando, se cae y se pega, ¿qué es lo que hace usualmente? Se para llorando y va a donde el papá o la mamá por un abrazo. Cuando el adulto está disponible para ofrecer ese cuidado cariñoso de manera predecible, la niña empieza a entender una forma distinta del mundo y se da una regulación normal del estrés que le permite reaccionar ante lo que le pasa. 

Pero ahí surge la pregunta sobre qué pasa cuando los cuidadores también están expuestos a la violencia, ¿qué tipo de respuesta pueden dar a los niños y niñas?

La Silla Académica: Sí, ¿qué evidencia tienen de cómo cuidan a los niños y niñas los padres o acudientes que están en situaciones de estrés tóxico por el conflicto? 

Andrés Moya: Los datos que se tienen vienen muy influenciados por, entre otras, un programa que se implementó en Jamaica en los años setentas: el programa de visitas domiciliarias a familias con hijos. En estas visitas domiciliarias se les proporcionó información sobre los niños de 0 a 5 años con una especie de juego de demostración para fortalecer las habilidades de crianza. 

Allí encontraron que los papás y mamás no entendían la importancia de esta etapa, y por eso no comprendían cómo los niños empiezan a responder ante los insumos de los cuidadores. La gente con recursos suele saber más acerca de la importancia de cuidar pedagógicamente esa etapa. 

¿Qué es lo que hizo el programa de Jamaica? Demostró con impactos en el mediano plazo que estas brechas se podrían cerrar a partir de programas de habilidades parentales. La evidencia en esta literatura también mostró que no conocemos cómo jugarles o cómo interactuar con los niños en esas edades.

Esto se agrava en contextos de conflicto porque los cuidadores también están experimentando eventos traumáticos. Estos son papás y mamás que tienen una mayor probabilidad de desarrollar ansiedad, depresión, estrés postraumático y estrés complejo. Lo que sabemos en la literatura de la psicología es que estos problemas de salud mental generan un entumecimiento emocional y si yo estoy pasando por una mala situación mental, para mí es más difícil reconocer las emociones de la otra persona. Esta es una reacción normal frente a un evento traumático. 

La Silla Académica: Si pudiera sugerir un paquete de intervenciones de política pública basado en esta evidencia sobre la relación entre violencia por conflicto y problemas de salud mental en niños y cuidadores, ¿cuál sería?

Andrés Moya: Cuando hay buenos programas, basados en evidencia, podemos cerrar las brechas que va dejando el conflicto. Eso se traduce en la necesidad de crear programas de acompañamiento donde los niños encuentren entornos para tener vínculos seguros con adultos, así no sean sus padres, aunque también trabajando de la mano con ellos. 

Si le ponemos atención al factor de la salud mental de los cuidadores, y si logramos rodearlos para construir capacidades en ellos para identificar afectaciones en sus niños de 0 a 5 años, y afectaciones propias, empezaremos a ver un efecto multiplicador en la siguiente generación. Efectos que se darán en el nivel biológico y del comportamiento. Esta es una estrategia que debe ir paralela y no depender del éxito o no de políticas grandilocuentes como la “paz total”, pues desde ya podemos trabajar esta especie de escudos protectores alrededor de niños y de cuidadores. 

La idea ahora es extender los estudios a otros 15 municipios donde se pueda recoger más información sobre estos vínculos causales entre problemas mentales y conflicto, y así medir las estrategias que funcionan. Esto no parte de cero y se basa en la política de primera infancia (creada en 2018), pero la completa con modelos de acompañamiento a familias pensados para su recuperación socioemocional. En la práctica, los cambios urgentes deben ser conectar la atención a la primera infancia con temas de salud mental, y crear incentivos para que más personas estudien salud mental en ese segmento que es el de la primera infancia, ya que son áreas de la medicina y la psicología poco atendidas. 

Para dar un ejemplo, la política de infancia y adolescencia solamente presenta datos estadísticos de los niños y adolescentes entre 6 y 17 años (11 millones) y los que están entre los 6 a los 11 (5 millones), pero no da información sobre la primera infancia, y eso ya muestra la desatención que recae sobre este grupo de niños. 

La Silla Académica: De acuerdo a la evidencia que ha recogido sobre el impacto del conflicto en la salud mental, ¿cómo interpreta los esfuerzos del gobierno Petro de la paz total o del programa Jóvenes en Paz para sacar a jóvenes de las economías criminales y violentas?

Andrés Moya: De entrada, trabajar por el fin del conflicto, o el fin de los distintos conflictos que ocurren en Colombia debería ser algo prioritario.. La guerra es muy costosa, no sólo en términos de vidas humanas y recursos desperdiciados, sino que genera costos más silenciosos que perduran en el tiempo. Las familias que crecen en contextos violentos van a tener más obstáculos para tener vidas saludables y felices. Tener más conflicto es tener una nueva generación de niños con problemas mentales. 

Pero una de las limitantes estructurales es que los programas de reinsertados, de atención a víctimas o a poblaciones en condición de desplazamiento han descuidado qué pasa con la primera infancia (0 a 5 años). Estos se enfocan en grupos como los adolescentes víctimas o que hacen parte del conflicto actual, por ejemplo. Pero la evidencia que hemos recogido muestra que la primera infancia debería ser atendida de manera prioritaria porque es la más frágil y en la que más efectos multiplicadores puede tener una intervención desde temprano. 

La Silla Académica: ¿pueden estos niños y niñas superar esos traumas derivados de la violencia?

Andrés Moya: Sí, hay factores que pueden ayudar a que los niños tengan mejores comportamientos y que puedan tramitar sus traumas. El cerebro de la primera infancia es muy maleable, y eso nos da la oportunidad de trabajar en la recuperación socioemocional de estos niños y de revertir esos efectos.

¿Esto cómo se traduce en la práctica? Tal vez se ve mejor con ejemplos. Pude conocer el caso, en jamundí, de un niño de 5 años que se sienta y empieza a respirar en el colegio. Los compañeros y otros niños no sabían qué pasaba con él, y lo que ocurría era que estaba  respirando para calmarse. Otros niños reconocen las emociones de sus acudientes y le dicen a la mamá, por ejemplo, “estás triste, por qué no nos sentamos a respirar.” 

Esos casos vienen de cuidadores o padres de familia que les han enseñado estas reacciones a los niños, y son pequeñas formas en las que aprenden a manejar la ira. Es una de las formas en las que se ve que los niños pueden reaprender a comportarse, luego de venir de contextos de mucha presión sobre ellos. 

Soy editor de la Silla Académica y cubro las movidas del poder alrededor del medioambiente en la Silla.