La Silla Vacía viajó a la nación wayuu para conocer de primera mano el padecimiento de esa etnia por la sequía y la falta de alimentos y agua. Fotografías de Laura Ardila Arrieta.

De unos meses para acá, los grandes medios nacionales se han volcado a La Guajira para registrar las postales del sufrimiento del pueblo wayuu, que ve morir a muchos de sus niños por desnutrición. En la lista de lamentos para explicar esta desgracia aún no se detalla el detonante: el colapso de la economía venezolana.

De unos meses para acá, los grandes medios nacionales se han volcado a La Guajira para registrar las postales del sufrimiento del pueblo wayuu, que ve morir a muchos de sus niños por desnutrición. En la lista de lamentos para explicar esta desgracia aún no se detalla el detonante: el colapso de la economía venezolana.

El país vecino, que acoge más o menos a la mitad de esta población, ha sido históricamente el generador del sustento para la nación indígena que, asentada sobre un territorio ocupado por dos repúblicas, no conoce fronteras. Venezuela les dio alimento y empleo ante la implacable sequía y el infame olvido del Estado colombiano. Pero la crisis y el desabastecimiento que se empezaron a sentir con fuerza desde hace más o menos tres años hoy han resultado en este acabose, afectando principalmente a los menores.

Las fuentes de ingreso se han reducido y los alimentos que, debido al contrabando, antes se conseguían a precios absolutamente inferiores a los de los colombianos hoy escasean y los pocos que hay se han encarecido. Durante tres días y dos noches, recorrimos la parte alta y media de la península para entender el drama que azota a una comunidad que puede sumar perfectamente un millón de personas.

El viernes pasado, un día después de esta reportería, se realizó una junta de palabreros, una de las instancias más importantes de los wayuu, en la que uno de los mayores dijo que en esta tragedia tenían que ver “los dos presidentes de Venezuela y Colombia… Tanto los de la Guajira baja, como la Guajira media y la Guajira alta: todos trabajamos allá (en Venezuela)… No necesitábamos de nadie “. Su nombre es Sergio Cohen Epiayú.

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Primera parada

“Vea, esto es un desastre. Ya no tenemos qué comprar, nos permiten máximo dos kilos de cada cosa por persona y en mi casa hay siete niños que atender. Claro, ¿qué se deja para nosotros si a los arijunas (no indígenas) les toca hacer colas de cuatro horas para poder comer?. Además todo es caro. La cosa está fea, fea, y los paisanos se están devolviendo. A eso súmele la violencia. Los soldados se pasan por la noche a maltratar, a hablarle mal a la gente, a quitarte lo que tienes porque les da la gana. Con decirle que hace cinco meses hubo dos muertos: un hermano y un tío…”.

A Oniris Ramírez, una indígena rolliza y triste de la casta Epiayú, las palabras le brotan como agua en una fuente. Parece que llevara toda la vida sentada en este pedazo de tierra olvidada, únicamente esperando a quien poder contarle la tragedia de su gente.

Sí, claro: se refiere a Venezuela. Estamos apenas a unos 10 minutos a pie de pararnos sobre tierra venezolana y a media hora en carro de la localidad de Paraguaipoa, en el extremo norte del vecino Estado Zulia.

Wimpeshi, como se llama este corregimiento de alrededor de 800 personas dispersas en rancherías de arcilla y cardón, está lejos de la ruta turística y mediática de Uribia, el extenso municipio guajiro que concentra el penoso drama de la comunidad wayuu del que hoy habla todo el país.

A punta de noticias sobre las muertes infames de niños indígenas por desnutrición, este pueblo ancestral nos ha recordado a todos que existe. Mejor dicho, que muere. Y que lo hace por donde más duele. Lo que no se sabe a ciencia cierta aún es el número de menores fallecidos. Una cifra increíble cuyo origen desconocen en el Ministerio de Salud y en el Instituto de Bienestar Familiar asegura que son 4.700 en los últimos cinco años. El mismo dato para el Gobierno es de 179. El subregistro podría explicar la diferencia, y lo más seguro es que sean más de los que se reportan oficialmente, pero a muchos conocedores el otro dato les suena excesivo. Lo ha dado una asociación llamada Wayuu Shipía Wayuu, que impulsó las recientes medidas cautelares que dictó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos al Estado para proteger a los indígenas 

En cualquier caso, el registro de los medios destaca el abandono estatal. Los wayuu malviven en un mundo agreste que no tiene vías ni servicios públicos e históricamente no ha contado con educación o salud decentes. La corrupción que se ha llevado recursos de transferencias, regalías y alimentos para los niños se sumó de unos cinco años para acá a una sequía sin antecedentes, lo que llevó a esta tragedia, se explica en general.     

El relato de Oniris señala también hacia otra esquina importante de la escena. Hacia la esquina de Venezuela.

“Mire, para los wayuu siempre fue más fácil la vida allá. Muchos paisanos se fueron a trabajar en oficios domésticos, en albañilería o en las haciendas ganaderas y de allá mandaban a sus familias, pero hoy la mayoría ha quedado sin nada por todo lo que ha pasado allá, y en eso ya llevamos tres, cuatro años. Esto no viene desde el cierre de la frontera sino de antes. Vea, esto es un desastre”, repite minutos después de haber presentado a su madre, Genoveva Ramírez.

Con una mezcla entre español y wayuunaiki (la lengua wayuu), la matrona Genoveva, que tiene 66 años y parió siete hijos, cuenta que por cercanía y precio su comunidad siempre se ha abastecido de víveres en Paraguaipoa y en otra población venezolana cercana llamada Los Filúos. Ella misma cruza la línea fronteriza para mercar más o menos una vez a la semana. Pero hoy un kilo de arroz que antes costaba 150 bolívares se consigue en mil, y las artesanías y el pastoreo del que han vivido toda la vida no dan para tanto.

El duro coletazo del colapso del sistema de abastecimiento alimentario en Venezuela, que se empezó a sentir hace unos dos o tres años, complejiza aún más la explicación de la muerte de los niños.

Aunque en la práctica para los wayuu -que cuentan con derecho ancestral a cruzar- y para muchos comerciantes -que siguen trayendo mercancía ilegal por caminos como el de Wimpeshi- el cierre de la frontera no existe, sí hay un aumento en los controles de la autoridad venezolana desde que en septiembre pasado el presidente Nicolás Maduro ordenó el cierre del paso fronterizo en Paraguachón y Zulia. Eso dificulta la situación en corregimientos limítrofes como este, porque a la crisis económica se suman quejas por atropellos.

En realidad, para la vieja Genoveva y su familia se trata de mucho más que un simple atropello. Las Ramírez Epiayú denuncian que justamente en septiembre de 2015 soldados venezolanos mataron a Élber Ramírez (25 años, hijo de Genoveva) y a Henry Ipuana (26 años, tío de Oniris por parte de padre) cuando regresaban de la conmemoración del “cabo de año” (primer aniversario de muerte) de un primo en un cementerio que está en territorio vecino.

Envuelta con su señorial manta guajira y un pañolón en la cabeza para protegerse del sol, la misma Genoveva camina conmigo hasta más allá del mojón que marca el comienzo de Venezuela para señalar el camino en el que le dispararon a su hijo. “Eran dos soldados, llegaron en motos y pararon el carro en el que venían siete niños. Ellos decían que los dos muchachos estaba muy alzaos. Y ahora ven a mi hija y le dicen que a su hermano lo mataron por ladrón y contrabandista, cosa que no es. Nada de esto hubiera pasado en el Gobierno de (Hugo) Chávez. Con el Gobierno de Chávez las cosas eran muy diferentes”.

Envuelta con su señorial manta guajira y un pañolón en la cabeza, Genoveva señala el camino en el que le dispararon a su hijo.

Segunda parada

La profesora Fanny Ríos y unos 30 niños de 5° de primaria, a una hora larga de difícil camino en camioneta desde la casa de Genoveva y Oniris, nos reciben en la segunda parada de este viaje. Salimos de atrás de Uribia para bordear toda la península por la zona fronteriza hasta la serranía de La Macuira y el norte, y regresaremos por el litoral.

Como Oniris, Fanny también abre su maleta de lamentos cuando se le pregunta cómo está la situación. “Bueno, yo le cuento que la situación está mal, el 6 de enero capturaron en la frontera a un primo porque traía nueve pipetas de gasolina ¡nueve!, una cosa que él siempre ha hecho, y le quitaron el carro con el que surtíamos una tienda que teníamos y que servía a las 21 casas de esta comunidad. Eso nunca nos había pasado antes. Todavía lo tienen preso en Maicao. Así que imagínese cómo está la situación”.

La comunidad es la de Atain, muy cerca al cerro La Teta -a unos 10 kilómetros del Golfo de Venezuela- que da nombre a la base militar que veremos más adelante y que se encarga de cuidar los casi 500 kilómetros de límite terrestre guajiro. Aquí viven unos 60 niños en familias que, según la maestra, siempre han dependido mayormente del país vecino, ya sea porque tienen parientes que trabajan allá y les mandan, porque adquieren sus víveres en Paraguaipoa o Los Filúos o porque pasan mercancía de contrabando para negociar y asegurar el sustento. A veces, por las tres cosas juntas.

Lo del contrabando, tajantemente establecido como ilegal en el imaginario del colombiano, adquiere otro cariz cuando se entiende que en últimas los wayuu son guajiros en un territorio que pertenece a dos países y que en ese sentido para ellos no existe la frontera.

En 1992, por ejemplo, el primer censo binacional de la etnia wayuu estableció que en ese momento hablábamos de 297.454 indígenas, 128.727 de ellos en el lado colombiano y 168.727 en tierra venezolana. En 2005, los mismos datos eran de 278.254 en Colombia y 293.777 en Venezuela. Hoy, sin cifras oficiales actualizadas, hay quienes estiman que podrían ser un millón de personas en total, repartidas más o menos por la mitad entre los dos países.

Esos números hacen que no sorprenda que algo tan sagrado para los wayuu (cuyo lazo con la tierra está determinado por el lugar en el que cada uno tiene enterrados a sus muertos) como son los cementerios se pueda encontrar también en el vecino país, como consta en el relato de Genoveva y Oniris Ramírez Epiayú. O que el wayuunaiki sea la segunda lengua oficial del Estado Zulia.

Le comento esta reflexión a la profesora Fanny, que es del clan Uliana, y asiente con la cabeza. Estamos de pie dentro del rancho de cardón seco en el que cerca de 60 ojitos que ahora nos miran con curiosidad estudian todos los días con cuadernos en los que les está tocando sobrescribir, porque la Alcaldía de Uribia aún no manda los kits escolares. Los golpes a este pueblo, ya está claro, vienen desde dos repúblicas.

Aquí en Atain no se cuentan niños desnutridos hoy, pero sí en riesgo por falta de buena alimentación como suma de todo.

“Ya no se consigue tanta leche de chivo porque los animales se están muriendo por toda la falta de agua. La Secretaría de Educación (de Uribia) no manda puntual los alimentos. El año pasado me tocó a mi pagar 30 mil pesos de una moto hasta Uribia para poder ir a buscarlos. El Estado (colombiano) nunca nos ha cumplido, pero antes no nos afectaba porque con 50 mil pesos podíamos ir a Paraguaipoa por una buena compra para 15 días. Hoy con 50 mil pesos allá no se compra es nada porque no hay nada y porque el bolívar ya no sirve”, dice la “seño”. Y continúa con la clase.

“El Estado (colombiano) nunca nos ha cumplido, pero antes no nos afectaba porque con 50 mil pesos podíamos ir a Paraguaipoa por una buena compra para 15 días”: Fanny Ríos.

Tercera parada

Es posible que a la una de la tarde, en los terrenos desérticos y semidesérticos de la alta Guajira, no haya nada más hostil que el sol. Ni la arena que llueve por todo el camino de polvo y piedra ni la preocupación por el fantasma de los grupos ilegales que por aquí han pasado o la lejura. Nada resulta tan agresivo a esta hora como el implacable enemigo del que es imposible huir entre cactus y trupillos sin hojas, que dan comida a los chivos pero no sombra.

En una hirviente casita en obra negra perdida en el mapa, levantada al lado de un rancho en donde se guarecen tres tanques para almacenar agua y dos pilas de canastas con botellas vacías de cerveza marca Polar (venezolana), encontramos al niño José Ernesto Fernández de la comunidad de Wososopo. Tiene un año y hace 15 días está con diarrea.

Su papá, José Fernández Epiayú, lo llevó hace poco al médico en Paraguaipoa. Muchos, por no decir todos, wayuu del lado de la frontera han contado siempre con los servicios médicos de Venezuela y no de Colombia. Pero resulta que en ese pueblo hoy no se encuentra una medicina. “No hay ni suero”, cuenta José antecitos de sacar la fórmula que le dieron para que le tome una fotografía. “Me va a tocar coger con el niño para Uribia, el problema es que está tan lejos”.

Los Fernández Epiayú están en una mala situación, como casi todos. Hace dos años José traía en su destartalada Ford roja con platón entre cuatro y cinco cajas de Polar cada semana para vender en Uribia y Maicao. “Ya todo está muy caro, ya no se puede contrabandear, y la autoridad siempre quiere picar algo de lo que uno trae. Por eso estoy aquí quieto. Desde que se murió Chávez esto está feo”.

Cuarta parada

Castilletes. Como Wimpeshi, otro de los 21 corregimientos de Uribia que no hace parte de la ruta turística tradicional. En septiembre pasado cobró menciones nacionales por cuenta de la violación al espacio aéreo colombiano que denunció el presidente Juan Manuel Santos por parte de Venezuela. Dos aviones militares extranjeros entraron por el sector de La Majayura, sobrevolaron una unidad del Ejército y salieron velozmente hacia aquí, hacia Castilletes, en donde ahora nos vigila el comando fronterizo de la Guardia Nacional Bolivariana.

A las 4 en punto, cuando se cumplen 10 horas desde que salimos por tierra de Riohacha, llegamos al primer hito fronterizo entre Colombia y Venezuela de norte a sur: un mojón enmontado en un considerable promontorio frente al mar en el que se lee en letras blancas de madera: ‘Chávez vive la patria sigue. Venezuela GNB’.

“El pueblo wayuu padece una crisis absoluta en su sistema económico tradicional y en buena parte tiene que ver con su relación con Venezuela.

A unos cinco minutos de allí, la ranchería de la artesana Rosa Elena Uriana y su familia, que incluye siete niños de entre 5 meses y 10 años. Todos en evidente riesgo porque apenas están comiendo una vez al día. De nuevo, el factor Venezuela: Rosa Elena trabajaba trayendo ropa para vender en Maicao. Hace tres años no tiene para hacerlo. Sus hijas habían conseguido empleo allá como empleadas domésticas. Lo perdieron porque los patrones quebraron y se quedaron sin con qué pagarles. Dice que hace un lustro no llueve por estos parajes. La mezcla de los males.  El agua potable la reciben por la gracia de los carrotanques de la Policía colombiana, también vecina, que pasa a abastecerlos casi todos los días. Aún hay chivos, pero no mucha esperanza.

Lo que sí sobra es desierto, uno que luce mucho más imponente que en el resto del recorrido porque se puede ver mejor desde las elevaciones de tierra que surcan Castilletes.

“Por favor, dígale al Gobierno de allá que lo mire a uno”, pide Rosa Elena con su aspecto de infinito desamparo desde estas lejanías.

Los wayuu son una comunidad heterogénea. Así como hay muchos en el campo, también hay profesionales en la ciudad. Así como hay palabreros, hay médicos e ingenieros.

Quinta parada

En el norteño corregimiento de Puerto López, a 10 minutos de la playa, prácticamente en la punta de la península, un sector un poco más turístico, tuvimos noticias de un barco que acababa de llegar de Aruba cargado de whiskey de contrabando que pronto partirá por trochas rumbo a Maicao para ser comercializado. Estaba a pocos pasos del modesto negocio en el que paramos a comprar algo de comer a las seis de la tarde. Viene todas las semanas, cuenta el señor que nos atendió, con trago y a veces con cigarrillos. Los señores de la mercancía iban a llegar en un rato allí, también por comida.

Lo del barco podría explicar por qué, aunque hay desabastecimiento en Venezuela, se sigue viendo tanta mercancía ilegal en Maicao, la meca del contrabando.

Tres horas de camino más tarde hicimos la quinta parada para esta historia en el principal corregimiento de Uribia, eje de la alta Guajira: Nazareth, en donde en la mañana del segundo día encontramos un testimonio sobre la corrupción colombiana, también determinadora de todos los padecimientos wayuu.

Nos lo dio Irma Iguarán, matrona indígena que lidera la asociación Araurayu, que ha administrado recursos de transferencias del Estado colombiano a los indígenas y actualmente opera dos centros de desarrollo infantil del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.

Días antes de hablar con ella, una persona conocedora desde Bogotá y tres más en Riohacha habían coincidido en que buena parte de la plata del Estado a los wayuu se pierde en el camino entre la Alcaldía de Uribia y estas asociaciones indígenas que aplican ante ese ente a una bolsa de recursos para hacer proyectos de vivienda, agua, saneamiento básico y educación.

Irma lo ratifica con conocimiento de primera mano: “La Alcaldía (de Uribia) maneja esa asignación especial del Sistema General de Participaciones para los resguardos, pero lo que hace es ofrecer plata o alimentos a los líderes de algunas asociaciones sin proyecto ni nada, a cambio de votos. A nosotros, que existimos como asociación desde el 94, incluso nos han propuesto que dizque 50 para ellos (los de la Alcaldía) y 50 para nosotros sin presentar nada, pero siempre nos hemos negado y por eso muchas veces nos dejan por fuera”.

Precisar cuáles son las asociaciones que cogen la plata indígena para hacer negocio no parece tarea fácil, teniendo en cuenta que en los 90 comenzaron seis y hoy -según Irma- son más de 100. Lo que sí está claro es que la Alcaldía de Uribia es controlada desde hace 15 años por la cacica política Cielo Redondo, una arijuna hoy prófuga de la justicia que la investiga por presuntas irregularidades cuando se desempeñó como alcaldesa por segunda vez en 2007.

Dos veces mandataria y jefa política de los alcaldes saliente y entrante del municipio (el nuevo alcalde es su hijo: Luis Enrique ‘el Negrito’ Solano’), esta mujer administra un envidiable botín de unos 15 mil votos, en una de las tres poblaciones con más potencial electoral de La Guajira. Por eso, su apoyo fue clave en la victoria de la actual gobernadora Oneida Pinto, quien dicho sea de paso no aceptó hablar con nosotros para esta historia.

“Estamos fregaos”, interviene Eduardo Suárez, respetado palabrero que ha estado escuchando la conversación con Irma, quien prosigue:

“Lo de los operadores del ICBF es algo que tampoco tiene nombre. Hemos visto casos de muchos que se comen la plata para pagarle a las madres y para la comida de los niños”. Al respecto, la misma directora nacional del Bienestar, Cristina Plazas, ha denunciado que hay contratistas que reportan estar atendiendo un número de menores muy superior al real para hacer negocio.

“Nosotros estamos muy mal”, finaliza Irma, “porque antes vivíamos de Venezuela, no vivimos nunca de Colombia, usábamos era bolívares. Imagínese que el bolívar llegó a estar en 15 mil pesos y hoy no vale. Antes llevábamos chivos y ovejos a Castilletes para vender, pero el Gobierno venezolano ha apretado y se vino esta hambruna. En estas llevamos como cinco años”.

Son las 8:20 de la mañana y un viento frío con nubes bajitas dan la impresión de que en Nazareth fuera a llover. ¿Qué tal que hoy seamos testigos de ese milagro? “Na ah, casi siempre amanece así aquí”, responde el guía del viaje que además ha ayudado como traductor.

Dentro de todo, este poblado es un privilegiado. Lo protege la serranía de La Macuira, en donde se ubica el parque nacional natural Macuira, que le da este aspecto nublado algunas mañanas, lo adorna de verde y aún le sirve como fuente hídrica. La principal por aquí, porque el marchito río Ranchería, cuya desaparición ha perjudicado a comunidades en el sur y la media Guajira, nunca surtió a la parte alta del departamento y por tanto no tiene que ver con la sequía en la zona.

La serranía de La Macuira es una de las pocas fuentes hídricas que quedan en la alta Guajira.

En Nazareth también está la segunda ESE de Uribia: el hospital que atiende, o debería atender, a 53 mil usuarios en 11 corregimientos de la zona norte de la península. (El otro es el del Perpetuo Socorro, ubicado en el propio Uribia).

De allí remitieron, en enero, a una de las niñas wayuu que murió en Barranquilla por causa de la desnutrición.

Su gerente, Claudia Enríquez Iguarán, y su coordinador médico, Apolinar Rivadeneira, nos recibieron para aportar su versión a esta radiografía. Dicen que aunque han mejorado los índices de desnutrición aguda (la más grave), el porcentaje de niños desnutridos de manera crónica es muy alto. En 2015 atendieron 56 con esta afectación.

Los porqué son varios, en concepto de los funcionarios: la atención en salud no es preventiva porque los giros de las EPS son muy bajos (como se sabe y se padece en todo el país por culpa del sistema de salud). Muchos wayuu tienen identificación venezolana, lo que, sumado a las difíciles condiciones de los caminos, hace complicado ubicarlos para atenderlos. Y, por supuesto, la falta de agua y alimento por la crisis afecta primero por lo general a lo más pequeños.

También está el aspecto cultural que tiende a tropezar porque muchos wayuu, especialmente los de las zonas rurales, confían más en su piache (médico indígena) que en la medicina occidental.

“No es lo mismo atender a un arijuna que a un wayuu, te lo digo yo que soy wayuu. Algunos pueden considerar que una desnutrición es por un mal de ojo. Pero esto hay que entenderlo y no criticarlo. A mí misma me pasó con mi hijo, que se me enfermó después de que me tocó atender a una persona que murió degollada. Mis amigos wayuu creían que esa energía había afectado a mi niño. Yo lo llevé a médicos incluso en Bucaramanga y nada me lo sanaba de una desnutrición. ¡Se me estaba secando! Hasta que accedí a que lo viera un piache y se recuperó. Cuento esto siempre para explicar por qué no se pueden menospreciar las costumbres y la cosmovisión wayuu”, relata la doctora Claudia.

Sexta parada

Cuatro horas después de salir de Nazareth, a la una de la tarde, comenzamos a bajar por la zona del litoral desde Punta Gallina, la parte más norte de Colombia. Este recorrido será clave para saber si, del lado contrario a la frontera, el desabastecimiento en Venezuela está afectando a todos los wayuu o es sólo a las comunidades de los límites.

Por el camino, muchas tiendecitas perdidas, íngrimas en el desierto, cerradas o con poquísimos víveres debido a que se surtían en el país vecino que hoy todo lo tiene más caro o no lo tiene, comienzan a dar una respuesta a esa duda.

Los wayuu, especialmente los de la alta Guajira, históricamente han usado más el bolívar que el peso para comprar en tienditas como esta, que hoy está desabastecida.

Paramos en la escuela número 2 del sector de Bahía Hondita, en donde nos cuentan que cinco de los 95 niños que atienden tienen problemas de desnutrición. La mayoría de los papás son pescadores sin mayores recursos y en crisis porque ya no pescan lo mismo que antes.

Recuerdo entonces que tres días antes un experto me había contado que en los últimos 30 años el conjunto de peces, como bacalaos y pargos, en esta zona se ha reducido a la mitad, al límite de la explotación que hacen mar adentro las grandes pesqueras industriales. Es como si a los wayuu le hubiesen caído las siete plagas de Egipto.

Esta es la señora Ana Matta, madre de uno de los niños con bajo peso de la escuelita número 2 de Bahía Hondita. Su esposo trabaja remendando las redes de los pescadores.

Séptima parada

Nos tomó cuatro horas y media de camino arenoso, a veces cerquita de la playa, a veces en medio del desierto, llegar hasta la zona turística del Cabo de la Vela. A la mañana siguiente, tardamos media hora más desde ahí hasta el corregimiento de Carrizal, en donde 12 pescadores se alistan para arrancar su faena. Son las 7 de la mañana.

Ellos vienen del sureño sector de la Ahuyama, a hora y media en lancha, a pescar en esta playa porque allá abajo no están sacando nada por culpa de las grandes empresas pesqueras. Si encuentran la cosa buena, prepararán sus chinchorros y se dispondrán a acampar más o menos una semana.

Las grandes empresas pesqueras no están dejando nada a pescadores wayuu como estos, según aseguran ellos mismos.

“Las empresas”, dice uno de ellos, llamado Carlos Julio Iguarán, “están usando mallas cada vez más pequeñas. Eso no deja pasar los pescados más chiquitos y así no nos queda nada a nosotros”.

“No nos queda nada y en Uribia las cosas cada vez están más caras, nosotros compramos la comida allá, pero la venezolana, y un kilo de arroz que antes costaba dos mil ahora está como en 3.500, y así no se puede”, agrega su compañero Francisco.

El muchacho paisa de uno de los centros de abasto de Uribia nos lo dirá informalmente en unas horas: “Casi no nos llega ni papel higiénico ni harina. Esta bolsa de Cerelac (alimento en polvo para preparar con leche) es la única que tengo. Antes costaba siete mil y hoy me toca vendérsela en 11 mil”.  

“Todos los wayuu de este lado tenemos algo que ver con Venezuela. Los dos países tendrían que ayudarnos”, sentencia desde Carrizal Rosario López, del clan Uriana, una artesana que se unió a la conversación con los pescadores.

Mientras tanto, en Colombia nadie responde por el destino de los 979 mil millones de pesos de regalías que de 2012 hacia acá recibió La Guajira, por la plata que históricamente se ha perdido a través de contratos del ICBF (que ha manejado localmente el grupo Nueva Guajira) para atender a niños indígenas y por el motivo por el cual hoy no hay, por ejemplo,  una vía de cuarta generación pensada para la alta Guajira. Un territorio tres veces más grande que el departamento del Atlántico, en el que lo que no hay en agua sobra en llanto.

Fue periodista de historias de Bogotá, editora de La Silla Caribe, editora general, editora de investigaciones y editora de crónicas. Es cartagenera y una apasionada del oficio, especialmente de la crónica y las historias sobre el poder regional. He pasado por medios como El Universal, El Tiempo,...