“Yo no me imaginé que había tantos policías desaparecidos”. Fue una de las frases que se escuchó en un encuentro de familiares con la Comisión de la Verdad, para hablar sobre este drama que viven más de cien familias en Colombia.  

Hasta el momento, según cifras oficiales de la Policía Nacional y la Fiscalía General de la Nación, se tiene registro de 119 policías desaparecidos entre 1990 y 2020. De ellos, solo el 39 por ciento, es decir 46, están en el Registro Único de Víctimas (RUV).

Recogemos las voces de cinco familias que no paran de buscar, en medio de la ausencia y los recuerdos, a hombres y mujeres que nunca volvieron. Los uniformados también hacen parte de la historia de la desaparición forzada en Colombia. Estos policías están entre los 80 mil casos que el Centro de Memoria Histórica cuenta desde 1970 hasta el 2018.  

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María Elena Zuleta, madre del policía Cristian Pizarro Zuleta. Foto de Alejandro Ceballos.

Cristian Pizarro Zuleta

Cristan Pizarro soñaba, desde pequeño, con portar el uniforme de la Policía. Cuando estaba más grande le decía a su madre, María Elena Zuleta Camelo: “Mamá, de una vez le digo: yo no voy a ir a la universidad. Yo voy a estudiar en la Policía. ¿Por qué? Porque siempre lo he querido. Yo estudio dos años, o el tiempo que me toque estudiar con ellos y me voy a trabajar. Si voy a la universidad me quemo ocho años, y quizá más, haciendo especialización, para luego sentarme en el cartón”. Tiempo después, Cristan Pizarro logró llevar el uniforme que tanto anhelaba. 

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Carta escrita por María Elena Zuleta, madre del policía Cristian Pizarro, al entonces presidente Juan Manuel Santos. Foto de Alejandro Ceballos.

El 25 de mayo de 2012, en Tuluá, Valle del Cauca, fue la última vez que su madre y su hermana lo vieron. Se subió a un carro y quien manejaba era una mujer. Él iba vistiendo un jean azul, un saco deportivo blanco y unos zapatos de color negro. Los papás debieron esperar las 72 horas establecidas, según una norma que no existe, para dar a una persona por desaparecida. La denuncia no fue suficiente. 

Durante estos años, María Elena Zuleta se ha encontrado en una lucha constante en la que solo le pide a Dios que le dé los años de vida suficientes para saber sobre su hijo. Sus noches han sido llenas de momentos duales. A veces, sueña que está con Cristan Andrés. Habla con él. Lo bendice mientras ella duerme. Pero cuando llega el amanecer y la luz que empieza a reposar sobre su mejilla la despierta, no recuerda las palabras de aquel sueño. Por otro lado, cuando se acaba la luz, aparece el silencio y el dolor. Aunque María Elena agradece por el día que vivió y por las personas con las que compartió, revive el dolor que dejó el pedazo de alma que se fue tras Cristan Andrés en la noche de su desaparición.

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María Elena Zuleta Camelo, madre del policía Cristian Pizarro. Foto de Alejandro Ceballos

La búsqueda de su hijo ha tenido como objetivo que no queden en el olvido aquellos que han desaparecido. “A pesar de haber mucho dolor, yo quiero decir que él no quede como un desaparecido al que le importó, por el que nadie dijo: ‘Vamos a hacer esto’. En cuanto a eso, sentir un poquito de alivio, de paz, porque alguien dijo: ‘Voy a hacer esto por la memoria de Fulano, para que lo recuerden’”.

Luego de la desaparición de su hijo, María Elena Zuleta viajó a Cali, donde estuvo tres meses esperando tener noticias. En el lugar donde residió les mostró a los vigilantes del edificio a su hijo y les pidió que, frente a cualquier información que tuvieran, le avisaran. “Mi hijo es así… Si usted lo llega a ver, de pronto como un mendigo, como un limosnero o un loquito, uno no sabe, pero si usted lo llega a ver con esas facciones, ese es mi hijo. Me llama”. 

La madre de Cristian Andrés, mientras estaba en la capital del Valle del Cauca, dejó todas las noches la ventana abierta esperando a que su hijo llegara y le gritara que ahí estaba. “En Cali dejaba la ventana abierta y escuchaba que él me decía: ‘¡Mamá!’, como que llegaba. Yo decía: ‘En cualquier momento él llega, tengo que estar con la ventana abierta porque tengo que verlo que llega’”.

María Elena Zuleta y Jorge Pizarro, sus padres, no se conformaron con la denuncia. Desde hace casi nueve años se han dedicado a repartir volantes, difundir información en noticieros y programas locales y nacionales y, además, han asistido a plantones o manifestaciones que hacen periódicamente los familiares de desaparecidos en el departamento. 

Las letras que comienzan a hacer fila en esta misiva tienen una dedicatoria y cargan con el peso de la tristeza y la incertidumbre. Zuleta se dirige a su hijo. Aquí decreta que todo estará bien, que el tiempo de Dios es diferente al de los humanos. Anima a Cristian Andrés a que tenga fuerza. Le recuerda que, aunque están lejos, sus corazones permanecerán unidos. Le aconseja meditar y rezar, que no deje nunca por fuera al padre de sus oraciones. “Mi Cristian, recibe mi bendición, en nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, te envío lluvia de bendiciones y miles de te amos. Te extraño, besos, amor mío. Que te lleve el viento. Saludos de toda la familia. Te dejo en compañía de Jesús, María y José. Gracias”, finaliza la carta.

Bernardo Villanueva

Bernardo Villanueva no siguió su vocación, sino los pasos de su padre: ser un policía. Antes de definir su futuro, esperaba poder estudiar medicina o veterinaria. Llegó a comandar el puesto de control de Policía en Morales, municipio que se encuentra en el sur del departamento de Bolívar. 

Toda la odisea comenzó cuando Bernando Villanueva llegó a su casa y le dijo a su familia, papás y hermanas, que tenían que empacar una maleta, pero que nadie debía saber que salían de la casa. Su familia hizo caso y se fueron de Morales en un camión. Bernardo se despidió de su hermana Mónica diciéndole: “Mamacita, la quiero mucho, pero necesito que se vayan”. Esta fue la última vez que abrazaron a Bernardo. 

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Última carta de supervivencia que recibieron los familiares del policía Bernardo Villanueva. Foto de Alejandro Ceballos.

Cuando se encontraban en su nuevo destino, la esposa de uno de los compañeros de Villanueva llamó a la familia, y las hermanas de Bernardo fueron quienes atendieron la llamada. La esposa de uno de los uniformados les preguntó si habían escuchado alguna noticia o si sabían de la situación por la que atravesaba Morales, a lo que respondieron que no. “‘Tienen que tomar las cosas con calma. En este momento hay toma guerrillera en el puesto de su hermano. Se tomaron el puesto, su hermano está en combate’. Mi hermana y yo lo único que hicimos fue abrazarnos, llorar y decir: ‘¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo les vamos a decir a mi mamá y papá?’, porque ellos no estaban, estábamos las dos solas”. 

Cuando llegó el papá de Bernardo, sus hijas le contaron que la estación de policía había sido tomada por la guerrilla del ELN, según medios de comunicación. Luego, al llegar la mamá, su esposo fue quien le informó sobre este hecho. Elvira Pérez, la madre de Bernardo, no entendía qué era lo que pasaba. Al día siguiente supieron que la guerrilla había secuestrado a 16 uniformados. Uno de los que estuvo en combate falleció. 

Durante un mes no tuvieron información de Bernardo Villanueva. Para esa época, en 1991, el gobierno de César Gaviria estaba en negociaciones con la guerrilla de las Farc. Esto causó que fuera esta guerrilla quien liderara, por orden de Guillermo León Sáenz, alias “Alfonso Cano”, cabecilla de las Farc, la liberación de 18 uniformados y 2 civiles. Pero en esta entrega de secuestrados no estaba Bernardo Villanueva.

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Elvira Pérez de Villanueva, madre del policía Bernardo Villanueva. Foto de Alejandro Ceballos.

Los compañeros de Villanueva buscaron a su mamá y a sus hermanas para poder darles información de la situación. Según los policías, el día del ataque, Bernardo sufrió una herida de bala en un pie y, además, su cuerpo quedó con esquirlas luego de que una granada explotara cerca. En el camino de la estación de Policía al sitio donde terminaron secuestrados tuvieron que ir a pie, pero por la salud de Bernardo los amigos tenían que ayudarlo a caminar y, en varias ocasiones, tuvo que ir sobre el lomo de un burro. 

Un día de junio de 1991, fue cuando la guerrilla liberó a los policías. Antes de la entrega, este grupo armado les pidió a los miembros de la Fuerza Pública que quedaran en calzoncillos para así requisarlos y saber que no iban a llevarse nada. En caso de que les encontraran la mínima cosa terminarían fusilados y la entrega no se haría. Antes de partir de la selva, los compañeros de Villanueva lograron verse con él. 

Cuando los uniformados se encontraron con la familia de Bernardo, encuentro que se hizo en la Escuela de Cadetes de la Policía General Francisco de Paula Santander, en Bogotá, le entregaron un pedazo de papel en el que había un mensaje de él. Les contaron que este pedazo de papel lo había guardado en el doblez de la ropa interior. “A mí se me enfriaba todo, si nos llegaban a encontrar esa supervivencia que llegó a las manos de nosotros, se iba a dañar todo”, le contó uno de los policías a Mónica, la hermana menor. 

“En medio de esta soledad que me acompaña, sin tu compañía, es cuando más te quiero y respeto, madre mía. Todo momento pienso cómo serán tus días sin mí, lloro pensando lo mucho que debes estar sufriendo por la situación que hoy se vive. Tan solo me queda decirte que no te preocupes por mí, me encuentro bien, y lo más importante, con vida”, decía un fragmento del pedacito de papel. La única prueba de que en esos momentos estaba con vida.

Después de casi 30 años, las personas cercanas a Bernardo Villanueva no saben dónde está. Su hermana menor, Mónica, piensa que su hermano no está con vida, pero solo espera que le entreguen sus restos y que sí sean de él. “Que realmente con muestras nos digan ‘Miren, es él’. En ese momento, que llegara ese cuerpito, diríamos: ‘Descansa en paz, hermanito. Ya llegaste a tu casa, llegaste a tu hogar, con nosotras’”, dijo Mónica Astrid Villanueva.

Robert Hernán Guaquez

El dí­a 27 de mayo de 2003, en horas de la madrugada, Robert Hernán Guaquez fue secuestrado por integrantes del Frente Comuneros del Sur del ELN. Iba en un bus de servicio público que cubría la ruta del municipio de Sotomayor a la ciudad de Pasto, en Nariño. El agente pretendía asistir a una cita médica, pues presentaba problemas de salud, derivados de varios episodios de violencia en más de una década de servicio en la Policía Nacional. 

“Una noche se metió la guerrilla a Cumbal. Vivíamos enfrente del comando de la estación de Cumbal. Esa vez empezó a haber muchos tiroteos, los guerrilleros subían por el muro de la casa en la que vivíamos, en esa pieza, y de ahí le tiraban a la Policía. Yo lo único que hice fue coger la niña y meterme debajo de la cama, era una niña pequeña de 11 meses. Estábamos envueltas en cobijas para que no nos diera frío, y quietecitas ahí. Lo único que le pedía a Dios era que la niña no fuera a llorar ni a gritar, porque los guerrilleros estaban encima de nosotros. Cuando ya pasó el tiroteo, sentimos que alguien golpeó la puerta y era la dueña de la casa, doña Chelita. Ella me habló porque yo no quería abrir la puerta, yo pensaba: ‘Esos son los guerrilleros que se metieron y quieren que yo les abra la puerta’. Yo estaba calladita, temblando de frío; Cumbal es muy frío. La niña se durmió, bien arropadita la tenía. Eso fue lo más doloroso porque Robert salió a apoyar y no llegaba. Se hicieron la una, las dos, las tres, ese tiroteo se calmó rápido. Eran las tres de la mañana y no llegaba Robert, se hicieron las seis de la mañana, cuando aclaró que estaba llegando. A él lo había alcanzado la onda explosiva de una bomba que habían puesto en la Alcaldía de Cumbal. Llegó echando sangre de los oídos, y lo mandaron a Ipiales”, recuerda Rubiela Delgado, la entonces esposa del policía Guaquez y quien vive ahora en la ciudad de Pasto. 

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Rubiela Delgado Melo, esposa del agente de la policía Robert Hernán Guaquez. Foto de Alejandro Ceballos.

Bajo el gobierno de Álvaro Uribe, el año 2003 fue muy violento en los diferentes municipios del departamento de Nariño. Se registraron 112 homicidios, de los cuales, el 25% de las muertes se presentaron en la capital. Según la Policía Nacional, se debieron a bandas organizadas y al conflicto armado. En Pasto murieron mayoritariamente hombres jóvenes, entre los 15 y los 44 años, así como 11 adolescentes.

“Siempre es complejo. Creo que, sobre todo, hay que alejarse por un momento de la vista personal, porque así podemos comprender un poco más el panorama y saber que, en realidad, son muchas las familias y personas las que han tenido que pasar por esto. Yo diría que este problema, a nivel nacional, ha sido una página que, de cierto modo, se sigue repitiendo. Pero, pienso que fue necesario un cambio de perspectiva, más que un cambio radical. Ante todo esto, uno alberga mucha empatía, y se comprenden las historias de otras personas, incluso de familias que son de la guerrilla, de los paramilitares. Si lo ponemos en la mesa, a nadie le dicen que escoja ser un matón o vivir en la guerra. Son circunstancias que nos atrapan y marcan a la sociedad, a todo un grupo. Es difícil verlo desde un punto de vista personal porque nos podemos cerrar y albergar demasiado rencor”, dice Alexander Guaquez, hijo menor de Robert, quien se hizo muy popular cuando hace más de quince años salía en todos los noticieros de televisión rogando por la liberación de su padre. 

Andrea Carolina, la hija mayor, es ahora artista y le ha escrito diferentes canciones a la memoria de su padre. Una de ellas dice así: “Sé que el tiempo ha pasado, pero tu recuerdo sigue aquí, tan presente aunque no estés a mi lado. Y sigo esperando aquel día para estar junto a ti. Tu esencia no se va de nuestra mente, no importa cuántos años aquí pasen, seguimos a la espera de volver a verte, aunque sea entre sueños encontrarte. Lágrimas de pena retumban. Que ya pare toda esta guerra con vidas inocentes. Que se aleje la tristeza y que no disparen a los bellos sueños que tiene aquí mi gente. Seguimos peleando por ser escuchados en un país donde alzar la voz es arriesgado. Un pueblo que añora ya un cambio, que los campos sean verdes y no ensangrentados. La luz de esperanza nunca se ha apagado, seguimos en la lucha, la paz de nuestro lado. Aunque miles de voces han callado, nuestros pasos siguen firmes entre tanto daño”. 

En agosto de 2012, la Policía Nacional le notificó a la familia del uniformado que el agente Guaquez había sido asesinado por la guerrilla el 27 de mayo de 2005. Años después, en Pasto siguen esperando alguna información sobre su paradero. “Sin cuerpo no hay duelo”, dicen sus familiares. 

Después de 18 años de su desaparición, la familia del uniformado sigue esperando información, al menos, de dónde está el cuerpo. “Extraño bastante tener esa parte paterna en la familia. Quisiera poder tenerlo, aunque sé que no se puede. La incertidumbre todos estos años nos ha causado mucho daño”, dice Andrea Carolina Guaquez, su hija. 

Isacio Palacios

“Yo estaba en la sala, en el segundo piso. Y él venía subiendo las gradas, y me mira, como concentrado. Yo estaba sentada. Le dije: ‘¿Tú por qué me mirás así? ¿Qué pasó?’, y me dijo: ‘Te quiero decir una cosa. Yo estoy viajando hoy. Te voy a pedir un favor y tenés que prometerme…’. Yo me quedé así… y le dije: ‘¿Vos te estás volviendo loco?’ Y respondió: ‘No, yo no estoy loco. Yo sé por qué te lo digo’. Yo me iba como asustando, sentía escalofríos, pero no le dije nada. Me dijo: ‘Me cuidás mucho a mis cuatro hijos. Quiero que ellos sean profesionales. Quiero que ellos estudien’. Y yo me preguntaba: “¿Qué pasó?”. Dentro de mí sentía escalofríos. ‘Con lo poco que yo me gano ustedes van a vivir bien, van a vivir relajados, no van a necesitar de nadie. Me los cuida bien. Haceme esa promesa, lo que más quiero es que ellos estén bien. Que estudien, yo quiero que Lizeth sea doctora’. Yo le dije: ‘¿Por qué me decís esto? ¿Qué pasó? Vamos al médico, qué sé yo’. Estaba impresionada. Dijo: ‘Yo sé por qué te lo digo’. La hora estaba cogiéndole. Besó a sus hijos, los abrazó, les dijo: ‘Los quiero mucho, le hacen caso a su mamá, se portan bien’. ¡Ay, Dios mío! Me cogió una tembladera”. Así recuerda la última conversación que tuvieron Yaneth Moreno y su esposo, Isacio Palacios, agente de Policía, antes de que desapareciera. 

 

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Mensaje escrito por la familia de Isacio Palacios que era leído en todas las emisoras de Quibdó, Chocó. Foto de Alejandro Ceballos.

El 9 de marzo de 2008 fue secuestrado el agente Isacio Palacios en el municipio de Nuquí, Chocó. Pretendía viajar a la ciudad de Medellín para adelantar unas diligencias médicas cuando fue interceptado a la altura de Cabo Corrientes, Océano Pacífico. Iba como pasajero en un pequeño barco a motor.

Bajo la reelección del gobierno de Álvaro Uribe, el país registró más de 400 secuestros por parte de redes criminales y grupos armados. En Nuquí, Chocó, el año 2008 comenzó con el secuestro de 6 personas por parte de las Farc, afectando no solo la tranquilidad del departamento, sino el turismo de la zona. Para el año 2008, el Instituto Nacional de Medicina Legal registró 148  homicidios en el departamento del Chocó. 

Lizeth Palacios, una de sus hijas, quien le cumplió el anhelo a su papá de ser una profesional, dice que muchas veces ha soñado con él. Todavía no pierde la esperanza de encontrarlo con vida. “Que estaba vivo, que estaba por ahí. Me lo imaginé en muchos escenarios. En el escenario de vagabundo con la memoria perdida, el escenario que estaba viviendo en una mansión y se estaba preparando para venir por nosotros. Lo he imaginado en muchos escenarios. La verdad, yo no he aceptado. Pero yo nunca acepté que él estuviera muerto. De hecho, no me da pena reconocerlo aquí, frente a cámara. Yo buscaba muchas ayudas espirituales y siempre que iba a las consultas decía: ‘Quiero saber dónde está mi papá’, y creo que a veces se aprovecharon de mi ingenuidad. Muchas veces me decían: ‘Él está vivo’. Me dolió mucho una vez que me dijeron: ‘Él los abandonó’. Una vez me levanté y le dije a mi amiga: ‘Esa señora no sabe, porque mi papá sería incapaz de abandonarnos porque nos amaba muchísimo’, y eso yo lo sentía. Que mi papá simplemente se fuera y no saber de nosotros, no llamarnos, no lo puedo creer. Otros me daban esperanzas, y yo creo que era eso lo que alimentaba mis ganas de saber que él todavía estaba vivo. Pero, la verdad, mi corazón no siente que él esté muerto. No sé si es porque no viví el duelo, la etapa del duelo, pero mi corazón no siente que él esté muerto, aún así lo esté”. 

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Yaneth Moreno, esposa del agente de la policía Isacio Palacios. Foto de Alejandro Ceballos.

Días antes de que fuera bajado a la fuerza del barco, Isacio sufrió un ataque con arma blanca. Casi pierde una de sus manos. Antes y después de la desaparición, su familia sufrió diferentes amenazas telefónicas. “Van a quedarse huérfanos”, les decían. En diciembre de 2009 y cansados de las amenazas que nunca terminaron, la familia Palacios Moreno decidió abandonar su casa, su finca y sus recuerdos. Dejaron las playas de Nuquí y se ubicaron en Quibdó. Una de sus hijas nunca quiso volver.

“Usted es todo para nosotros, no podemos estar tranquilos sin saber nada de usted. Tenemos la esperanza de que muy pronto, con el poder de Dios y María Santísima, va a regresar sano y salvo”, escribiría en un papel, quince días después de la desaparición, su esposa María Yaneth Moreno.

“Para ser sincera, yo en estos momentos diría que no los perdono. De pronto las cosas pasaron y  uno no sabe. Como decía mi hermana, nosotros nunca supimos qué pasó. Nunca supimos el cuento, la historia, por qué se lo llevaron. Yo tengo 26 años, y hasta el día de hoy, no sabemos la historia como tal, simplemente lo que se escucha, el comentario. La persona que quizá lo hizo, que lo perdone Dios, que no lo vuelvan a hacer, como decía mi mamá. Pero, la verdad, sí hay mucho rencor y frustración. A veces me pongo a pensar e intento que esa rabia no me afecte la vida cotidiana, pero hay mucho dolor, porque dejaron a 5 hijos sin su padre. Mi mamá es una mujer muy guerrera, valiente y ha sido el espejo. Ella puede estar mal por dentro, pero siempre nos demostró finura dura. Yo siempre tuve ese papel paterno y, como decía mi hermana, ese papel nunca se reemplaza. Está la frustración y decepción de que nos dejaron a nosotros solos, casi sin una figura paterna. En mi corazón no siento odio, porque es lo que él me inculcó, pero no los perdono. Igual fuimos muy felices y todos nos tratamos de apoyar, pero pienso que si mi papá estuviera hoy, estaríamos mejor. Nos dieron un golpe muy duro”, dice entre llanto su hija menor Xiomy Palacios. 

Después de 12 años, la familia Palacios no ha recibido información sobre el paradero del uniformado. Su hijo menor, Yerson, murió ahogado a principios del 2020 en la desembocadura del Río Nuquí. Estaba de vacaciones. 

Luis Paternina

“Te quiero como nadie te ha querido. Te quiero como nadie te querrá, no creas que son solo palabritas…”. Estas “palabritas” se extendieron en la memoria de Ivonne Margarita, como si fueran la prueba permanente de la existencia de su padre, el policía Luis Paternina, quien un día desapareció y jamás se volvió a saber de él.

En las peluquerías de Sincelejo corrió el chisme, todos comentaban que el policía Paternina se fue en una moto Kawasaki Coyote y no regresó. También decían los chascarrillos que los perpetradores enterraron la moto. Todo era cotilleo, que más tarde se transformó en mito y finalmente en leyenda. La familia quedó en ese limbo donde habitan los seres que no se les permite ni vivir ni morir. 

El 10 de septiembre de 1988, Paternina salió de viaje con su compañero Rafael Nariño Olivera. Tenían el día libre y se movilizaban en una moto por la vía que conduce al municipio de San Benito, Sucre. Su amigo Rafael le pidió que lo acompañara para visitar a su familia. Fue la última vez que los vieron. 

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Diploma de grado del agente Luis Paternina. Foto de Alejandro Ceballos.

“Él amaba mucho a su Policía, él decía: ‘A mí no me va a pasar nada. Yo sé controlar la situación’, porque a mí me daba miedo. Yo le decía: ‘Mira, Pater, ¿por qué no renuncias? Y haces otra cosa. Mira, ya tengo tres hijos. No me voy a quedar viuda. Imagínate, tú eres el que ve por uno’. ‘No, mija. Ten fe que a mí no me va a pasar nada. Yo sé llevar mi Policía’, me decía. Él nunca quiso renunciar. Él tuvo un accidente y, con todo eso, siguió en su Policía. Así, cojo, así prestaba servicio y nunca quiso dejar la Policía”, recuerda su esposa, Ruby del Socorro Díaz.

La herida de dolor causada a familiares y amigos nunca se cierra. A los desaparecidos jamás se les permitirá el derecho a una tumba. A Luis Paternina se le recuerda como una buena persona, magnífico policía, comprometido con su profesión. Adoraba escribir; su esposa, Ruby del Socorro, conserva todavía esas palabras que un día de pasión le dedicó: “Te amo como un loco desesperado buscando qué comer”.

No se sabe cuáles fueron los motivos de su desaparición. Sin embargo, su hija Ivonne tiene viva la imagen de la despedida de Luis Paternina con su camiseta con el conejito de Play Boy. Fue su último adiós. “Recuerdo que mi mamá le guardaba todos los días la comida y no permitía que nadie se la comiera o la botaran. Yo siempre me sentaba en la terraza, porque yo tenía la ilusión de verlo llegar, como todos los días, y así esperé muchos años. Yo no sé cuánto tiempo pasó, y después supe que no iba a regresar. Yo lo esperaba, siempre lo esperé sentada en la terraza. De hecho, yo nunca hablaba de él con nadie, ni con mis amigos ni cuando entré a la universidad, jamás hablé de él porque me da tristeza. Nunca hablo de esas cosas. Con ustedes se dio la oportunidad, y quise, pero eso todavía duele. La ausencia, recordarlo, saber que no está y que ya no tengo esperanza de que regrese, porque ya no la tengo. Antes sí, cuando era muy niña, en mi inocencia. Pero ya sé que eso no va a pasar, sé que no va a regresar”, concluye. 

Bajo la presidencia de Virgilio Barco y durante gran parte de los años 80, el país se encontraba en medio de un conflicto armado entre el Estado y el M-19, las antiguas Farc-EP, el paramilitarismo y el ELN, además de una creciente ola de violencia producto del narcotráfico. En el departamento de Sucre, durante el año 1988, se registraron 126 homicidios, en un aumento de violencia hacia las zonas rurales.

“Yo sé que vivo no está, pero que Dios tenga compasión de eso. Dios es el único que puede perdonar, porque yo no perdonaría, mire todo lo que estoy sufriendo. De mi parte no hay perdón, solo se lo dejo a mi Dios, que es el único que puede hacer las cosas. Todo ha sido muy grande, con tres hijas. Él era una persona muy buena que no se merecía eso”, dice su esposa, mientras se toma la cabeza y agacha la mirada. 

En el final de este drama, lo que queda es la oración de su esposa Ruby del Socorro Díaz Pérez: “Yo pedía encontrarlo para darle sepultura, como él se la merece, pero ni a eso tuve derecho”.

 

Este texto fue escrito en coautoría con Laura Valeria López (@Lauravalerialo). Los autores hacen parte del CrossmediaLab de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Se basa en la investigación “Un inventario de ausencias”, un especial multimedia que financió la Policía Nacional, a través de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz – Unipep.

Es periodista y docente en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Ha trabajado para diversos medios e instituciones como periodista y gestor de comunicaciones. Estudió una maestría en educación en la Universidad del Norte.