En la medida en que no es fácil diferenciar a unos de otros, pues además en algunas zonas están en guerra, la aproximación del Gobierno a las disidencias debería centrarse en el problema práctico que consiste en el control territorial y la gobernanza criminal que han logrado instaurar principalmente en el sur del país. En este sentido, el mejor curso de acción es acelerar la implementación del Acuerdo Final para la Paz, ampliar la puerta del sometimiento a la justicia vía justicia ordinaria, desactivar los conflictos territoriales de esas regiones a través de la participación social concentrada en los diálogos vinculantes, avanzar de manera decidida en la consolidación del estado local, y generar una disuasión militar creíble.
Nada de lo anterior requiere una nueva negociación de paz con las disidencias sobre todo por parte de un gobierno que en gran medida le ha quitado la agenda de las “grandes transformaciones” al ELN. Por supuesto el sometimiento a la justicia implica diálogo y negociación, pero sobre los términos de entrega. No sobre el modelo político y económico.
En el caso de las Farc, su desmovilización se logró a partir de una desactivación de su trayectoria armada en el marco de una negociación posterior a un debilitamiento estratégico en términos militares. En este sentido las disidencias son un coletazo, una resaca de ese proceso que, a pesar de haberse fortalecido en los últimos cuatro años -como lo muestran los mapas-, de ninguna manera constituyen una nueva versión de la vieja organización. Al reconocerles esa condición el Gobierno le concede al uribismo que las Farc no se desmovilizaron, una sus principales banderas para oponerse al Acuerdo Final del 2016.
Las ventanas del delito político
La mejora gradual de la capacidad del Estado para ofertar bienes y servicios públicos en las zonas marginadas durante las últimas décadas se ha dado paralelamente al cierre, también gradual, de la puerta del delito político. Hasta hoy ese había sido un consenso implícito y central de la doctrina del Estado reflejado además en el acto legislativo 02 del 2019 modificatorio de la constitución política sobre la conexidad del narcotráfico y del secuestro con el delito político. Bajo esta perspectiva el cierre del conflicto armado en Colombia pasa por la posibilidad de que, a través de los mecanismos establecidos en el acuerdo final con las Farc, se desarrollara una negociación con el ELN bajo la agenda ya acordada con este grupo en el 2016.
En términos prácticos, una negociación política con las disidencias, rearmados y residuales de las antiguas Farc, no solo reabre las ventanas del delito político, sino que les propicia dos golpes a los más de los trece mil firmantes que han honrado el Acuerdo Final de 2016.
En primer lugar, les demuestra que hubieran podido delinquir durante cinco años más sin mayores consecuencias en cuanto a la pérdida de beneficios. Las condiciones actuales de una gran parte de estos firmantes aún hoy son precarias. Sus proyectos productivos no han despegado o siguen a la espera de financiación, han tenido que abandonar las Etcr por condiciones de seguridad y aún lidian con las secuelas físicas y psicológicas de la guerra. Cumplirles a ellos y acelerar el proceso de reincorporación, así como de la implementación del acuerdo final, puede ser más importante para la construcción de la Paz Total que empoderar a las disidencias.
En segundo lugar, y de aún mayor consideración, no hay que perder de vista que una parte importante de la violencia que se ha ejercido contra firmantes del Acuerdo de Paz y que ha constituido uno de los mayores palos en la rueda para la implementación del acuerdo proviene de las disidencias. Así lo sugiere el informe presentado ante la JEP elaborado por la Misión de Verificación, Cerac y Cinep, en que se sostiene que las disidencias de las Farc son responsables de cerca del 60% de las afectaciones contra excombatientes.
El capital de la paz
Por último, es importante recordar que el capital político del presidente Petro no es infinito. Si bien los escenarios de ceses multilaterales pueden conducir a una reducción de la violencia en el corto plazo, en el largo plazo puede implicar un mayor control territorial los grupos armados. Esto produciría un retroceso en materia de gobernabilidad vía cooptación del Estado, como sucede hoy en día en Arauca y en el sur de Córdoba.
Por esto, de acuerdo con la evidencia colombiana e internacional, los ceses al fuego son el resultado y no el preámbulo de unas negociaciones de paz. La apuesta del cese multilateral es tan astuta como arriesgada. Así como puede conducir a una reducción de la violencia de manera pronta, puede ser el inicio turbulento del proyecto de paz total en un contexto donde las disidencias están en guerra entre sí en Putumayo, Nariño y Cauca, el ELN considera que una parte de las disidencias son paramilitares, y en donde el Clan del Golfo está en Guerra con el ELN en Chocó y en Norte de Santander. Esto sin mencionar otras conflagraciones locales entre grupos de delincuencia organizada como sucede en Buenaventura y la costa Caribe.
Aún es pronto para augurar el éxito o el fracaso de la Paz Total. La situación del país requiere esfuerzos, voluntad política y creatividad para superar la violencia. Un buen comienzo sería clarificar el alcance de los diferentes instrumentos de la política de la Paz Total, concentrarse en la negociación con el ELN, e impulsar una estrategia de seguridad que la acompañe.