La visita de Jairo Yáñez, alcalde de Cúcuta, al corregimiento de Aguaclara estaba programada para las 8 de la mañana el 7 de julio. Una hora antes, empezaron a llegar líderes de juntas de acción comunal de esa zona rural. Venían desde veredas cercanas, entre 15 minutos a una hora de distancia en moto.  

Aguaclara es el más antiguo y central de los diez corregimientos que componen la zona rural de Cúcuta. No es el más grande pero sí el más estratégico. Está a 15 minutos de la frontera, es una ruta alterna para llegar al Catatumbo y está a menos de una hora en carro del casco urbano de la capital nortesantandereana. 

Esa mañana, la cita del alcalde fue en el patio salón del colegio. El párroco de Aguaclara encargó una limpieza a la entrada el día anterior pero el rastro de maleza y hojas secas descubría el abandono. Los líderes que organizaron el encuentro colgaron cortinas y emularon un telón. Encima colocaron banderas de Colombia y de la región. En el centro, una cartelera que decía “Bienvenido señor Alcalde al corregimiento especial de Aguaclara”.

En frente formaron una mesa redonda con pupitres. A un lado se sentaron los líderes y al otro casi todos los secretarios del gabinete municipal. En medio, los zancudos y el calor propios de la zona. El evento empezó a las 10 de la mañana, cuando llegó Yáñez. 

A pesar de su cercanía, como muchas zonas rurales del país, está desconectado de la ciudad. “Casi que no llegamos. Es más fácil llegar a Bogotá que acá”, comentó Yáñez mientras saludaba de puño a los asistentes. Según varios líderes, al menos hace cinco años no venía un alcalde con todo su gabinete a una mesa de trabajo. 

Entre los habitantes que asistieron está Luis Rivero, un joven de 20 años. Se graduó el año pasado de bachiller del colegio donde ocurría el evento. Fue para ayudar al párroco a cuadrar el sonido y algunas cosas de logística. “Yo le colaboro así en cositas al padre y él me reconoce algo”, dice Luis.

Durante toda la mañana y hasta las cuatro de la tarde Luis escuchó cómo los líderes recitaron sus problemas: las vías en mal estado; la falta de un acueducto y alcantarillado dignos, con planta de tratamiento; el desempleo y la informalidad; la precariedad del sistema educativo; la falta de actividades culturales y recreativas. Cada secretario trató de responder punto por punto, anunciando avances, razones de los retrasos o futuras soluciones. 

Pero en esa lista faltó la violencia. El secretario de Seguridad no asistió. Los líderes no mencionaron ni el contrabando ni el narcotráfico que atraviesa su territorio. Tampoco cómo el ELN, los Rastrojos y las Autodefensas Gaitanistas controlan y dividen las veredas, creando incluso fronteras invisibles. No se habló de que  cada vez más migrantes y jóvenes terminan vinculados con el microtráfico, prostitución y los grupos armados y se vuelven blanco de asesinatos selectivos.

Jairo Yáñez durante su discurso en el corregimiento de Aguaclara. 

Durante el discurso del alcalde, un grupo de cinco líderes comunales se alejó unos metros del evento. Se sentaron en unas sillas de cemento pegadas al piso que hay en el colegio. Tomaban agua y hablaban entre susurros. Uno de ellos dijo: “No, no eso no…el problema es que yo voy y digo algo y cualquier día me mandan a callar”. 

Distraer el peligro 

La única entretención en la vida de Luis es bailar. Por eso puso especial atención cuando hablaron de cultura. Los líderes reclamaron la recuperación de la casa de la cultura, una infraestructura que la Alcaldía construyó en 2018. Quedó mal hecha y el techo se está cayendo. Y aún si estuviera en buen estado, la Alcaldía no ha desarrollado ningún programa de formación allí. 

Actualmente en Aguaclara, solo hay un grupo que se reúne alrededor de esa casa de la cultura. Es un grupo de danza de 60 niños, creado en febrero pasado. La única integrante mayor de edad es Vicky Mojica, de 18 años. 

Vicky es la mejor amiga de Luis desde que ambos tienen memoria. Ella es más trigueña y él más alto. Él tiene cinco tatuajes –solo dos a la vista– y ella está pensando hacerse el primero. Luis tiene ojos claros y espalda ancha. Vicky tiene pestañas largas y piernas fornidas. Ambos aún tienen cara de niños y sonrisas alargadas. 

Vicky y Luis en una presentación en Cúcuta.

Además de ser vecinos de barrio y compañeros de colegio, cuando tenían 14 y 15 años coincidieron en el gusto por la danza y compartieron en una agrupación de Aguaclara que desapareció, por falta de recursos. Hacia la misma época, Vicky y Luis también se encontraron entrenando rugby. 

“Una vez mandaron a un profesor de Cúcuta acá para mostrar el deporte y vino y nos entrenó unos meses y luego no volvió más. A mi me gustó mucho y con Luis fuimos los únicos que seguimos practicándolo”, cuenta Vicky. “Íbamos a entrenar hasta Cúcuta. Nos bajábamos en el terminal y de ahí, camine una loma como media hora para llegar a la cancha a entrenar”, complementa Luis. 

En Aguaclara hay una cancha grande, de parches de pasto y maleza. En las tardes, una treintena de niños y niñas pasan horas detrás de un balón. 

“Lo que no ven es que futbolistas de verdad sale uno entre mil. En otros deportes, como en el rugby, hay más oportunidades”, dice Vicky.

Pero esas oportunidades no llegan a Aguaclara o, como el rugby, son pasajeras. Otras cosas abundan en esta zona roja. 


Un punto estratégico

En 1999 los paramilitares llegaron a Aguaclara, sacaron a la gente de sus casas y les ordenaron reunirse en el parque. Una vez ahí, mataron a bala a tres personas que acusaban de guerrilleros. Se pasearon por el pueblo y mataron a uno más. 

Parque de Aguaclara.

El comandante paramilitar alias el ‘Iguano’ controló toda la zona rural de Cúcuta y tuvo su centro de operaciones en una finca en la vereda La Javilla, que pertenece a Aguaclara.

Años después, cuando Vicky y Luis estaban cursando bachillerato, tuvieron que evacuar el colegio por una balacera en esa vereda. 

“Estábamos en clase y se prendieron a plomo por allá. Se escuchaba durísimo y nos mandaron a recoger. Llegaron las mamás por todos”, recuerda Vicky, sin saber a ciencia cierta qué grupos estaban enfrentándose. “No era tan cerca pero como el colegio es potrero, no está cerrado. El miedo era que nos llegaran ahí para esconderse”, remata Luis. 

Ambos lo contaron moviendo las manos, alzando las cejas y con una risa que iba y venía entre la emoción y los nervios. El peligro al que están expuestos, tanto en ese recuerdo como en su diario vivir, es borroso. Vicky y Luis crecieron con dos reglas: escuchar y hablar poco, y no estar ni en el lugar ni con las personas equivocadas.

Según los dos, cumpliéndolas, se cuidan. Pero no es una garantía.

En la zona rural de Cúcuta hay influencia de todos los grupos armados ilegales que existen en Colombia, excepto los Caparros. Hay informantes y aliados de las disidencias de las Farc y del reducto del EPL. Y entre los Rastrojos, las Autodefensas Gaitanistas y el ELN ejercen el control social en el territorio. 

Hasta 2019, había hegemonía de los Rastrojos. El paso por Aguaclara era la puerta de oro para el narcotráfico y contrabando que controlaba ese grupo. Justo por ahí fue que el presidente interino de Venezuela, Juan Guaidó, entró a Colombia para el concierto de Venezuela Aid Live en febrero de 2019.

A los pocos meses, el ELN y las fuerzas militares de Venezuela, aliados en el territorio vecino, los enfrentaron hasta sacarlos de las inmediaciones de la línea fronteriza. 

Pero Los Rastrojos no han dejado la zona por completo. Solo se movieron hacia el interior. Se acentuaron en otras veredas de la región, a menos de una hora de la zona fronteriza. Desde donde están, no solo mantienen las extorsiones, sino que han aumentado el microtráfico.

Esa reacomodación ha intensificado la violencia en la zona rural de Cúcuta. Masacres, asesinatos que ocurren de un lado de la frontera pero cuyos cuerpos aparecen del otro lado, desplazamientos masivos y nuevamente campos de minas antipersonal. 

Todo ha ocurrido en veredas muy cerca de Aguaclara pero no propiamente en el centro poblado. Sin embargo, los efectos de esa guerra sí han transformado el entorno de Vicky y Luis. 

La trocha en auge 

Cuando era niña, Vicky solía salir a caminar de la mano con su abuelo. El recorrido era de unas cinco cuadras rodeadas de rastrojo y algo de bosque. El destino era el puente del río Pamplonita, donde termina el centro poblado de Aguaclara. 

Ocasionalmente el río Pamplonita es noticia porque hallan cadáveres en sus aguas. 

Se paraban justo en la mitad del puente y se recostaban sobre las barandas amarillas. Frente a esas aguas marrones, Vicky y su abuelo se quedaban viendo atardeceres. A sus espaldas, de vez en cuando se escuchaban pasar motos y carros resistentes a la trocha que seguía, rumbo a Guaramito, otro corregimiento fronterizo de Cúcuta, al que se llega por Aguaclara, a 15 minutos en moto. 

De ese tránsito ocasional solo queda el recuerdo. Con la crisis económica en Venezuela, el éxodo de sus habitantes y los seis puentes formales cerrados, la trocha de Guaramito y Aguaclara, como todas las que existen a lo largo de los 2 mil kilómetros de frontera, se mantiene en movimiento. Día y noche. 

El trayecto que solía ser rastrojo y bosque, hoy está lleno de bodegas y pequeños locales. A lado y lado de esas cinco cuadras, los andenes están llenos de torres de papel higiénico, bultos de harina, de arroz, detergente, pacas de gaseosa y canastas de cerveza. Hay un par que ofrecen todo tipo de ropa, artículos para el aseo o electrodomésticos. Abarrotes para Venezuela. 

No pasa gente a pie sino motos, carros y hasta camiones transportando migrantes y contrabando. Los carros y los camiones se parquean en fila a un lado de la trocha esperando su turno para entrar a las angostas calles y cargar la mercancía. Las motos que llevan a los migrantes con sus maletas o que van cargadas con gasolina en pimpinas, no paran de circular a toda velocidad. 

Motos, carros y camiones atraviesan el río Guaramito, que divide a Colombia y Venezuela, por un planchón. 

Todo ese movimiento popularizó a Aguaclara pero desde la clandestinidad, imponiendo la economía ilegal. Una en la que se mueve mucha plata y aún así, la mayoría de gente vive en la pobreza. 

Trabajar desde niños 

Para entrenar y bailar, Vicky y Luis necesitaban plata. Para pagar el pasaje de bus hasta Cúcuta, mandar a hacer trajes y uniformes y costear los viajes a otros municipios para las presentaciones o los partidos. 

Vicky alcanzó a estar en la Liga nortesantandereana de rugby y se rebuscaba en pequeños trabajos de electricista con su papá, haciendo rifas o cocinando y vendiendo hallacas por encargo. Luis, además de sus hobbies, tenía que ayudar con el mercado de la casa e incluso pagarse el colegio. Durante un año dejó de estudiar y trabajó como jornalero en cultivos de arroz y también administró un billar y una discoteca. “La Policía llegaba y yo decía que era mayor de edad y me creían. No me pedían ni la cédula”, cuenta. 

Pero desde el año pasado ninguno va a entrenar a Cúcuta. La pandemia lo suspendió todo varios meses y ahora el problema es que, con tanto migrante saliendo a Cúcuta, el transporte público encareció. Antes solían pagar 6 mil pesos ida y vuelta y hoy vale el doble. 

En la zona rural de Cúcuta hay 22 mil habitantes. Uno de cada dos hogares viven en situación de pobreza. Así que, como Vicky y Luis, la mayoría de niños y jóvenes de Aguaclara trabajan. Bien sea para ayudar en sus casas o para pagarse cosas que sus familias no pueden. 

En la vía que conduce de Aguaclara a Guaramito, los carros esperan su turno para cargar la mercancía que llevan a Venezuela. 

Apenas son lo suficientemente altos para sostener una moto, aprenden a conducirla y van y vienen haciendo mandados. En los mejores casos, se sientan en la puerta de sus casas a vender gasolina, tanqueando motos con un envase de gaseosa y una manguera plástica como embudo. 

Pero la mayoría de niños y jóvenes hombres trabajan en talleres de motos o jornalean en las fincas arroceras: horas enteras encapuchados con camisas  para no aspirar el veneno que riegan al fumigar los cultivos. Como los dos hermanos mayores de Vicky.

Por su parte, las mujeres pasean el pueblo ofreciendo tortas o comidas que cocinan en sus casas o ayudan a cuidar a sus hermanos mientras sus papás trabajan. Muchas, tras embarazos a temprana edad, se van a vivir con su pareja y se convierten en amas de casa. Como las dos hermanas mayores de Luis. 

Tal y como nos dijo un profesor y tres líderes de la zona, “conocer la plata desde pequeños” es el inicio de la cadena. Si acaso se gradúan de bachiller, pues muchos dejan de estudiar porque les toca ayudar en su casa, su única aspiración es conseguir dinero. 

Así, se alejan de hábitos como la danza o el rugby y se acercan a ambiciones de adultos. 

“Desde que haya comida, yo con dos mil pesos en el bolsillo estoy tranquilo. Pero aquí casi todos los pelados si no tienen 70 mil pesos todos los fines de semana para la cerveza, el billar, la fiesta, no están bien”, comenta Luis. 

El último eslabón en esa cadena de trabajo, son las rentas ilegales. Esas que controlan los grupos armados. 

“El chico sabe que el hijo del vecino trabaja con permiso de la guerrilla y ahora cuando viene a visitar lo ve con plata, moto, pistola, oro colgado, mozas…¿dígame cómo batalla uno contra eso?”, dice un profesor de la zona. 

La ley de la “contribución”

Luis anduvo la trocha entre Aguaclara y Guaramito cuando trabajó en las arroceras enclavadas en veredas de ese sector. Se transportaba en su achacada pero útil Bera Socialista, una marca de moto venezolana popular en Aguaclara porque es económica y pasa por donde sea. 

Con esa moto y por esa trocha, fácilmente pudo ser uno de los jóvenes que trabajan cruzando a Venezuela todos los días. 

Pudo ser bachaquero, esos que cobran hasta 50 mil pesos a los migrantes por cargar sus motetes y gestionar el transporte para atravesar la zona rural de ambos lados. 

La ruta hacia la trocha para ir a Venezuela pasa por enfrente de la Estación de Policía de Aguaclara. En cada turno hay de 12 a 15 Policías. 

También pudo ser pimpinero, los que amarran a su moto un tetris de hasta once canecos de gasolina para contrabandear. Son cerca de 100 pimpineros que circulan en un día por la trocha de Aguaclara y Guaramito. Desde donde compran la gasolina hasta donde la venden, recorren unas tres horas. 

Pero Luis dice que no trabajaría en eso. “Yo no me atrevería porque es que ellos, quieran o no quieran corren mucho riesgo…que caerse al río con todo eso amarrado o que se prenda la moto, ¿si me entiende?”, dice.

Vicky y Luis cuentan unos tres o cuatro conocidos, gente de su edad que estudió con ellos, con la que jugaron alguna vez y que hoy ven cruzando el pueblo a toda velocidad. Pero hoy, quienes más lo hacen son migrantes venezolanos.   

Hace casi cinco años, los pimpineros compraban la gasolina venezolana para venderla del lado colombiano, porque era considerablemente más barata.  Hoy, en medio de la crisis venezolana, se invirtieron los papeles. 

Hay pimpineros que pasan la frontera cargados de gasolina hasta cuatro veces al día.  

En Colombia compran la gasolina subsidiada –que es más barata que en el resto del país por ser zona fronteriza– o la gasolina hechiza, conocida como ‘pategrillo’. Es la que fabrican en el Catatumbo rompiendo el tubo de Ecopetrol y con la que también procesan coca. 

Cargar esa gasolina es ilegal pero tienen una suerte de permiso para hacerlo, gracias a las seis “contribuciones” que pagan durante el recorrido. 

Es decir, le pagan a los grupos ilegales y a las autoridades tanto venezolanas como colombianas para que los dejen circular. El negocio es tan rentable que sin contar las extorsiones, por cada viaje les quedan entre 80 y 120 mil pesos. 

Pero ese permiso para transitar, en un territorio en disputa como la zona rural de Cúcuta, se convierte en su cruz. Una que casi todo mundo en el pueblo, por el simple hecho de vivir ahí, tiene que cargar.

Todos son objetivo militar

Puerto Lleras es una vereda a 15 minutos en moto del parque principal de Aguaclara y luce como un barrio más. Solo que en vez de casas, abundan cantinas, billares y discotecas. 

Y no es que en Aguaclara no haya rumbeaderos, solo que hay menos y cierran temprano. A más tardar a las nueve de la noche, todo el mundo está en su casa en Aguaclara. Solo se escucha el paso de camiones contrabandeando y traficando droga. Si uno se asoma, solo se ve a los “moscos”: esas personas que se paran en las esquinas con un celular en la mano, pendientes de reportar cualquier novedad sobre el camino hacia la trocha. 

En cambio, en Puerto Lleras, la rumba es hasta la madrugada. 

Vicky solo va allá a cenar a un restaurante de comidas rápidas y se devuelve, por tarde, a las ocho de la noche. Su mamá le tiene prohibido quedarse allá. Luis sí suele ir a bailar. 

“Yo voy con mis amigos pero nos hacemos en una esquina y bailamos ahí alrededor de la mesa, no en la pista”, cuenta Luis. “Con ellos o sin ellos yo a las dos de la mañana me devuelvo”. Tanto la prohibición para Vicky como la prevención de Luis, hacen parte de cumplir una de sus reglas de vida: no estar en el lugar equivocado. 

Entrada la noche, las calles de Puerto Lleras se llenan de motos provenientes de distintas veredas. Luces tenues de color rojo, verde, morado y azul y música estallada a todo volumen adornan las cantinas. 

Hace poco demolieron la discoteca más grande que había. Además de una pista de baile inmensa, tenía venta de comidas, piscina y hasta una gallera. Según dicen dos habitantes del sector, la cerraron porque mataron gente dentro. 

Sobre la calle principal de Puerto Lleras, que es la misma vía que conduce a Cúcuta, se ven mujeres jóvenes paseando de un lado al otro con un cigarrillo y una cerveza en la mano. 

Según seis fuentes de la región, muchas de ellas son migrantes que se dedican al trabajo sexual. Un trabajo que para cuatro líderes del corregimiento con los que hablamos en muchos casos es explotación. Muchas trabajan en eso porque es su única opción de supervivencia, entre ellas hay menores de edad. 

“Hay niñas de acá, de Aguaclara, que aparecen en catálogos de prepagos de Cúcuta”, dice una de las fuentes de la zona que ha recibido denuncias de la comunidad al respecto. 

La prostitución en la zona rural de Cúcuta también está regulada por los grupos ilegales. El año pasado la Defensoría alertó que también deben pagar extorsiones para poder trabajar, a algunas las obligan a vender droga y otras terminan amenazadas por supuestamente tener vínculos o cercanía con miembros de otros grupos, al punto de que terminan huyendo de la región. 

Para los grupos armados, todos en Aguaclara son un informante en potencia. Entonces, la otra regla de Vicky y Luis cobra sentido: escuchar y hablar poco.   

Una alerta temprana de la Defensoría del Pueblo de 2020 reseñó cómo el ELN ocasionó desplazamientos forzados de personas que amenazaban de supuestamente ser familiares o conocidos de miembros de Los Rastrojos. 

Como Los Rastrojos intensificaron el microtráfico, cada vez es más común el consumo en los rumbeaderos de Puerto Lleras. A su vez, hay más jóvenes en listas de limpieza social porque la guerrilla presume que tienen nexos con Los Rastrojos, por el hecho de comprarla. 

Y en esa mezcla de baile, trago, drogas y prostitución, cualquiera puede acabar muerto. Así le ocurrió al tío menor de Luis. 

“Estaba en un billar y dos tipos llegaron y le pegaron siete tiros. Fue un error, se equivocaron de persona”, cuenta Luis, quien en cuanto supo del ataque corrió hasta el lugar y alcanzó a sostenerlo en sus piernas moribundo.

El futuro 

La última vez que Vicky y Luis fueron a Puerto Lleras juntos, fue a comer una picada en un restaurante. Música de Mr. Black amenizaba el lugar. En sus grupos de danza el repertorio es folclor y ambos lo disfrutan pero lo que les fascina es bailar champeta. 

Les llovió de camino. Luis fue en su Bera y Vicky en una moto prestada. De regreso, la luz frontal de la Bera no prendió. Intentaron regresar juntos para que la luz de la moto de Vicky les alumbrara a ambos pero Luis conducía más rápido. Se devolvió guiándose con el débil reflejo de la línea blanca del pavimento. 

Una meta de Vicky a corto plazo es comprar la licencia de conducción, ahorrando con el trabajo que acaba de conseguir en el despacho de la parroquia. Así, llegar y moverse por Cúcuta sería más asequible. Pero primero tiene que pagarse una técnica virtual de auxiliar en farmacia que empezó hace poco. Son dos semestres virtuales, a 600 mil pesos cada uno. 

Luis quiere empezar a estudiar eso mismo pero no tiene trabajo estable. Así que, por ahora, los 400 mil pesos que tiene ahorrados son para dividirlos en 80 mil pesos mensuales y mantenerse con su mamá y su hermano. 

Pero los sueños de ambos van más allá. Luis quiere ser enfermero y Vicky comunicadora social. Ambos caminos implican salir de Aguaclara y por ahora, ninguno puede pagarlo. Y aunque no quieren dejar su pueblo ni su familia, si quieren darle la espalda a la violencia en la que viven inmersos. 

Ese conflicto enquistado que a muchos jóvenes en Aguaclara sí los mira a los ojos. 

Luis y Vicky.. 

Soy periodista de la Unidad Investigativa de La Silla Vacía desde 2023. Antes cubría política menuda en los santanderes y conflicto armado en la frontera colombovenezolana. En 2015 gané el premio de periodismo regional Luis Enrique Figueroa Rey. En 2017 codirigí el documental Espejos de Vida, selección...