Lucas Ospina, columnista de La Silla Vacía.
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Hace unas semanas, Netflix publicó el primer vistazo de lo que será su versión serial de Cien años de soledad. La primera dosis gratuita de entretenimiento, que corresponde al Avance Oficial de la productora, es un corto de 1 minuto y 29 segundos con la cara de un personaje bigotudo y la traslación, traducción, adaptación, trasposición o trasplante de las famosas primeras líneas del libro a una voz que, en español caribeño, nos lee con la misma dicción correcta, didactista y solemne de un audiolibro comercial para aprender castellano.

Lo que se puede inferir de las imágenes, su tratamiento o cinematografía, para decirlo en intelectual, es que están filmadas utilizando todos los recursos propios de una megaproducción. Cada miembro del equipo de rodaje hace su mejor esfuerzo para ejecutar lo que sabe, justificar su puesto y cumplir con los parámetros de un manual de estilo. El camino al infierno cinematográfico está empedrado de buenas intenciones profesionales. Así lo describía Gabriel García Márquez en una entrevista en 1967:

“Escribir para el cine exige una gran humildad. Esa es su gran diferencia con el trabajo literario. Mientras el novelista es libre y soberano frente a su máquina de escribir, el guionista de cine es apenas una pieza en un engranaje muy complejo y casi siempre movido por intereses contradictorios”.

Dos décadas después dijo a El Espectador:

“He creído siempre que mientras el director de cine necesite de un escritor, el cine está sometido a la servidumbre de la literatura. La aspiración del cine para ser un arte completamente autónomo es que el propio director cuente su historia completa desde el principio, sin la ayuda de ningún texto literario. Este es un pensamiento idealizado que tengo por mi amor al cine y por mi amor a la literatura. Sin embargo, la realidad es otra; hasta ahora, cine y literatura son una especie de matrimonio mal avenido: no pueden vivir ni juntos ni separados”.

Por lo pronto, el Avance Oficial deja ver que la serie agota todos los clichés posibles para fabricar este dulce audiovisual: uso abusivo de la cámara lenta, múltiples cortes, planos, tomas desde grúas, drones y desplazamientos efectistas; fotografía con filtros vintage empalagosos, voces solemnes y musicalización épica, textiles autóctonos con acentos en gamas beige; iluminación y encuadres que abusan de la fotogenia bajo un encuadre que privilegia una composición central para producir íconos cuasireligiosos que se puedan reproducir en videítos verticales de TikTok y en estampitas en grandes vallas en los centros urbanos con la gran N de Netflix.

Se trata de una cinematografía dominada por la productora, en la que cada acción se nota tamizada por consultores, abogados, asesores de imagen y proyecciones de prueba ante públicos selectos, con el fin de determinar y mitigar los contenidos que podrían ser polémicos bajo la moralina higiénica de la corrección política visual. El resultado es una papilla digerible donde todo exceso ha sido moderado en las reuniones ejecutivas que delinean las directrices editoriales y ordenan modificar o editar lo ya grabado para ajustar el producto a una métrica ajena a cualquier controversia que afecte el buen nombre de la empresa.

En Colombia se contempla que el Macondo construido por Netflix como locación en el Tolima se convierta en una atracción turística: el polvo, la artesanía y la naturaleza forman parte de un parque temático que todo lo domestica en aras de que la producción fluya y no sufra contratiempos. A pesar de que García Márquez usó la economía de una máquina de escribir para encerrarse, crear a tajos y teclear bajo la partitura modesta que le dictaba la contingencia laboriosa y singular de la imaginación, Netflix privilegia un producto sobreproducido que, por momentos, parece hecho por la Inteligencia Artificial, con la precisa instrucción de que parodie Encanto de Disney, pero con actores y escenografía reales en algún lugar perdido de América Latina.

“Para conocer el origen y la calidad de un vino, es inútil beber el tonel entero”, dice Oscar Wilde en El crítico como artista. Este primer sorbo de la serie parece comprobar la tesis radical del cineasta y escritor italiano Pier Paolo Pasolini, cuando en 1973 dijo que Cien años de soledad “se trata de la novela de un guionista o de un costumbrista, escrita con gran vitalidad y derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana (si es que todavía existen). Los personajes son todos mecanismos inventados, a veces con espléndida maestría, por un guionista: tienen todos los «tics» demagógicos destinados al éxito espectacular”.

Como en toda crítica, tal vez sea una verdad a medias o una media verdad lo que argumenta Pasolini, pero conviene recordar que el tiempo que García Márquez se tomó para trabajar exclusivamente en Cien años de soledad provino de lo que pudo ahorrar al trabajar durante varios años al servicio de franquicias norteamericanas de publicidad o escribiendo guiones, y claro, toda esa experiencia laboral de tintes mercantiles, le proporcionó al artista una educación práctica y sentimental, un arsenal de trucos narrativos que jamás le habría dado la literatura “pura” (aunque nunca dejó de ser un lector insaciable de todo lo escrito por una tropa mundial de literatos vivos y muertos).

“Siempre me ha gustado el cine”, dijo García Márquez en 1987, “hasta el punto de que lo único que he estudiado sistemáticamente en una escuela es el cine. Nunca estudié literatura en ninguna escuela, ignoro por completo las leyes de la Gramática Castellana, escribo de oído, pero hice mi curso de Dirección de Cine lo mejor que pude en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma.

Los 16 capítulos de Cien años de soledad podrían resultar en un conveniente infomercial para promocionar la imagen de Colombia en el mundo y sumar una variable bienpensante del realismo mágico que contraste con la narcoestética que campea por la parrilla de Netflix.

Es posible que la serie de Netflix se sume como ejemplo al género de los testamentos traicionados por albaceas que ceden ante el canto de sirenas del mercantilismo comercial y la voracidad de las guerras por la imagen.

La película Troya, protagonizada por Brad Pitt y estrenada en los cines en 2024, no ha causado ningún daño a la relevancia y acústica de la Ilíada, la Odisea y la Eneida. Solo un editor pirata se aventuraría a poner a esa estrella de Hollywood en la portada del libro y quizá algún profesor perezoso la use para ahorrarse clases.

La serie de Netflix podría caer en el olvido gradualmente, al igual que otras adaptaciones cinematográficas de obras literarias de Gabriel García Márquez que han sido procesadas y enlatadas para el consumo comercial. Sin embargo, en una cultura que recurre cada vez más a los íconos como muletas para dar vida a las palabras y es cada vez más adicta a pasar horas y horas en la matrix consumiendo grandes cantidades de contenido visual al ritmo mecánico del algoritmo, la musculosa serie de Netflix, con su torbellino efervescente de imágenes, podría restarle impacto al poder de imaginar Cien años de soledad solo a través del ejercicio contingente y singular de la lectura bajo el efecto de esa máquina de letras a la que llamamos libro.

En una entrevista por Caracol Radio en mayo de 1991, Gabriel García Márquez expresó de manera enfática su negativa a cualquier proyecto de versión cinematográfica de esa obra. El escritor respondía con todo un manifiesto por la libertad y el poder ante lo real de la palabra imaginada.

Bueno recordar cómo sonaba ese manifiesto por la literatura:

“La razón por la cual no quiero que Cien años de soledad se lleve al cine es porque la novela, a diferencia del cine, deja al lector un margen de creación que le permite imaginarse a los personajes, los ambientes y las situaciones como ellos creen que son. Y entonces cuando ven a un personaje se les parece a un tío, y hay una señora que es exactamente igual a una señora que ellos conocieron cuando eran niños o que conocieron la semana pasada. O al revés, un día encuentran a una persona que les parece exactamente igual a Úrsula Iguarán. Y en esa forma van pegando caras y van pegando lugares y ellos reconstruyen la novela dentro de su imaginación y hacen una novela para ellos. Ahora, en cine eso no se puede. Porque en cine la cara es la cara que tú estás viendo, la imagen es de tal manera impositiva que tú no tienes escapatoria, no te deja la mínima posibilidad de creación porque te está diciendo todo como es, con una plasticidad, una perentoriedad que no te escapas. Entonces prefiero que mis lectores sigan imaginándose mis personajes como sus tíos y mis amigos y no que queden totalmente condicionados a lo que vieron en la pantalla”.

Tal vez este absurdo lleve a los adictos a las series a abrir Cien años de soledad.

Bogotá, 1971. Profesor, Universidad de los Andes. A veces dibuja, a veces escribe.luospina@uniandes.edu.co