columnista Marta Ruiz

Hace pocos días tuve Covid. Lo supe porque me hice una prueba casera que tenía a mano y salió positiva. Luego de la consulta médica de rigor, y de asumir con disciplina la medicación, pasé siete días en aislamiento. Tuve memoria de los días en que el coronavirus era sinónimo de riesgo de muerte. Memoria de la aprehensión, de la incertidumbre, de los días duros y locos de esa pandemia que hace apenas tres años creíamos que nos transformaría en mejores seres humanos.

Pero que rápido hemos echado al olvido sus secuelas y las lecciones sobre la vida y la muerte. Se nos olvida que en menos de un año 140.000 hogares quedaron en duelo. Conozco casos de familias destruidas por la incapacidad de asimilar muertes rápidas, absurdas, inexplicables. Sentimientos de culpa no superados porque “yo traje el virus a casa”. Esa es una procesión que va por dentro y que hemos decidido descargar en el mundo privado. No lo asumimos como un asunto de salud pública, de herida colectiva.

Me sorprende que desde el periodismo y de los análisis académicos, o de aquellos más interesados políticamente, se nos olvide correlacionar lo que estamos viviendo en materia económica con lo que nos dejó el Covid 19. Circulan en redes cifras catastróficas del desempeño de los sectores productivos, como si fueran una noticia inesperada, cuando todos los pronósticos, incluidos los del Banco Mundial, advertían que 2023 sería el año de la gran desaceleración postpandemia. La competitividad y el empleo industrial cayeron y no solo en Colombia. Más gente se fue a engrosar las filas de la informalidad. Se nos olvida también que la gestión económica de la pandemia nos ha dejado un gran déficit fiscal, aumento en las deudas públicas y privadas, y una inflación global.

La pandemia significó un obstáculo para el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Se nos olvida que, aunque ya no ondean trapos rojos en las ventanas, el hambre no se ha ido. El hambre está allí. Retrocedimos en la lucha contra la pobreza y la indigencia, donde había logros notables. Entre líneas he leído por ahí en algunos documentos técnicos que se profundizó la desigualdad, y esta la sufrieron más las mujeres, pues fueron quienes más perdieron sus empleos.

Se nos olvida también correlacionar los efectos de la pandemia con la disparada de las olas migratorias, en particular las que transitan por nuestro país hacia el Norte. Antes de la pandemia cruzaban por el Darién aproximadamente 50.000 personas al año. Después del 2021 se ha multiplicado exponencialmente el fenómeno llegando este año casi al medio millón de personas. Con toda la tragedia humanitaria que implica el tráfico ilegal de seres humanos, especialmente de los niños que desde el comienzo de sus vidas pierden el arraigo, la historia, la patria.

Nadie se atreve a poner números, pero los análisis intuitivos y empíricos en terreno aseguran que la pandemia disparó el reclutamiento de menores, y el ingreso voluntario de personas a los grupos criminales y redes ilegales. En contexto de poca adherencia al sistema educativo, la pandemia fue catastrófica para los jóvenes. En regiones donde se vive del rebusque las bandas criminales hicieron su agosto. Ahora se cuentan por miles los “puntos” o muchachos que hacen vigilancia para los grupos armados, o los grupos dedicados al atraco, la extorsión y el secuestro. Claro, a eso se suman las fallas en la implementación del acuerdo de paz y en las políticas de seguridad.

También hemos olvidado que nuestros jóvenes y niños, menos vulnerables a la muerte por el virus, han sentido sin embargo el rigor del encierro en sus vidas. Decenas de testimonios de maestros aseguran que los alumnos cambiaron radicalmente al regresar a las aulas. Algunos con menos capacidad de socializar; otros con poca concentración y entusiasmo; y otros tantos con ganas de tragarse la vida de un bocado. Ahí están las pruebas Pisa para demostrar el estancamiento en materia educativa para un país al que le urge más ciencia, más arte, más conocimiento y pensamiento crítico.

Son evidentes las huellas en la salud mental, y también en la física. De eso se habla poco. Posiblemente porque hay poca información científica consolidada al respecto, pero de nuevo la intuición y los acercamientos empíricos plantean una larga estela de secuelas de la pandemia. Desde el dolor de huesos hasta la depresión.

Lamento la ausencia de narrativas que expliquen más y mejor como fue que realmente gestionamos la pandemia, y sobre todo, como lidiamos con las consecuencias. Como en tantos temas, incluido el asunto de la guerra, hemos dejado que quienes sufren las consecuencias lo hagan de puertas para adentro. Que se las apañen como puedan. Y muchos se las apañan de mala manera.

Sea pues esta la oportunidad para desear que todas las familias que aun viven el duelo del Covid, o quienes sufren las consecuencias indeseadas e inexplicables del encierro encuentren consuelo en las mañanas luminosas de este diciembre. Que haya alegría en estas navidades y que haya esperanza en que en 2024 logremos sanar, aunque sea un poco, estas y todas las heridas que cargamos a cuestas.

P.D: ha sido una gran alegría escribir para La Silla Vacía esta columna durante el 2023. Haré una pausa, supongo que larga, por motivos laborales. Agradezco a este gran equipo, a Juanita León por su confianza, y sobre todo a los lectores.

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...