columnista Marta Ruiz

La foto transmite serenidad. Casi todos sonrientes, cómodos en el roce de un hombro contra el otro. Están mezclados: empresarios, la mayoría verdaderos cacaos, y un pequeño núcleo del gobierno, encabezado por el presidente Gustavo Petro. Es una imagen que devuelve la confianza en el diálogo.

Para mí, es la mejor conmemoración posible del Acuerdo de Paz firmado hace siete años, porque nos recuerda algo básico: o aquí cabemos todos, o no habrá paz. Ah, pero bajo ciertas reglas, que no pueden ser las del dominio de los más fuertes. Un Estado está para equilibrar las cargas. 

Foto: Presidencia

El Acuerdo de Paz que firmó el gobierno de Santos con las FARC-EP en 2016 nos puso a soñar con el país posible. Gracias a todos ellos porque supieron leer la historia. Pero ya sabemos que la paz no viene sola, por mucho que se le invoque en los discursos. El trabajo que seguía luego de la firma en El Colón era el de reconstruir la confianza entre sectores que se han odiado. Derechas e izquierdas; elites y desposeídos; víctimas y victimarios; ciudadanos y Estado. Seguían los acuerdos entre colombianos, que no se dieron. O se dieron a cuentagotas. Aún es tiempo.

Toca recuperar el tiempo perdido por el gobierno anterior. La apuesta de Duque por continuar la guerra y hacer trizas la paz pesa como un fardo en una serie de indicadores que se miden en sangre, en vidas y en destrucción de proyectos colectivos. La violencia sigue. Pero estos retrocesos no pueden borrar lo que hemos ganado como sociedad. Hay una dimensión intangible, espiritual y cultural, una dimensión ética, y directamente un cambio de conciencia que es una ganancia de largo plazo. 

Valores esenciales de la democracia se están recuperando. Por un lado, el valor de la verdad y la justicia. La impunidad rampante había sido una gran fuente de desesperanza. Ahora se ha roto el silencio. La verdad aflora. Así mismo la justicia restaura. Que los jueces superen aquella premisa tan popular de que la “ley es para los de ruana” es un cambio simbólico de gran profundidad. 

La empatía es otro de los intangibles de esta paz. Si durante la guerra la falta de una otredad fue una constante, en esta transición hacia la paz la voz de las víctimas tiene un lugar. El relato heroico de los guerreros ha tenido como contracara el testimonio de quienes han sufrido la guerra. Cientos de artistas, de escritores, de académicos se han volcado a explorar el martirio y el perdón. La muerte, pero también la vida que renace. Así algún día terminará la normalización de la violencia que anestesió nuestros sentidos.

Con la paz emergió la grieta enorme entre un país que vive en la modernidad, el país de la Ocde, y el país de los márgenes, condenado a la repetición de los ciclos de violencia. Esa brecha se erige hoy como intolerable y por fin se asume como una responsabilidad colectiva y no como el destino trágico de los “nadies” que habitan allí. No como una casualidad sino como el resultado de un modelo económico, de un régimen político, de un diseño del Estado. El resultado de ciertas racionalidades. Incluyendo estos territorios y poblaciones posiblemente algún día seamos algo parecido a una Nación.

La paz también ha sido un pretexto, si se quiere llamarlo así, para desnudar nuestros prejuicios sociales y culturales. El racismo y las violencias simbólicas contra todas las diversidades, empezando por las de género. En ese sentido ha sido de un gran impulso de modernización. Le ha agregado a las preocupaciones clásicas de la democracia, de representación política, otro tipo de representaciones: las identitarias.

Con el acuerdo de paz se asfixia el miedo a la democracia. La idea, infundada y sembrada con saña, de que la participación de las izquierdas en el poder ponía en riesgo nuestra existencia como Nación. Ese coco que tan eficientemente se vendió durante el Plebiscito, ha quedado devaluado por la realidad. 

Es hora de entender que la única manera de caminar hacia la reconciliación es con el diálogo, y con apuestas comunes. Una agenda mínima de reconstrucción material y moral. Una agenda de posguerra que implica, sin duda, esfuerzos extraordinarios, sacrificios, y también beneficios para las próximas generaciones. 

Si un sector de las élites, aunque sea solo un sector, se la juega a fondo por la paz, tal vez logremos la reconciliación. Esa nueva etapa podría estar comenzando ahora. 

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...