columnista Marta Ruiz

Por fin Colombia tiene una política de drogas razonable, fruto, como casi todas las cosas razonables, de un diálogo amplio con la comunidades que han sufrido tanto con el narcotráfico. El documento que presentó esta semana el gobierno nos aleja del derrotismo en el que estábamos sumidos por la fallida y desquiciada guerra contra las drogas. La idea de que nada se podía hacer distinto a lo que proponía Estados Unidos quedó revaluada. En el mejor de los casos, no era más que la pereza mental para diseñar un camino propio, con base en nuestras complejas realidades.

Es cierto que la nueva política se inscribe aún en el paradigma que dio origen a todo este negocio: la prohibición. Pero también es cierto que allana el camino para cuestionar ese envejecido precepto. Se mueve en dos sentidos, oxígeno para los eslabones débiles y asfixia para los eslabones altos y las mafias criminales… si es que se logra discriminar donde termina un mundo y comienza el otro.

El mayor avance de esta política es su enfoque de derechos humanos especialmente con campesinos cultivadores, pequeños productores y expendedores; y consumidores. Sobre ellos recae no solo el peso de las mafias y los grupos armados, sino toda la persecusión, el estigma, el desprecio y finalmente el peso de la represión y la ley. Con la nueva visión se los trata como personas con dignidad y como ciudadanos que deben incrementar su autonomía y capacidad de agencia.

La política de drogas está pensada para diez años (que es poco); se alinea con el acuerdo de paz de 2016, y también con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad. Ya no se trata de sustituir cultivos sino economías territoriales. Aboga por el desarrollo rural, el fortalecimiento de las instituciones y la participación social, de acuerdo a las diferencias y niveles de problema en cada lugar. Algo que suena bien, pero que coincide con lo que intentaron casi todos los gobiernos anteriores sin éxito. En general se necesita mucha congruencia en las acciones y mayor velocidad para acercar las economías de reemplazo. No es fácil pasar de la coca al turismo o al aguacate. Tampoco imposible. Regiones como la Sierra Nevada, por ejemplo, lo lograron en un alto porcentaje.

Es un acierto abandonar el punitivismo frente a delitos menores de transporte, expendio o consumo de drogas, muchos de los cuales son fruto de la falta de oportunidades y de una economía informal que estimula la ilegalidad. Esta política pone por fin sus ojos en las mujeres,  que cargan sobre sus espaldas todo el peso de la prohibición y la guerra contra las drogas. Son las abuelas, madres, esposas, hermanas e hijas quienes llevan los hogares de esos miles de detenidos que se pudren en las cárceles colombianas, donde ni se rehabilitan ni dejan el negocio.

Finalmente volcarse a tratar el consumo como un asunto de salud pública es un camino en el que Colombia ya está rezagado y en el que debería haber mayor consenso. Bien por la idea de investigar usos alternativos, tanto medicinales como industriales de los cultivos demonizados por políticas anacrónicas. Casi todas estas sustancias pueden ser beneficiosas usadas bajo la supervisión y el control de las autoridades.

También es central que se busque la reparación simbólica en clave de no repetición para las miles de víctimas que deja la absurda guerra contra las drogas. Los campesinos desplazados y despojados por las fumigaciones; y los miles de erradicadores civiles y policiales que fueron como corderos al matadero a erradicar en medio de la guerra. Que gran insensatez. También pienso hoy en esas madres de Buenaventura o San Andrés que claman para que alguna autoridad les ayude a la saber el destino de sus hijos perdidos en altamar, casi siempre cargando pequeños embarques de coca en lanchas rápidas.

Ahora, la política, como su nombre lo índica (Oxígeno y Asifixia), lleva una contradicción intrinseca. Si bien en el trato a las comunidades hay cambios sustanciales, en lo que tiene que ver con el combate al narcotráfico y el crimen organizado la política es más o menos lo mismo.

Queda la pregunta sobre cómo se trazará la frontera para dar uno u otro tratamiento a determinadas personas, grupos o comunidades. Si bien los cultivos, pequeños laboratorios o los centros de expendio son negocios operados por familias humildes, estos suelen formar parte de redes dominadas por grupos armados que regulan de manera violenta esos mercados.

Así mismo, quedan muchos interrogantes en materia de seguridad. Cambiar el chip de la fuerza pública será todo un reto, así como el desafío en materia de protección que impone el hecho de sacar de la economía de las drogas a muchas personas en campos y ciudades. ¿Cómo se logrará que esas comunidades no sufran retaliaciones por abandonar el negocio? El Estado ha sido incapaz de hacerlo hasta ahora. En ese sentido todo depende de que la Paz Total tome un rumbo certero, lo cual no está a la vuelta de la esquina.

Donde el gobierno tendrá que ser más creativo es en la diplomacia internacional y en el cambio de narrativa, considerados hilos para tejer la nueva política. Sobre lo primero ya se viene avanzando y Colombia tiene algunas oportunidades que en el pasado no existían. Más ardua será la tarea de una nuevo discurso, porque en realidad lo que se requiere es transformar la percepción de la opinión pública sobre las drogas, un tema sobre el que la desinformación es apabullante y la discusión pública está plagada de mentiras.

Durante décadas hemos hablado de las drogas como algo diabólico e inmoral, nos han sembrado un miedo profundo a ellas e incluso a quienes las consumen. Cuando hablamos de drogas pensamos de inmediato, y con razón, en el narcotráfico y las mafias, en Pablo Escobar, las bombas, y los miles de asesinatos que esta economía salvaje ha dejado. El narcotráfico no es la causa de nuestra violencia, pero si se articuló a ella, la profundizó y explica en buena parte su persistencia. Por eso esta política debe estar altamente articulada a la de paz y la de seguridad.  

Estamos lejos de que la opinión pública en general comprenda que el origen del problema del narcotráfico está en la prohibición y no en las drogas como tal. Que el problema es la manera como el Estado colombiano hace presencia (o no la hace) en ciertos territorios; en el modo como las mafias se involucraron en el régimen político y en nuestro modelo de desarrollo económico. Que es posible un esquema de regularización estricto que sea menos costoso para nuestra sociedad y debilite a las mafias. Y que ciertos cultivos como el de la coca pueden pasar de ser considerados un problema a convertirse en una oportunidad. Se necesitará mucho más que una década y mucha conversación ilustrada al respecto.

Quedamos a espera de un plan de acción que demuestre cómo es la ruta concreta para que esta política muestre frutos, ojalá muy pronto, y eso ayude a superar prejuicios arraigados.  

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...