Luis Fernando Trejos y Reynell Badillo

En días recientes se ha venido generando una discusión derivada de la política de “Paz Total” formulada por la administración Petro. Más específicamente, sobre los escenarios de negociación y acogimiento a la justicia de diferentes grupos armados. Todo indica que hay consenso en torno al carácter político-militar del ELN, lo que legitima una negociación de fin de conflicto con esa organización. No obstante, también parece que ese escenario es imposible para organizaciones armadas que no tengan un carácter o discurso revolucionario, como en el caso de las AGC.

Aunque esas ideas parecen encontrar consenso en la opinión pública y entre varios analistas, es pertinente cuestionar esa visión sobre lo político/criminal en las organizaciones armadas. ¿Qué es específicamente lo que le confiere atributos políticos a un grupo armado? Esta es una pregunta que en el caso colombiano parece evadirse continuamente y se resuelve utilizando marcos de interpretación propios de la guerra fría. En la práctica, se pone mayor énfasis en los orígenes y discursos (forma) que en sus prácticas cotidianas y comportamiento actual (fondo). Pareciera asumirse que, si un grupo armado fue político, entonces lo será siempre, y que, si un grupo armado nació sin ideas políticas, entonces será criminal siempre. Vamos a cuestionar estas visiones y problematizar esa premisa de la paz total.

La toma del poder

Es un lugar común en el análisis señalar que lo político radica en la pretensión de toma del poder y el establecimiento de un nuevo sistema político-económico. Esta “pretensión revolucionaria” como identificador de la politización de un grupo armado tenía mucho sentido durante la Guerra Fría. Desde la década de los sesenta, varios grupos armados emergieron en Colombia con el propósito explícito de hacer una revolución. El éxito de la Revolución Cubana no solo alimentó estos relatos, sino que dio pie a la construcción de un discurso anticomunista que marcó gran parte de la segunda mitad del siglo XX en el país. En síntesis: nadie puede negar que, al menos hasta principios de la década de los noventa, en Colombia había varios grupos armados que abiertamente buscaban tomarse el poder.

Lo que hace complejo el escenario es que, a pesar de que la Guerra Fría acabó en 1991, en Colombia permanecieron activos varios de los grupos armados que adoptaron este relato. En particular son relevantes dos guerrillas: las Farc-EP y el ELN. No solo porque eran los grupos armados más fuertes militarmente (hasta la aparición de las AUC), sino porque su capacidad operativa llevó a que hubiera planes dentro de sus filas para efectivamente tomarse el poder. Es decir, la “amenaza revolucionaria” de la Guerra Fría logró perdurar, con un discurso transformado y medianamente actualizado, hasta casi entrado el siglo XXI. En Colombia, entonces, hubo una larga guerra fría que permitía que siguieran vigentes varias de las premisas para leer la guerra durante este periodo.

No obstante, dos décadas después el panorama luce muy diferente: las Farc-EP y las AUC se desmovilizaron, los discursos que podían percibirse como ideológicamente cercanos a las guerras revolucionarias son cada vez más marginales en los sectores políticos (la izquierda democrática en Colombia se apartó de la vía armada y hoy la gran mayoría de estos sectores están lejos de justificar la lucha armada) y, quizá lo más importante: el ELN no parece estar dispuesto a (ni tener capacidades suficientes para) tomarse el poder.

El ELN tuvo un momento de fortalecimiento económico y militar entre 1984-1995, que vino con su expansión territorial y la consolidación de varios frentes guerrilleros y frentes de guerra. Sin embargo, con la arremetida paramilitar y el fortalecimiento de las fuerzas militares en Colombia, la organización se debilitó considerablemente, junto con su capacidad operativa y logística producto de la desarticulación o cooptación de sus bases sociales por parte del paramilitarismo. Así, aproximadamente hacia el 2006, el ELN adopta la resistencia armada, entendida como una estrategia para evitar lo más que se pueda los combates y dedicarse mayoritariamente al sabotaje. De una actitud ofensiva (necesaria para tomarse el poder), el ELN se vuelve una guerrilla esencialmente defensiva y replegada estratégicamente en las subregiones en las que hace presencia activa. Esto, en esencia, es una renuncia a la pretensión de la toma del poder. Atrincherados en sus espacios territoriales, el objetivo pasa a ser fortalecer el apoyo popular y construir órdenes armados que permitan su existencia.

Dicho esto, asumir que lo que hace a un grupo armado político es la pretensión de la toma de poder es, esencialmente, decir que en Colombia no hay ningún grupo armado con carácter político.

La falsa dicotomía política/criminal

Llegados aquí, es fundamental hacer una crítica a la forma en que se ha estado leyendo la politización o la criminalización de los grupos armados. Parece ser que se asume que los grupos armados son políticos o son criminales. No hay puntos medios en esa discusión. Aunque leer así la realidad puede que haga más sencillo tomar algunas decisiones, también es verdad que implica falsificar la realidad y hacerla coincidir con prejuicios a la fuerza.

Esta ni es una discusión nueva ni nos estamos inventando el argumento. En el 2006, Francisco Gutiérrez Sanín y Gonzalo Sánchez Gómez hablaban en el prólogo del libro “Nuestra guerra sin nombre” de la insostenible dicotomía política/criminal. El conflicto colombiano, en sus palabras, era “más económico, más criminal y más político (…). Hay criminalización de la política y de la guerra y politización del crimen”. Ya hacia el 2006, había voces del uribismo que decían que las Farc-EP y el ELN no eran políticos porque se habían involucrado en economías criminales, lo que impedía una negociación con ellos. El uribismo reeditó este argumento durante la negociación con las Farc-EP. Sorprendentemente, este es exactamente el mismo argumento que algunos sectores utilizan para decir que solo se puede negociar con el ELN y no con las AGC. La política es dinámica.

En cualquier caso, leer a los grupos armados a partir de dos etiquetas (criminales o políticos) impide entender que la politización es más un continuo que una dicotomía. Un grupo armado puede tener elementos políticos, al tiempo que puede estar muy involucrado en economías criminales. Asimismo, un grupo armado que nació con un discurso político puede perfectamente criminalizarse (caso de las disidencias del EPL) y abandonar esas pretensiones, y viceversa. El problema con esa dicotomía es que en el escenario de violencia actual en Colombia hacer esas diferencias no es tan sencillo.

Un nuevo escenario de violencia

La violencia en Colombia durante gran parte de la segunda mitad del Siglo XX se caracterizó por:

  • Un oligopolio de la violencia que era escenificado principal, pero no exclusivamente, por tres grandes organizaciones político-militares: AUC, Farc-EP, ELN, y otras organizaciones que eventualmente llegaron a ser muy relevantes por periodos no tan largos de tiempo (EPL, M-19, autodefensas más locales).
  • Un fuerte componente político-ideológico basado en la defensa y promoción de metarrelatos (al menos discursivamente) como el marxismo, leninismo, guevarismo, bolivarianismo, maoísmo, anticomunismo.
  • Esto, en el marco de dinámicas nacionales con particularidades territoriales: bloques y frentes de guerra con denominaciones territoriales (Norte, Caribe, Oriental, Nororiental, Sur, Central Bolívar…).

En la actualidad, transitamos por un contexto de violencias armadas caracterizado por:

  • La multiplicidad de conflictos armados con un carácter más subnacional, como explicamos aquí.
  • Una constelación de actores violentos con distintas capacidades criminales y pretensiones.
  • Conflictos altamente desideologizados. como lo evidencian las alianzas de grupos que se suponen antagónicos, como el ELN y las AGC en el sur de Bolívar o el Bloque Iván Ríos de las entonces Farc-EP con las AGC en la región de Urabá.
  • Menos despliegue de capacidades militares y más uso de modalidades delincuenciales, como el sicariato y la amenaza.

En este nuevo escenario de violencia armada, que no se ha terminado de configurar y que por tanto estamos todavía intentando comprender, es imperativo reevaluar los enfoques usados tradicionalmente para analizar la guerra. No estamos en la guerra fría, e incluso los actores provenientes de ese periodo hoy son diferentes.

ELN y AGC: ¿actores radicalmente opuestos?

Evaluemos todo lo dicho con los dos actores más relevantes del escenario de violencia en Colombia: el ELN y las AGC. A juzgar por las declaraciones dadas por algunos miembros del gobierno de Gustavo Petro, se entiende que el ELN tiene un carácter político (se puede negociar) y las AGC no (se pueden someter). ¿Qué quiere decir eso exactamente? ¿Que cuenten con plataforma o programa político, estatutos y símbolos formales (himnos, bandera y escudo)? ¿Que den formación política a sus militantes? ¿Que no estén vinculados a economías ilegales? Veamos.

Como ya vimos, el ELN no está en armas con el propósito de tomarse el poder nacional. Las AGC evidentemente tampoco. Por su parte, ambos grupos armados sí están interesados (y lo han hecho en varios) en construir gobernanzas armadas en sus territorios. Esto es, a través de sus capacidades armadas y de incentivos, regulan varios aspectos de la vida en comunidad en los espacios en los que hacen presencia. No se limitan a extraer rentas, sino que moldean las comunidades para que se comporten de ciertas maneras que consideran adecuadas. Hay que decir que esto es un comportamiento político: ¿hay algo más político que regular órdenes sociales?

Ambos grupos también administran o están vinculados a economías ilegales. Y estas son muchas: el narcotráfico, la minería ilegal, la extorsión, la cooptación de rentas públicas, entre muchas otras. Negar este hecho es ignorar prácticamente toda la evidencia disponible sobre cómo es justamente esto lo que le ha permitido al ELN permanecer en armas a pesar de todos los golpes recibidos.

Ambos grupos armados también tienen estatutos, tienen un mando responsable y utilizan recursos para formar políticamente a sus combatientes. Las AGC tienen casas de formación para sus miembros (incluso en zonas en las que no tienen presencia armada sostenida) y el ELN tiene también este tipo de procesos luego de cada reclutamiento y para el ascenso dentro de sus filas. En esto tampoco hay mucha diferencia y habla de un aspecto esencial de los grupos criminales: su discurso.

Los dos grupos armados también han pactado con otros grupos armados (incluso antagónicos, e incluso entre ellos), combaten a la fuerza pública (las AGC hacen planes pistola, emboscadas, hostigamientos. Son, en varios aspectos, un grupo anti-Estado). Quizá la única diferencia identificable es que mientras los miembros del ELN no reciben un salario, las AGC sí tienen una nómina considerablemente bien establecida.

Visto todo esto, es al menos válido preguntarle al gobierno: ¿qué justifica entonces que, siendo las AGC un grupo armado más grande en términos de miembros que el ELN, con el segundo se negocie, pero con el primero no exista ninguna posibilidad? Claro, es verdad que el discurso político del ELN ha existido ya durante más de cinco décadas y hay reivindicaciones claras que tiene sentido que se conversen con el Estado. Sin embargo, reiteramos: la politización es más un continuo que una dicotomía, y eso no quiere decir que no haya nada que conversar con las AGC. Si se leyeran sus estatutos y las dinámicas de gobernanza criminal que han establecido en sus espacios territoriales, quizá entendamos que hay más que narcotráfico en su actuación. Lo cierto es que la premisa de que son solo criminales no coincide mucho con la realidad.

Las negociaciones como una victoria moral

La estrategia de la Paz Total parece estar apuntando hacia la dirección correcta: para acabar con la violencia en Colombia necesitamos desactivar todas las fuentes de la guerra y a todos los grupos armados involucrados en ella. Sin embargo, las premisas desde las que se parte para diferenciar al ELN y a los demás grupos en la guerra permiten pensar en dos cosas que necesitan afinarse.

La primera es que parece haber posturas moralistas que divorcian lo político de lo criminal como si fueran aspectos excluyentes e irreconciliables. Incluso, si así lo fuera, la historia reciente del país ha evidenciado una larga tradición de acercamientos, diálogos y negociaciones entre diferentes gobiernos y organizaciones al margen de la ley, muchas de ellas de carácter mafioso. Algunos ejemplos, como las autodefensas de Rodríguez Gacha en Pacho, las de Puerto Boyacá lideradas por Ariel Otero y las de Fidel Castaño en Córdoba durante los noventa, el Cartel de Medellín en 1991 a través de Pablo Escobar y el Erpac en el 2011 muestran que incluso si aceptáramos la premisa de que se trata solo de criminales, existen mecanismos para acercarse. Si bien en estos casos la figura utilizada fue la del sometimiento, debe tenerse en cuenta que dicho sometimiento también es resultado de negociaciones muchas veces mediadas por actores políticos cercanos a estos grupos.

La segunda es que es urgente que se superen los enfoques que privilegian el discurso y el origen de los grupos armados por encima de todas las manifestaciones políticas de su violencia. En Colombia, muchos grupos armados regulan la vida en comunidad, asesinan líderes sociales por órdenes de personajes de la vida pública y determinan qué tipo de cosas se pueden hacer y decir en ciertos espacios. Todo esto es político, y por estar solo sujetados a la pretensión revolucionaria como forma de politización, hoy ni siquiera entendemos muy bien cómo este tipo de escenarios funcionan. Gran parte de la violencia que se ejerce hoy en Colombia es política, pero estamos empecinados en circunscribirla a lo criminal. Y seguir haciendo eso es también impedir conocer la verdad sobre todas esas escabrosas relaciones. Es necesario pensar mejor de qué hablamos cuando hablamos de política y criminalidad.  

Es profesor en la Universidad del Norte. Se doctoró en estudios americanos con mención en estudios internacionales en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Sus áreas de interés son negociaciones de paz, conflicto armado y seguridad ciudadana.

Es investigador adscrito al centro de pensamiento UNCaribe de la Universidad del Norte. Estudió relaciones internacionales en la Universidad el Norte.