La esposa del alcalde Daniel Quintero es, en la práctica, una superior de los secretarios y ha estado detrás de varias de las decisiones políticas clave del mandatario en su carrera política. Perfil.

La primera persona que habló en la posesión de Daniel Quintero como alcalde de Medellín fue su esposa, Diana Osorio. Tomó el micrófono, saludó y dijo: “Estoy aquí, hablándole a un público que no vino a verme, en una tarima que no hicieron para mí y en una posición que llega fortuitamente a mi vida”.

Lo dijo como si no debiera estar allí. Pero estaba. Y hablaba antes que ningún otro.

Anunció que crearía una gerencia de paz, que fortalecería el programa Buen Comienzo y que trabajaría para reducir el embarazo adolescente. También renombró su cargo: no sería la primera dama, sino la gestora social de Medellín. 

Cuando terminó su discurso, en medio de aplausos, ese lugar que dejaba en el centro del escenario ya no parecía resultarle tan ajeno.

Sin sueldo ni un puesto oficial en la administración, Diana Osorio, de 34 años, está en el centro de las decisiones en la ciudad: durante el primer año de gobierno dirigió la creación de la nueva Secretaría de No Violencia; creó las gerencias de etnias y Lgbti; duplicó el presupuesto del programa de infancia Buen Comienzo en el Plan de Desarrollo; e ideó la mayoría de las campañas de la Administración, como “Compra hecho en Medellín”, para promover emprendimientos locales, y “Todo va a estar bien”, la consigna de la reactivación económica.

Su poder va más allá de las propuestas. Tres fuentes de la Alcaldía nos dijeron que, en la práctica, Osorio es una superior para los secretarios. 

“Está en un círculo mucho más cercano al alcalde que el gabinete, uno en el que solo entra la gente que Quintero conoce desde su juventud en el barrio el Tricentenario”, dijo una de las personas con las que hablamos. Otra, dijo que “Diana tiene influencia para tomar decisiones y dirigir recursos. También puede crear proyectos; no como sugerencias, sino como órdenes”.

Ella no ha ocultado su poder: “Yo he sido visible, he querido ser visible. Desde la campaña hice un video presentándome, quise mandar un mensaje: las esposas de los gobernantes tienen mucho poder y es importante que la gente sepa quiénes son”.

Creció acostumbrada a ser vista -como bailarina, como modelo, como emprendedora, como activista-, y esa consciencia de la imagen propia le dio el control para moverse fuera de escena. Para elegir las palabras que dice ante un micrófono y las que desliza en una conversación casual. Las ideas dichas discretamente que, aplicadas por Quintero, lo han ayudado a convertirse en el segundo alcalde más poderoso de Colombia.

Aprender a ser vista

La ciudad comenzó a existir para Diana a través de un carro cargado de algodones, linos y chalis. Su mamá, Beatriz Vanegas, con quien vivía Santa Fe, un barrio de clase media cerca del Aeropuerto Olaya Herrera, la llevaba cuando era niña en sus recorridos por Medellín en los que vendía telas al por mayor.

Diana se dedicaba sobre todo a escuchar. Su mamá, a formular preguntas y a responder, incluso las que no iban dirigidas a ella. Beatriz recuerda que en cada parada, sus clientes solían ofrecerle a su hija una gaseosa. “Yo respondía que no, que gracias, y Diana se moría de la rabia. Después, en el carro, me decía: ‘¿Usted por qué responde por mí?’”.

Era una niña alta -hoy mide 1,80- y en la adolescencia llegó a odiarlo. “Volvía llorando de las fiestas porque nadie la había sacado a bailar. Incluso fuimos al médico y un día ella se enojó y le dijo: ‘Claro, sería distinto si fuera una hija suya. Yo no quiero crecer más’”, cuenta Beatriz.

Cuando Diana comenzó a bailar, a los 13 años, su maestra Olga Berrío no sabía dónde ponerla en el escenario. Era tan alta, que en cualquier lugar destacaba más que el resto. 

El ballet y el flamenco le dieron consciencia de su cuerpo -la musculatura del pie que sostiene la articulación del tobillo y la rodilla para mantenerse en puntas- y de su imagen. Las bailarinas, dice Olga, trabajan todo el tiempo frente al espejo. Así, mirándose, Diana aprendió a ser vista. Perdió el temor a ocupar el centro del escenario.

 

La primera mención suya en la prensa se puede rastrear en 2008. Era candidata a señorita Antioquia, graduada de finanzas y relaciones internacionales de la Universidad San Martín y acababa de llegar de hacer su práctica en la Organización de Estados Americanos (OEA), en Washington.

El día de la elección, ante los rumores de que el concurso estaba arreglado, Diana renunció. Su decisión ocupó los titulares, incluso más que el nombre de la ganadora al siguiente día.

Beatriz dice que su hija tiene una habilidad para el equilibrio. “Donde ha llegado ha caído parada. Donde hablaba, nadie le decía que no. Pasaba a todas las pasantías que aplicaba. Fue a Estados Unidos, a Japón; luego hizo la maestría en Paz y Derechos Humanos en Inglaterra”.

Está acostumbrada a convencer. A entrar en una oficina con una idea y salir con un plan para ejecutarla. Eso, en parte, la acercó a Daniel.

Entrar y salir de escena

Diana caminaba por Medellín cuando vio la valla: el narcotraficante Pablo Escobar y el comandante de las Farc Iván Márquez, uno a cada lado de la composición, y en el centro un texto que decía: “Adivine quién ha matado más policías. Queremos la paz sin impunidad”. Abajo, a modo de firma, estaba el nombre del ex vicepresidente del gobierno Uribe, Francisco Santos.

“Deberían tirarle tomates a esa valla”, pensó Diana. Era abril de 2013 y el gobierno de Juan Manuel Santos había iniciado una negociación de paz con las Farc, a la que el uribismo se oponía. 

Diana apoyaba el proceso. Vivía entre Medellín y Bogotá, trabajaba con el representante a la Cámara por San Andrés Jack Housni –involucrado, según la Corte Suprema, aunque no condenado, en un caso de corrupción por el que fue hallado culpable su hermano Ronald Housni-, y desde hacía unos meses había vuelto a salir con un novio de la adolescencia, Daniel Quintero, un emprendedor de la tecnología dedicado también al activismo.

Esa noche, cuando habló con su novio, le contó de la valla y su idea de los tomates. Daniel se la tomó muy en serio. Al otro día fue con su amigo Juan Carlos Upegui (primo de Diana y hoy Secretario de No Violencia de Medellín) y descargaron una docena de tomates sobre la pancarta.

Llamaron la atención de los medios. El diario El Espectador escribió: “Un grupo de ciudadanos, aún desconocidos, lanzó tomates contra una de las polémicas vallas de Santos en la capital antioqueña. Aún no se tiene confirmado si quien cometió el ataque es un grupo con algún tinte político”.

La respuesta llegó pronto. Daniel, Juan Carlos y otros de sus amigos repitieron los lanzamientos de tomates a otras fotos de políticos: el procurador Alejandro Ordóñez, el senador Roy Barreras. A finales de ese año, Quintero estaba recogiendo firmas para crear oficialmente el Partido del Tomate.

Fue su primer golpe político. Daniel habló en medios nacionales e internacionales, como BBC, como vocero del nuevo partido de indignados. Cerca de él, pero fuera de escena, estaba Diana. Ella dio la idea, pero él tiró los tomates.

 “A mí se me ocurren muchas ideas así, pero no tengo la valentía para hacerlas. Daniel sí. Por eso nos hemos entendido tan bien”, dice. Desde entonces ha sido así: en apariencia, Diana es la voz de la calma. Detrás de escena, es también la ideóloga de muchos de los golpes mediáticos.

El Partido del Tomate no prosperó, pero le sirvió a Daniel para conocer a Simón Gaviria, hijo del líder liberal César Gaviria. Al año siguiente, Quintero se lanzó a la Cámara por Bogotá avalado por ese partido, perdió, y luego junto a Diana le hicieron campaña a Juan Manuel Santos para la reelección en 2014.

Esas apuestas políticas dejaron el nombre de Daniel sonando en la cabeza de Santos, quien en 2015 lo llamó para que dirigiera Innpulsa, una entidad del gobierno dedicada al emprendimiento. 

Ese mismo año, Daniel y Diana se casaron. Ella siguió su carrera y se volvió directora de Desarrollo de Economía Solidaria y luego estuvo al frente de la Fundación de Seguros la Equidad. 

Mientras, Daniel escalaba políticamente. De Innpulsa pasó al viceministerio de las TIC, bajo el mando del liberal David Luna. Con su esposo en el gabinete, Diana intentó organizar a las parejas de los viceministros. “Quería convertirlas en unas minigestoras para organizar todo el tema de mujeres, pero yo era muy chiquita en términos de poder en ese momento”, dice.

Diana también convenció a Quintero de hacer una pausa en el Ministerio y volver a Medellín en 2016, para dirigir la campaña a favor del plebiscito sobre el acuerdo de paz. No era un puesto deseado: tomar la bandera del Sí en la ciudad del No, pero Diana convenció a Quintero. “Él tenía el carácter para hacerlo y se lo dije: ‘Tú debes estar en Medellín’”, cuenta.

Sus palabras fueron como un pronóstico de lo que siguió. En 2017, Quintero renunció al viceministerio para ser director nacional de la campaña de Humberto de La Calle, pero no duró mucho por diferencias de táctica política

Luego, él y Diana volvieron a Medellín en agosto de 2018 para apoyar la Consulta Anticorrupción. Según dos fuentes cercanas a Quintero, llegaron con una apuesta más grande en mente: la Alcaldía.

Una de las fuentes dio más detalles sobre ese regreso: “Deciden venir a hacer una campaña con muy pocas posibilidades y debían encontrar dónde vivir. Entonces ella dijo que para lograr las cosas había que visualizarse y alquilaron un apartamento cerca a La Alpujarra”. Durante esos meses, desde su ventana, Daniel y Diana podían ver los edificios de EPM y de la Alcaldía de Medellín.

Tener poder

En la primera puerta del último piso del edificio Administrativo La Alpujarra hay un cartel dorado que dice: “Oficina de la primera dama”.

Ella no tiene horario de trabajo, pero va casi todos los días, muchas veces con sus dos hijas: Maia, de tres años, y Aleia, de un año, que nació días antes de la posesión de Quintero como alcalde.

“Hoy Maia no quiso venir a trabajar. No sé qué le pasa”, dice Diana al entrar, dirigiéndose a Laura Upegui, su prima y asesora, hermana del Secretario de No Violencia Juan Carlos Upegui. Ella le responde riéndose: “¿Será que la tienes trabajando mucho?”.

Los primeros meses de Aleia fueron también los primeros de gobierno, y Diana los pasó corriendo entre La Alpujarra y su casa, con un extractor de leche en el bolso para cuando no alcanzaba volver a alimentar a la bebé. Era una carrera contra el tiempo, antes de que se aprobara el Plan de Desarrollo en mayo. “Todo lo que quiero hacer tenía que quedar ahí. Lo que no, ya sería casi imposible”, dice.

La dinámica no le era del todo extraña: entraba a las oficinas de los secretarios con una idea e intentaba salir de allí con un sí. Casi siempre lo lograba. “Creo que la relación que tengo con Daniel ayuda. Porque el trabajo de la gestora depende de la receptividad de los secretarios, y el vínculo con él ha hecho que me respeten”, dice.

En marzo, Aleia enfermó. Su hígado comenzó a fallar y los médicos diagnosticaron que necesitaba un transplante. El 26 de mayo, Diana y ella entraron a una cirugía de 16 horas que consistía, en resumen, en fabricar un hígado para la bebé a partir del de su madre. Como única secuela, ambas comparten desde entonces, además del órgano, la misma cicatriz.

“Ella nunca se desconectó del todo del despacho”, dice Laura Upegui. “Nos había dado toda la línea de lo que debíamos hacer y su prioridad era la niña. Aun así, desde el hospital hicimos algunas reuniones cortas”.

Diana siente que, en el mundo del poder, todo es inaplazable. “Cualquier decisión tuya afecta a miles. No venir un día afecta a miles. No iniciar una campaña afecta a miles”, dice.

A quienes trabajan con ella, les exige un nivel de fidelidad similar. A inicios de año, llamó a la exconcejal del Polo Democrático Luz María Múnera y le propuso dirigir la gerencia de paz que estaba creando.

Ella aceptó y trabajó en el proyecto dos meses, pero en febrero, cuando el Alcalde permitió que el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) entrara a la Universidad de Antioquia para disolver una protesta de encapuchados, Múnera lo criticó públicamente en Twitter.  Poco después, recibió una llamada. 

“Diana me dijo que con ese trino no podíamos. Que si no estaba dispuesta a acompañar a Daniel en todo no podía estar en la gerencia de paz”, dice la exconcejal.

Diana tiene otra versión: “Esa es solo la punta del Iceberg, lo que Luz María puede ver. Pero fue una suma de varias cosas. Cuando uno toma una decisión de gobierno no se puede dejar llevar por el tema emocional”. 

Tener poder es trascender las versiones, y que las palabras hagan lo que normalmente no podrían: cambiar la realidad. Esa llamada de Diana transformó la gerencia de paz y, eventualmente, la convirtió en la Secretaría de No Violencia, una dependencia acorde a lo que ella imaginó, en cuya dirección puso a su primo Juan Carlos.

Tener poder es también dominar los detalles. Diana, por ejemplo, ha pensado en cambiar la placa de la puerta de su oficina por una que diga “Gestora social” y decorar las paredes como las de las otras secretarías, con los retratos de cada funcionario que ha ocupado el cargo. En su caso, con las fotos de las esposas de los alcaldes de Medellín. 

Al final de la fila habrá uno suyo, que quedará allí, a la vista, cuando ella salga de escena.

Periodista en La Silla Vacía hasta 2023. Estudié periodismo en la Universidad de Antioquia y allí hice un diplomado en periodismo literario. Trabajé en El Colombiano y fui subeditor del impreso de El Tiempo. En 2022 participé en el libro 'Los presidenciables' de La Silla Vacía y en 2020 hice parte...