El pueblo nuevo y el presidente poeta

En uno de los ensayos más influyentes de la historia intelectual latinoamericana, Nuestra América, escrito cuando Cuba y Puerto Rico aún eran colonias españolas y el resto del continente se reponía de las guerras civiles que ensangrentaron el siglo XIX, José Martí estampó una frase que sigue resonando en la mente de nuestros líderes hasta hoy: “Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador”. 

Martí creía haber entendido la causa del desbarajuste latinoamericano y de sus golpes de Estado y enfrentamientos sectarios. Las Constituciones, las leyes y las instituciones que regulaban la vida americana, decía, no habían surgido del estudio de nuestra realidad y de nuestra idiosincrasia. Todo se había hecho mal porque todo era copia. La vida pública se disciplinaba con fórmulas que podían servir para gobernar a los ingleses o a los franceses, pero desde luego no a los americanos. Un decreto de Hamilton no iba a detener a un llanero, apuntalaba Martí como preámbulo a su gran dictamen: no más prestamos del extranjero. El nuevo gobernante tendría que deshacerse de la chatarra importada  y del papel mojado para acercarse al pueblo americano y crear de cero. En adelante, los presidentes tendrían que obrar como demiurgos. 

El problema es que esa frase ya era falsa en 1891, cuando la escribió Martí. Para entonces llevábamos cerca de setenta u ochenta años de vida independiente y estábamos lejos de ser un pueblo nuevo. No lo éramos, como no lo son hoy Corea del Sur o la India, países que se acercan a los ochenta años de existencia como estados-nación. La verdad era otra, la opuesta: para entonces éramos maduros y al día de hoy somos viejos. Le sacamos medio siglo a la nación italiana y a la nación alemana, que se consolidaron en 1870 y 1871, y somos más antiguos que buena parte de las naciones asiáticas y africanas. Además somos estables. Las fronteras americanas han variado poco desde el siglo XIX y los conflictos bélicos no han sido una constante ni han desembocado en la anexión de una nación por otra. Basta con ver lo que ocurre en Ucrania hoy en día para comprobar nuestra suerte. Europa no ha conjurado ese riesgo, y por eso mismo la acecha la guerra.  

Lo curioso es que esos doscientos años se olvidan. En ocasiones creemos que apenas gateamos, que todo está por hacerse y que la misión de los gobernantes, como decía Martí, no es construir sobre lo instituido sino crear de cero. El presidente poeta, el presidente demiurgo, despacha el pasado con fórmulas expeditas como sospechosas. Antes de él, todo fue yugo colonial, dominación oligárquica, opresión imperialista, explotación neoliberal. Su llegada es un acontecimiento histórico que liberará al pueblo, para lo cual deberá emprender una tarea inevitablemente creadora, refundadora. 

De ahí parten buena parte de nuestros despropósitos y una dosis estomagante de grandilocuencia, megalomanía y fatuidad, que por lo general, después de bravuconadas y justificaciones victimistas, se consume en la frustración y la nada. Nuestros redentores no vienen a gobernar sus países, por lo general necesitados de reformas, sino a cambiar la historia: ese es nuestro drama. Y lo primero que hacen es reinventar sus países para que estén a la altura de sus egos desbordados. No, no vinieron a tomar las riendas de una nación del Tercer Mundo; llegaron para redimir un país que han convertido en otra cosa, el pueblo de Simón Bolívar, una potencia mundial de algo, de lo que sea, ¡de la vida!  A veces, incluso, eso les parece poco. Su megalomanía es transfronteriza; aspiran al liderazgo regional, mundial, a veces a más. Cuando se vienen arriba, se vuelven cósmicos y entonces ya no hay límites al desvarío. Se prometen “expandir el virus de la vida por las estrellas del universo”, como dijo Gustavo Petro en la ONU. 

Cósmicos y líricos, sus mandatos serán cualquier cosa menos anecdóticos. Servirán para salvar a la especie humana de la extinción. Serán la antesala de la paz universal o de la redención de los pobres. Harán una revolución de las conciencias que acabe con el egoísmo o cualquier otro vicio que haya inculcado el capitalismo o el neoliberalismo. El poder atrae en América Latina a los poetas y a los utopistas, esa estirpe creadora que lanza una asonada para destruir lo viejo y erigir nuevos cimientos, un nuevo comienzo. Desde Bolívar, buscan la gloria, ese reconocimiento mundial que en el pasado daban las espadas y que ahora sólo dan las letras y las artes. Petro unió esos dos elementos en su posesión presidencial. Después de hacer desfilar la espada de Bolívar, se proclamó heredero de García Márquez. Con él, las estirpes condenadas tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra. Si Rafael Leonidas Trujillo, el déspota caribeño, estuvo convencido de que Dios le había cedido el testigo para que dirigiera los destinos de la República Dominicana, Petro sospecha que García Márquez le cedió el testigo para que escribiera la segunda parte de Cien años de soledad sobre la realidad colombiana. Incluso las alusiones a la vida que brotan incesantes de la boca de Petro, ya estaban en el discurso del Nobel de García Márquez. Allí, sin cursilerías astrales, el escritor lo decía: “Frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida”.

La única ocasión en que un colombiano concitó el interés del mundo fue esa, cuando García Márquez se dirigió a la Academia sueca.  Por eso, cada vez que se sube a un escenario, Petro intenta dar ese mismo discurso. Como presidente poeta, a veces profeta, a veces Casandra, se ha propuesto usar el don de la palabra para advertir del fin de la humanidad, abrir los ojos de los poderosos, echar en cara las injusticias, crear multitudes. Ante el tribunal de la historia, inspirado, convencido de que el mundo entero se ha detenido paro oír su poema, suelta tres o cuatro ripios. Luego, como en las malas comedias gringas, cubre los modestos resultados con aplausos pregrabados. 

La refundación de las naciones

En defensa de Petro, hay que admitir que la cursilería es un fenómeno de la época. Como muestra Pablo de Lora en Los derechos en broma, en el mundo hispánico los legisladores se han convertido en malos poetas que consuelan, ponen en valor, inspiran virtud, truenan como demiurgos bíblicos. El siglo XXI ha sido profundamente adanista y refundador. Venezuela, Bolivia y Ecuador cambiaron sus Constituciones para redefinir las bases de la nación y hasta cambiar su nombre. Venezuela se convirtió en un país bolivariano y los otros dos, Bolivia y Ecuador en países plurinacionales. Sus Constituciones también cambiaron para convertirse en extensos poemas con proliferación de artículos -444, la ecuatoriana; 411, la boliviana; 350, la venezolana- que convierten, como en las ensoñaciones de los vates bienintencionados, los deseos en derechos. Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales llegaron como primeros hombres, próceres de nuevas independencias, a escribir sobre la realidad su gran obra. Abrieron el camino para quienes vinieron detrás.

Al menos cuatro gobernantes actuales en América Latina llegaron al poder con brío refundador. En Chile, Gabriel Boric impulsó un proyecto constitucional que también daba un giro plurinacional y modificaba en ciento ochenta grados el rumbo del país: de ser la cuna, pasaría a ser la tumba del neoliberalismo. “No fueron los 30 pesos, fueron los 30 años de abusos, desigualdad y falta de derechos los que hicieron que Chile despertara y dijera no más”, escribió en su cuenta de Instagram para justificar las protestas de 2019. En 30 años no había habido nada más que injusticias.

 Andrés Manuel López Obrador también llegó para hacer historia en México con su Cuarta Transformación, un programa que debía tener la trascendencia de la Independencia, la Reforma y la Revolución, ni más ni menos; proceso que además de arrojar cientos de miles de muertos, sepultaba en el pasado a los conservadores para abrir un nuevo período de progresismo redentor.  Y un poco más abajo, en El Salvador, Nayib Bukele intentó convertir su país en la vanguardia de la vanguardia -una suerte de paraíso de las criptomonedas-, e incluso fantaseó con fundar una ciudad utópica, Bitcoin City, alimentada por energía geotérmica y ajustada a las fantasías del anarcocapitalismo. 

Todos estos proyectos querían demoler el pasado para crear un país nuevo, como si antes del advenimiento del primer presidente izquierdista elegido democráticamente en México, del presidente más joven en la historia de Chile o del más cool del mundo, estos países hubieran sido un error, tierra fértil para la insania o un pastizal donde rumiaban los enemigos del pueblo o los fifís vendepatrias. Con los presidentes poeta no hay continuismo ni se intenta construir sobre lo instituido. Hay bandazos, cambios abruptos y radicales en las reglas de juego y en las políticas económicas, incluso en la interpretación de la historia. Y luego, cuando buenamente salen del poder, generan una reacción en la dirección contraria. El continente ha patinado en el mismo charco por esa imposibilidad de pensar proyectos de gobierno realistas. Cuando se prefiere el sueño total, esa visión purificadora del demiurgo que cree estar deshaciendo agravios y enderezando entuertos, en vez de avanzar se retrocede.

La obra del presidente creador: la multitud 

Esto nos devuelve a Gustavo Petro, el cuarto gobernante que llegó al poder con la promesa de revertir doscientos años de dominio derechista en Colombia. Él, más que ninguno de sus contemporáneos, es el presidente que se piensa a sí mismo en los términos de Martí, como un creador. “El dirigente político es en cierta forma como un artista, es sensible a los cambios de tonalidad de la sociedad”, dijo el 28 de abril de 2023, en Cartagena, durante el Congreso de Asofondos. Por supuesto, se refería a él mismo. Petro artista, Petro poeta, Petro creador. Pero más allá de los discursos líricos que copian a García Márquez y producen sonrojo, ¿cuál es su obra? 

Está explicado en detalle en las páginas finales de su autobiografía. Allí Petro vuelve a aludir al realismo mágico, esta vez para referirse a su gira, la “campaña mágica”, que lo llevó al Palacio de Nariño. Sin modestia alguna, calentado el verbo lirico, afirma en esas páginas que la energía popular había visto en él al instrumento para cambiar la historia del país. Si García Márquez tenía talento con la palabra escrita, Petro lo tenía con la palabra hablada. En eso radicaba su maestría, en la oratoria, en las palabras que fluían de su boca para hechizar al pueblo. “Inspirado como el artista, mis palabras iban tomando la forma de la multitud, su fuerza –continuaba-. Viví un momento de magia… la gracia de García Márquez convertida en palabra hablada que vuela en el viento, que entra en el corazón, que se vuelve huracán, que genera la multitud, única transformadora de la historia”.

La grandilocuencia, la vana pretensión de hacer historia, la inevitable cursilería que persigue a los imitadores de García Márquez, todo estaba allí. Y también el apetito del gran demiurgo que no crea ficciones, como el novelista, sino algo más importante: pueblo, masa, multitud. Su palabra conseguía que el individuo atomizado y sin propósito se redimiera convirtiéndose en un actor histórico, en la multitud que cambia la historia. ¿Y cómo? No mediante los procesos parlamentarios o institucionales, por supuesto, sino mediante la acción audaz de una vanguardia, la toma y los hechos consumados. La multitud es músculo; la voz del líder, condicción.

Esta noción artística y alucinada de la política arrastra muchos problemas, el menor de los cuales es la cursilería. Lo verdaderamente grave es que el artista no tolera la contradicción. El creador no va a modificar su obra, no va a permitir que manos ajenas rebajen la calidad estética y moral de su proyecto regenerador. La impondrá, si puede, mediante la persuasión y la negociación, pero si esto falla, convocará a la criatura que ha surgido de su verbo encendido, la multitud, para que desbloquee lo que las instituciones bloquean. Convertido en la cabeza de un solo organismo, el gran creador impondrá su visión con la ayuda del cuerpo social. 

Y si al final no logra producir ese cambio histórico prometido, esa gran transformación que lo exalta en fantasías, no será por haber confundido el arte de gobernar con el arte de crear o por haber creído que el país era un lienzo donde podía dibujar una nueva arcadia. Inmunizado contra la crítica, incurrirá en otro de los vicios típicos de la mentalidad latinoamericana. Señalará al enemigo que le hizo zancadilla, a los medios oligárquicos, a los empresarios mezquinos, al imperio explotador. El presidente poeta se hundirá con su obra, pero jamás reconocerá que la virtud del artista es defecto en el político, y que quizás se equivocó de profesión.

Madrid, 30/09/23

Es escritor, autor de El puño invisible, Salvajes de una nueva época, Delirio americano, entre otros. Escribe en ABC, y en The Objective. Ensayista