Ya ha pasado más de un año desde que Puerto Resistencia, en Cali, se convirtió en uno de los epicentros del paro nacional que debilitó como nunca la posición política del expresidente Duque y le dio impulso a la candidatura de Gustavo Petro. 

Más allá de las “primeras líneas” y los jóvenes que participaron de las movilizaciones, están las mujeres emprendedoras que vivieron esas jornadas y han visto qué pasó allí después de los días del paro.

La Silla Académica habló con algunas de estas mujeres y con las académicas que participaron de la investigación “Mujeres, migración, informalidad y cocina: comprensión de condiciones laborales en la comuna 11 de Santiago de Cali”realizado por la Universidad La Sabana, la Universidad Javeriana de Cali y con la financiación de la Fundación WWB Colombia, para entender las cifras de la informalidad femenina y qué ha pasado con esas mujeres en Cali. La historia de Pilar Zapata resume ese micromundo. 

Pilar Zapata: cocinera en los días del Paro

De lunes a sábado, Pilar Zapata, de 63 años, se despierta a las 3:30 de la mañana para prender la estufa industrial que tiene en el patio de su casa y calentar los litros de agua que luego usará para colar café, preparar aromáticas o hacer agua de panela. La madrugada se pasa entre eso, la aliñada de 13 a 15 kilos de masa de arepas, la preparación de 15 huevos con guiso y los dedos, empanadas y pasteles de pollo que frita, todo para venderlo más tarde.

Antes de las cinco de la mañana, “Las ricuras de Pili”, como se llama su negocio, ya está instalado en el separador vial que queda al frente del Centro Médico conocido como Cedima, en el barrio Villa del Sur en Cali, y que se mueve principalmente por los médicos y usuarios que van llegando.

A menos de una cuadra está la mano gigante con el letrero de “Resistencia” que se alza en el famoso Puerto Resistencia, que el país conoció tras ser el epicentro del paro nacional de 2021 que se vivió con más fuerza en la ciudad y que Pilar apoyó como cocinera de las ollas comunitarias de los jóvenes de la primera línea.

La rotonda que se convirtió en un lugar emblemático de la movilización social se llamaba antes Puerto Rellena, en referencia al rebusque diario de las mujeres del oriente. Muchas de ellas desplazadas, víctimas de la violencia o habitantes de sectores vulnerables; que vieron en la venta de rellena la oportunidad de rebuscarse el diario vivir para ellas y sus familias.

En ese pedazo de tierra, los árboles le dan sombra a “Las ricuras de Pili”, que consta de siete mesas plásticas, un asador, una mesa metálica para amasar las arepas y una vitrina para la fritanga, y le ha dado a Pilar y a su esposo, Jhon Jairo Valbuena, el sostén diario de su familia y a veces hasta ahorros.

Pilar y Jhon Jairo hacen parte de la lista de más de 16 mil trabajadores informales que hay en el espacio público de Cali, según la Alcaldía, que lleva más de tres años en el proceso de caracterizarlos. Esto como parte de la política pública de vendedores informales que pretende dignificar su labor en Cali, la capital con el mayor número de trabajadores informales (46,4%) entre las tres ciudades principales según el Dane.

La rotonda alrededor de la cual trabajan, es el punto en el que se unen comunas como la 16 y la 11, esta última una de las que tiene más negocios informales con bajo potencial de crecimiento en la ciudad, según la Fundación WWB Colombia, que se dedica a fomentar las capacidades empresariales de mujeres vulnerables económicamente.

Vecinos a “Las ricuras de Pili” convergen otros negocios: al lado hay una pareja que vende arepas y fritanga y se ha convertido en su competencia directa, al frente de ellos está la venta de jugos naturales de Gema Montes, y a su lado Eulalia García que vende chontaduros.

La historia de Pilar es evidencia de que en Cali, a la que después del Paro muchos llaman “capital de la resistencia”, tener un negocio informal también es resistir.

Una vida a punta de emprendimientos

Pilar nació en Cali en una familia de clase media. Junto con sus padres y sus cuatro hermanos viajaron a Medellín cuando ella tenía dos años y cuando cumplió 10 regresaron a Cali. “No teníamos muchos lujos, pero mi papá siempre quiso que estudiáramos y lo logramos”, explica.

Es psicóloga y licenciada en educación infantil, se dedicó a la docencia por más de una década hasta que en el colegio privado en el que trabajaba empezaron a retrasarse los pagos. Prefirió irse y empezar a ayudar a su esposo en un puesto de verduras que tenía. De ahí en adelante, optaron siempre por tener negocios propios y no trabajar para otras personas.

En un día bueno, en el que venden todas las arepas, los huevos, los fritos, y hasta hay que hacer más para cubrir la demanda, al negocio le pueden entrar entre 150 mil y 180 mil pesos. Lo que, sumado, les da al mes más o menos 4,3 millones de pesos. Más de 3 millones se reinvierten en el negocio.

“A mí nadie me va a pagar lo que yo gano acá. Así me haga 80 mil pesos al día, ninguna empresa me va a contratar por ese salario diario”, dice Pilar Zapata, recostada en una mesa con un mantel plástico mientras espera que los clientes se acerquen. “Hoy ha estado sólo”, comenta y ya prevé que las ganancias no serán muchas.

En la investigación realizada por la Universidad Icesi, el Observatorio de Políticas Públicas Polis, la Cámara de Comercio de Cali y la Fundación WWB, donde se realizó una encuesta a más de 7 mil vendedores informales, se catalogó negocios como el de Pilar como ‘Unidades de subsistencia’ que se caracterizan por tener un mayor grado de formalidad. Se trata de puestos que reciben ingresos variados diariamente, suelen ser creados por necesidades económicas, tiene gastos que no son rentables o no representan un mayor beneficio y tampoco cuentan con un salario propio sino que disponen de las ganancias de acuerdo a las necesidades.

El 84% de los trabajadores informales que tienen este tipo de negocio en Cali, son mujeres.

Es martes 11 de octubre, la semana apenas comienza pero no pinta muy bien. Igual que el último mes y medio en el que las ventas van en caída. No es que Pilar lleve las cuentas exactas de cuánto invierte o vende en promedio, en realidad el negocio funciona más con estimados. “Todo está aquí”, dice Jhon Jairo mientras señala su cabeza. Pero la baja en las ventas se nota desde la pandemia. Esa fue la primera vez en la que el negocio, que ahora lleva siete años, cerró por una temporada larga.

Estuvieron casi un año sin funcionar al 100%. Primero encerrados por completo, con “la bendición”, como dice Pilar, de que su arrendatario de una pequeña casa azul de dos pisos, no le cobró los 400 mil pesos mensuales durante el confinamiento. Sobrevivieron a punta de ahorros con los que, por ejemplo, pudieron realizar un mercado de 2,5 millones que fue su despensa durante los primeros meses de la pandemia.

Aunque solo el 31% de los vendedores informales encuestados en Cali — según el informe de la Universidad Icesi y la Fundación WWB—- tienen la cultura del ahorro, para Pilar esto se ha convertido en un hábito. Está inscrita en las llamadas “cadenas” que coordinan amigos o vecinos y funcionan como un ahorro grupal en el que se fija el monto, la frecuencia con el que se da y la fecha en la que se entrega a cada participante. Ese método ha sido tan efectivo para ella que ha podido ahorrar desde 300 mil pesos hasta 5 millones.

A punta de esas “cadenas” ha podido pagar los arreglas ocasionales de un Renault 4 que su esposo tiene desde antes de conocerla, comprar un camión para transportar muebles y generar otros ingresos, hacer pequeñas inversiones en el negocio cuando los ingresos no alcanzan, organizar un viaje en el carro de vez en cuando y, como ya pasó, sobrevivir a una pandemia.

Cuando los centros médicos como Cedima, que queda a tres casas de la de ellos, volvieron a abrir, Jhon Jairo se puso a trabajar cuidando los carros que llegaban al lugar. A medida que el Gobierno Nacional fue aflojando las restricciones, Pilar empezó de nuevo a vender arepas, desde su casa y con unos tres kilos de masa que trataba de vender en un día. Luego, cuando estaban recuperándose, llegó el paro nacional del año pasado que terminaron apoyando.

“Al principio yo me sentí como secuestrada en mi casa, ni podíamos salir. Luego ya me fui acercando a los muchachos y fui entendiendo. Acá en la casa guardamos la comida que llegaba y yo cada tanto me arrimaba a ayudar a hacer el revuelto o a pelar papa en la olla comunitaria”, recuerda Pilar.

Cuenta que esa cercanía también les ayudó a que nunca les faltara un plato de comida durante el paro, ya fuera porque podían ir a la olla comunitaria a comer, porque tenían los víveres en la casa o porque en los eventos y movilizaciones le pedían a “los muchachos” que les dejaran poner un puesto de pizza, chorizos, arepas o lo que pudieran comprar en ese momento.

Aún con el levantamiento del paro y con Puerto Resistencia convertido en un punto de encuentro, las ventas no han vuelto a ser las mismas de antes de marzo de 2020. En ese tiempo, antes de la pandemia, pedían el doble de kilos de masa de arepa que piden hoy, y lo vendían todo. 

Después del mediodía, cuando el negocio cierra, el esposo de Pilar, Jhon Jairo Valbuena suele coger el camión que compraron hace años, con unos ahorros que tenían, y transporta muebles de almacenes de cadena.

El resto del día, Pilar se dedica a limpiar los utensilios del negocio, a organizar la casa, a mercar para el siguiente día, a hacer bombones de chocolate que luego vende entre sus amigas, a distribuir los catálogos de revistas de maquillaje y ropa que vende y con los que también gana comisiones y a contar cuántos tapabocas vendieron en la mañana para saber si ya es hora de pedir otra caja.

Alrededor de las seis de la tarde vuelve a la cocina a dejar listo lo del otro día: prepara el guiso de tomate y cebolla, revisa el inventario y deja las aguas preparadas.

El domingo también trabaja. Toda la tarde y la noche, Pilar y su esposo se la pasan en el Parque de las Banderas, un punto de encuentro en Cali los fines de semana, alquilando un brinca – brinca para que los niños salten y unos 15 carros eléctricos para que paseen por la zona. “Ahí nos podemos hacer 200 o 300 mil pesos si nos va bien, pero depende de que no haya partido de fútbol, porque de lo contrario, cierran el lugar”, cuenta Pilar.

Esta emprendedora informal lleva más de 30 años como independiente e inició apoyando a su esposo Jhon Jairo en un puesto de verduras que ambos lograron convertir en un granero. De ahí en adelante la pasaron entre quiebras y negocios como un lago de pesca y un asadero.

En el 2000, sin dinero y sin negocio tras una quiebra, Jhon Jairo tomó el Renault 4 que aún tiene y empezó a transportar personas como servicio público pirata. Pilar se fue a coordinar a los piratas que salían desde el sur de la ciudad, frente al centro comercial Jardín Plaza. Ganaba 200 pesos por cada pirata que despachaba.

Luego, picada por la idea de ganar dinero extra, llevó unas 20 papas guisadas que se vendieron en minutos. Ahí empezó un negocio de fritanga que duró unos 14 años y en el que trabajaban un promedio de 12 horas. Al final, tras varios encuentros con la Policía que les impedía vender ahí, optaron por poner el pequeño puesto de arepas en el barrio que empezó a crecer.

Pilar sabe que tendrá que seguir trabajando hasta el último momento porque nunca cotizó para una pensión. Entre arriendo, servicios, el colegio de su hijo, y un crédito de unos 8 millones de pesos que paga por cuotas mensuales de 500 mil, necesitaría un promedio de 2 millones cada mes para sostenerse económicamente.

A sus 63 años, Pilar sueña con poder ampliar su negocio, quizá poner una sede y dejar a una persona encargada. Pero aún no parece una posibilidad factible: las ventas no han aumentado, el crédito no lo han terminado de pagar, por lo que meterse a otro no parece una buena idea. Pese a que ese sueño parece lejano, Pilar se levanta todos los días con la felicidad de saber que ella y su esposo han construido a pulso su propio negocio.

Soy la periodista encargada de cubrir la región Pacífico. Estudié comunicación social y periodismo en la Universidad del Valle. Fui practicante de La Silla Pacífico en 2018, hice comunicación organizacional y trabajé en un proyecto educativo. Antes de regresar a La Silla fui investigadora en el...