Foto: Juan Carlos Hernández

A lo largo de su vida, Gustavo Petro ha empezado varias revoluciones. Aunque, hasta ahora, no ha culminado ninguna con éxito, esos fracasos no han modificado la percepción que tiene de sí mismo como un revolucionario. Una que lo ha impulsado a estar más cerca que nunca de la Casa de Nariño, en una reñida competencia con Rodolfo Hernández, aunque en esta oportunidad bajo el discurso de ser el candidato que evitaría “un salto al vacío”.

Ese ímpetu empezó en su último año de bachillerato, cuando fundó junto con tres amigos de su colegio de Zipaquirá el JG3, bautizado así porque el nombre de uno de ellos comenzaba por J, y el de los otros dos comenzaba por G, como el de él.

“En un comienzo, el JG3 no militaba en ninguna organización. Simplemente nos preparábamos para lo que creíamos que iba a ser la revolución en Colombia”, cuenta Petro en su taquillera autobiografía Una vida, muchas vidas. Según narra, con estos amigos se fue durante una semana a acampar en La Peña de Guaita, una montaña ubicada entre Tabio y Tenjo, a una hora de Bogotá. “Nuestro objetivo era poner en la cima la bandera del JG3 e iniciar lo que considerábamos nuestro juramento a la lucha revolucionaria”.

Comenzaban los años setenta, cuando los vientos de cambio soplaban en todo el continente: la revolución de Fidel en Cuba, Allende en Chile, la guerra de Vietnam y las guerrillas en Colombia, en particular, el M-19.

Petro creció en una familia de clase media. Es el mayor de los tres hijos de Gustavo Petro, oriundo de Ciénaga de Oro (Córdoba), que trabajaba como secretario de la Normal de Varones —y con quien tuvo una relación conflictiva—, y de Clara Nubia Urrego, de Gachetá (Cundinamarca), militante de la Anapo y de quien heredó su pasión política.

Fue un niño precoz, tímido e introvertido, que esgrimía su inteligencia para protegerse de los sentimientos de exclusión y rechazo que sintió cuando estudiaba en el colegio San Felipe Neri, del barrio Los Alcázares, en Bogotá, y de los que no ha logrado desprenderse a lo largo de la vida. Como se vislumbra en su libro, Petro siempre ha sentido que no cuadra del todo, que no es bienvenido en los grupos a los que pertenece, que la gente cercana lo quiere traicionar.

Con esa timidez, serio, vestido casi siempre de colores oscuros, esa suerte de complejo de inferioridad tiene como cara opuesta su mesianismo.

“Es la gran diferencia con todos los demás candidatos: él se cree auténticamente predestinado”, asegura alguien que ha trabajado varios años con él y que, como otros, prefirió hablar off-the-record. “Petro se cree elegido como la única persona que puede salvar a Colombia. Y eso lo hace siempre muy cautivante”.

Del porro a la guerrilla

Gustavo Petro dice que nació hace sesenta y dos años en Ciénaga de Oro (Córdoba),, un pueblito caliente del Caribe a media hora de Montería; ganadero y algodonero, famoso por sus corralejas y atravesado por un caño llamado Aguas Prietas.

Es un misterio de dónde llegaron los Petro a esa región. Dicen que sus ancestros eran italianos o gitanos, pero surgieron de la parte norte de Cereté y se regaron por los corregimientos de San Isidro, Las Guamas, Rabo Largo y La Culebra, en donde todo el que se apellida Petro resulta ser de la misma familia.

De padre costeño y madre del interior, allá aprendió a bailar muy bien porro y a comer casabe, la típica tortilla asada de yuca molida y coco, que se sirve con café con leche. Lo que nunca pudo adquirir fueron el acento y la alegría caribe. Él lo sabe y lo lamenta. Por eso ha dicho, por ejemplo, que a la izquierda colombiana, “amargada, acartonada”, habría que meterle “mucho Caribe” y darle un sacudón para que pueda entender a su propia sociedad.

Aunque sea un lugar común elogiar a García Márquez, fue al leerlo que Petro reconoció ese universo de color que abandonó cuando sus padres se lo llevaron aún niño a criarlo a Zipaquirá, un frío municipio ubicado a unos cincuenta kilómetros de Bogotá, famoso por sus minas de sal, que era lo opuesto a Ciénaga.

“Estudié en un colegio de curas, que en mi época eran franquistas y hablaban pestes del comunismo”, cuenta. Se refiere al Colegio Nacional de La Salle, por el que también pasó García Márquez, y cuyos libros habían prohibido aquellos curas.

Petro dice que a los diez años ya leía biografías, y por entonces se le metió en la cabeza que quería escribir una novela policíaca. Así arrancó su carrera de piedra en el zapato con los sacerdotes, leyendo a Gabo y reuniéndose con sindicalistas y obreros que contribuyeron a su formación como hombre de izquierda.

Años después, también leyó a Engels, Marx y Lenin. Seguramente no lo sabía, pero ya dedicaba su vida a la política (pocas fiestas, pocas novias, poco desorden). Desarrolló un gusto particular por escuchar a la gente, y así fue acopiando motivos para la rebeldía y para levantarse contra lo que entonces le parecía injusto.

El presunto fraude electoral en las presidenciales de abril de 1970 y el golpe de Estado contra Salvador Allende (presidente socialista de Chile) en 1973 fueron los dos mensajes violentos que le atravesaron el corazón y lo llamaron a rebelarse contra la oligarquía colombiana, que desde entonces considera “sectaria, atrasada, feudal, dogmática y asesina”.

En 1978, con diecisiete años, Petro entró a la guerrilla del M-19, donde se hizo llamar “Aureliano” —un homenaje a García Márquez—. Entonces llevaba la doble vida de universitario, líder popular y funcionario público, y de “guerrillero de civil”, que cumplía misiones para el grupo armado, como encaletar las armas que habían robado sus compañeros en el Cantón Norte. Solo entró en la clandestinidad hasta 1987 —a los veintiséis años—, y continuó en ella hasta que dejó las armas junto con todo el grupo, en 1990.

No fueron muchos años de vida guerrillera, pero su paso por el M-19 es definitivo en su biografía. Incluso, la idea del “pacto”, que se convirtió en esta contienda en el nombre y eje de su coalición, no es muy lejana del “Diálogo Nacional” que promovía la guerrilla en ese entonces: un pacto entre ricos y pobres; entre quienes habían detentado el poder y los que eran excluidos de él. El famoso “sancocho nacional”.

En el “eme”, que antes de la toma al Palacio de Justicia y de sus mediáticos secuestros se había dado a conocer en Bogotá por regalar leche a los estratos más pobres, Petro se hizo personero a los veintiún años.

Ya como hombre de izquierda graduado, que había dejado claro su talante de revolucionario humilde con los humildes y de soberbio con los poderosos, fraguó una movida: fundó el barrio Bolívar 83 en Zipaquirá. Este emergió luego de la toma azuzada por él de un terreno que pertenecía a unos curas con varias propiedades en el pueblo.

Petro estudiaba Economía en la Universidad Externado y fungía como periodista en un pequeño periódico llamado Carta al Pueblo, que denunciaba los problemas de las comunidades de Zipaquirá y alrededores. Uno de los más que más se escuchaban era la falta de vivienda propia y digna para los habitantes de los barrios más pobres.

Con quinientos de ellos planeó la toma al terreno, que se llevó a cabo una madrugada, en compañía de miembros del M-19. Después de un desalojo con gases lacrimógenos, de varias semanas de diálogos con las autoridades y de otras tomas menores a la iglesia, se les concedió a los manifestantes parte de una tierra en las afueras de Zipaquirá.

“Esos días jamás los olvidaré porque me ligaron para siempre al mundo de los pobres”, escribió Petro en el libro que publicó como preámbulo de su campaña de 2022.

El entonces estudiante acompañó el nacimiento del Bolívar 83 y con el transcurrir de los días se convirtió en líder comunitario. En 1984, con veinticuatro años, Petro ganó una curul como concejal con los votos de ese barrio, contrariando la máxima de esa guerrilla de no combinar las formas de lucha. Esto provocó su expulsión temporal del M-19.

La sanción no duró mucho, pero la felicidad tampoco.

En 1985, la tregua del M-19 con el gobierno de Belisario Betancur llegó a su fin y las Fuerzas Militares fueron tras los fortines de la guerrilla. Petro dice que el día en que llegaron al Bolívar 83, él distinguió los tanques desde otra parte de Zipaquirá y logró pasar inadvertido. Hasta que un día un niño delató la ubicación de su escondite y fue capturado y llevado a la Escuela de Caballería, donde lo juzgó el poder militar y lo torturaron en las caballerizas.

Así terminó su historia revolucionaria con el Bolívar 83, que entró en una espiral de decadencia que se mantiene hasta el día de hoy. Nunca volvió a visitarlos.

Su paso por el M-19

Del día de su captura, Petro recuerda la foto en la que sus compañeros bajaban la cabeza para no ser identificados. “Yo no la quise bajar. ¿Por qué tenía que arrepentirme o avergonzarme por el hecho de que un Estado hubiera capturado a un revolucionario?”, cuenta en su libro.

En prisión, Petro se enteró de la toma al Palacio de Justicia, el sangriento golpe del M-19 que dejó noventa y cuatro personas muertas —entre ellas, once magistrados—, y doce desaparecidos, y que hoy muchos opositores le siguen cobrando políticamente.

En esa época, y en realidad durante toda su militancia, la figura de Petro no tuvo mayor influencia sobre esa guerrilla ni participó de ninguna manera en el episodio del 6 de noviembre de 1985, que traumatizó al país.

Lejos de ser recordado como un hombre de guerra, algunos ex eme califican a Petro como uno de los militantes que más le apostaron a la paz y a que esa guerrilla se desmovilizara y aceptara sentarse a dialogar con el Gobierno, como efectivamente pasó.

“Es el Petro que nadie recuerda, que era el Petro del M-19”, dice Álvaro Jiménez, activista de derechos humanos y exmilitante de esa guerrilla.

Jiménez coincide con otros dos excompañeros suyos al afirmar que, si bien Petro siempre le apostó a una salida negociada, ese anhelo fue parte intrínseca del movimiento y que “nadie en el eme puede adjudicarse eso como una construcción individual”. Eso contradice el protagonismo que ahora se atribuye el candidato en el supuesto cambio de parecer de Carlos Pizarro frente a negociar la paz con el gobierno de Barco.

Petro estuvo en la cárcel hasta febrero de 1987. Cuando salió, con su hijo Nicolás recién nacido, empezó su vida clandestina en Santander, con el propósito de crear “una línea militar de masas”. Sin embargo, fracasó en ese propósito: se llevaba mal con los líderes del eme en la zona y, finalmente, Pizarro lo relevó del cargo y lo mandó a Barrancabermeja, donde otra vez fue capturado. Cuando quedó libre, unos meses después, abandonó Santander para siempre. Otra revolución había llegado a su fin.

Su incursión en la política desde la legalidad

Para esa época, Petro ya se había desencantado del mundo militar. “Nunca sentí, a diferencia de muchos de mis compañeros, una vocación militar”, escribe en su libro. “Yo quería hacer la revolución. Me veía a mí mismo como un revolucionario, ese era mi título”.

Sorteada con éxito la desmovilización del M-19 en 1990, asesoró la Asamblea Nacional Constituyente, con la que se selló la paz y que dio paso a la Constitución de 1991 y a una nueva historia en su vida, escrita desde la legalidad.

Uno de los hijos de ese proceso de paz fue el partido Alianza Democrática, por el que Petro fue elegido representante a la Cámara por Cundinamarca en 1991.

En 1994, Petro salió por primera vez de Colombia. Acababa de fracasar su aspiración al Senado y recibió su primera amenaza de muerte. Varios excompañeros suyos del M-19 habían sido asesinados, y el entonces presidente César Gaviria le ofreció un puesto diplomático de segundo nivel en Bélgica. Lo aceptó resignado.

Así llegó a Bruselas, una ciudad fría donde se sentía terriblemente solo. Según cuenta en su libro, un diplomado que hizo en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad de Lovaina lo salvó de la depresión.

“En la universidad me sentí inmerso en un mundo cosmopolita”, escribe. “Ahora podía acercarme a la teoría, a los conceptos que criticaban lo que observaba: ese capitalismo voraz y neoliberal que se había devorado al planeta en unos pocos años. Y lo entendí, por primera vez, desde la relación entre el desarrollo económico y la naturaleza. Desde entonces, la lucha por el medio ambiente y por el reequilibrio con la naturaleza ha sido una de mis cruzadas políticas”.

No es en el marxismo, sino en su discurso ambiental donde se enraíza la transformación radical que Petro le propone a Colombia. Una transformación que apunta directamente al modelo económico que rige el país.

En Bélgica nacieron dos de sus grandes obsesiones: las luchas contra el paramilitarismo y por el agua. Y allí también se convirtió en un subalterno incómodo para su jefe, el embajador Carlos Arturo Marulanda.

Fue una coincidencia: Marulanda era el dueño de una hacienda llamada Bellacruz, de donde los paramilitares habían desplazado a sesenta y cuatro familias; cuando Petro se dio cuenta, lo denunció por estar aliado con ellos. El embajador, que no podía echarlo porque se trataba de un exiliado, lo envió a trabajar a un sótano. En 2005, luego de varios años huyendo, Marulanda se entregó para cumplir condena, pero por peculado por apropiación y falsedad en documento público.

Exiliado, deprimido y trabajando en un sótano, Petro terminó su especialización en Medio Ambiente y Desarrollo , y concretó ese interés por los temas ambientales, que ha tratado de poner en la primera línea del debate presidencial.

Tras su regreso al país, en 1998, fue incluido en una lista del Movimiento Vía Alterna, debajo de Antonio Navarro, y quedó elegido representante a la Cámara por Bogotá.

Así arrancó en firme la carrera de quien es considerado uno de los congresistas más brillantes que ha tenido Colombia. Sus debates de 2006 sobre la parapolítica hicieron historia en el país. Entre otros, señaló al exgobernador de Sucre Salvador Arana y al exsenador Álvaro “el Gordo” García de participar en crímenes en alianza con los paramilitares. Ambos fueron condenados.

Una persona que lo ayudó en esas investigaciones, ya como senador, recuerda que Petro era en extremo riguroso, estudioso y “con una capacidad de análisis sorprendente para atar un indicio con otro”.

Con su elocuencia y reconocida capacidad para echar discursos, se convirtió en la piedra en el zapato del entonces presidente, Álvaro Uribe Vélez, a quien señaló de haber autorizado a paramilitares tener cooperativas de seguridad privada cuando era gobernador de Antioquia. Lo volvió a incomodar cuando denunció al DAS de perseguirlo y “chuzarlo”, algo que se comprobó más adelante. Y también incomodó al entonces fiscal Luis Camilo Osorio, cuando reveló una presunta infiltración paramilitar en la Fiscalía.

Petro era considerado el mejor congresista del país y, su partido, el Polo Democrático Alternativo, ya lo empezaba a ver como una importante carta para aspirar a la Presidencia. Un sueño, dijo a un medio la sincelejana Verónica Alcocer, su esposa y madre de dos de sus seis hijos, del que desde entonces él nunca ha desistido y podría alcanzar el domingo.

Muchos le atribuyen a esa ambición que en 2008 votara, junto con seis senadores del Polo, por el procurador Alejandro Ordóñez, entonces ya reconocido por sus posiciones sectarias y en contra de las libertades individuales.

Petro explicó que Ordóñez le había manifestado que defendería la Constitución de 1991, y advirtió que su voto no se debió a favores burocráticos. Sin embargo, en junio de 2009, el jefe del Ministerio Público nombró a Diego Bravo uno de sus procuradores delegados, amigo personal de Petro y justamente la persona a la que este le confió, cuando era alcalde Bogotá, la puesta en marcha del modelo de aseo por el que el propio Ordóñez lo destituiría.

Ese fue el lunar de su paso por el Congreso, al que renunció en 2009 para lanzarse por primera vez a la Presidencia.

Por fuera del Polo

Petro ganó la candidatura presidencial del Polo en 2010, luego de meses de diferencias internas entre los líderes más fuertes de ese partido, que amenazaba con romperse. Ante la urgencia por la campaña, el partido escogió a la entonces secretaria de Gobierno de Bogotá, Clara López, como su fórmula a la Vicepresidencia, en una decisión que muchos vieron como de unidad.

Brillando como orador, Petro fundamentó la campaña en varias propuestas que llevó luego a la Alcaldía de Bogotá, y que han sido clave en sus campañas presidenciales. Dijo, por ejemplo, que mitigaría los efectos del calentamiento global y que impulsaría una política de seguridad alimentaria usando hasta el último centímetro de tierra fértil del país.

También se montó en el caballito de campaña de las críticas a Uribe, pero lo relegó el crecimiento de la candidatura del exalcalde de Bogotá Antanas Mockus con su Ola Verde. Al final, quedó tercero con 1,3 millones de votos.

Petro buscó después ser presidente del Polo, en medio de un nuevo conflicto interno porque él se había reunido con el mandatario electo, Juan Manuel Santos, a proponerle temas de concertación, mientras que el partido se proclamaba de oposición. El comité ejecutivo finalmente escogió a Clara López. A finales de 2010, Petro salió cerrando la puerta tras de sí, para nunca más volver, luego de denunciar a los hermanos Samuel e Iván Moreno —líderes del partido; el primero, alcalde de Bogotá— por el llamado Carrusel de la Contratación, que saqueó a Bogotá.

Con fichas fuertes del Polo de su lado, como los senadores Jorge Guevara y Luis Carlos Avellaneda, Petro fundó el movimiento Progresistas.

Progresistas era su sueño político para el siglo XXI. En ese momento, Petro decía que tenía un pie en la izquierda, por su pasado, pero otro en Progresistas, porque en este siglo hay que aprender a incluir otras visiones de la política, que no busquen solo una igualdad material, sino en derechos, y que integren las que llamó “nuevas ciudadanías”: los animalistas, los ambientalistas, las feministas y los activistas LGBTI, entre otros.

Una posición filosófica que contrasta con su criticado voto por Ordóñez y que fue desapareciendo en esta campaña, en la que Petro demostró que su pragmatismo y deseo de ganar eran mayores que el progresismo del que se abanderó hace cuatro años. De hecho, fue el único candidato de centroizquierda que se abstuvo de celebrar abiertamente el fallo de la Corte Constitucional que despenalizó el aborto hasta la semana 24 en febrero de 2022.

Con Progresistas, llegó a la Alcaldía de Bogotá en 2011, con un 30 % de los votos.

Su luna de miel con los bogotanos, en todo caso, duró poco.

El alcalde

Cuando arrancó el empalme en Bogotá entre su gobierno y el saliente, a cargo de la alcaldesa encargada Clara López, Petro se presentó varias veces en el Palacio Liévano acompañado únicamente por un maletín lleno de documentos. Muchos confirmaron entonces que no es muy dado a trabajar en equipo, algo que algunos colaboradores temían por su extrema timidez y tendencia a estar solo.

Ya al mando, las puertas de la Alcaldía vieron entrar y salir altos funcionarios, algunos dando portazos, como su entonces amigo Daniel García-Peña (que le dijo en una carta pública que “un déspota de izquierda, por ser de izquierda, no deja de ser déspota”) y otros, que argumentaban “motivos personales”. Muchos idos por voluntad propia y otros por voluntad del alcalde, que en ocasiones los notificó por redes sociales. Al final, se contaron alrededor de sesenta cambios en puestos directivos.

Y es que trabajar con él no es fácil, según le contaron a La Silla cinco personas que lo han hecho; ya sea como secretarios durante su alcaldía o en otros cargos de subordinación.

Para comenzar, Petro es descaradamente impuntual. Una exfuncionaria suya dice que llegó a ver “ocho secretarios esperándolo dos horas a que los atendiera el mismo día” y un exsecretario ratifica que, en promedio, lo tenía que esperar tres horas. No madrugaba, llegaba a la oficina a las diez de la mañana y trabajaba hasta la una o dos de la madrugada. Él y otros tres exsubalternos suyos dicen que trabajar con Petro fue una experiencia fascinante, porque tiene ideas creativas, osadas y comprometidas con un cambio verdadero, pero a la vez difícil, por su forma de ser. “Petro es un tipo muy tímido, huraño, no es fácil para el diálogo personal, no es jovial, es bastante difícil la comunicación y la construcción de confianza”, dice uno de ellos. Otro, cuenta que cuando entraba a su despacho, el entonces alcalde estaba pegado al computador y ni siquiera levantaba la mirada para reconocer que había otra persona allí. Una persona que lo vio de primera mano cuenta cómo un día después de una larga reunión de trabajo de varias horas llegó el mediodía y Petro pidió almuerzo solo para él y comió delante de todos, que hambreados, les tocó aguantar otras dos horas de reunión sin que nunca les ofreciera almuerzo también.

Al mismo tiempo, dicen que nunca lo vieron descontrolarse, gritar ni decir una mala palabra, ni siquiera en los momentos más difíciles de su alcaldía. Que da por hecho que la gente lo va a cuestionar, y que por eso no se altera. A muchos les impresionaba la serenidad con la que asumió las situaciones de confrontación en su mandato, que fueron muchas.

La otra cara de esa serenidad es la dificultad para establecer una conexión emocional con su equipo. Varios de los entrevistados aseguran que Petro no tiene ni un solo amigo, salvo Augusto Rodríguez —“su conexión con el mundo”, según uno de ellos—. “Él no es grato, nunca te agradece, asume que estás trabajando, que te toca hacer lo que te toque. Él decía: ‘Cada persona es dueña de su miedo’”, recuerda la exfuncionaria que lo conoció de cerca.

Y quizás eso era lo más difícil para sus subalternos, lo del miedo, porque, en palabras de otra persona cercana, a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”.

Como no le teme a nada, empujaba a sus secretarios hasta el límite, y por eso muchos renunciaron; no estaban dispuestos a sacrificar su vida privada ni a quedar empapelados de por vida por tentar los límites de lo que parecía imposible legal o políticamente en ese momento. Petro, en cambio, desafió a todas las ías, que lo multaron y embargaron sus cuentas durante años, hasta que agotó las instancias judiciales y al final salió adelante.

Petro es un polemista. “Cuando se encuentra con un interlocutor con argumentos y capacidad dialéctica, se adentra en discusiones profundas”, dice un colaborador suyo, y cuenta que recientemente le pasó con el famoso economista, experto en temas de desigualdad, Thomas Piketty.

Y aunque escucha es poco permeable, y al final toma sus decisiones solo o con la influencia de un grupo muy estrecho. Varios funcionarios de su alcaldía estaban en desacuerdo, por ejemplo, con el cambio del modelo de basuras, que no era prioritario y abría demasiados flancos de confrontación. Pero él insistió. Porque si hay algo que todos resaltan es que Petro se siente un genio (algunos creen que lo es). “Él piensa que lo único importante es su sapiencia, que todo lo demás es irrelevante. Es extremadamente arrogante y pretencioso”, dice uno de ellos.

Esa idea sobredimensionada de sí mismo queda retratada en muchos apartes de su libro, en los que se atribuye varios de los procesos políticos más interesantes de los últimos veinte años, y culpa del fracaso de otros. Además de afirmar que el supuesto viraje de Carlos Pizarro en su decisión de negociar la paz con el M-19 sucedió tras una conversación con él, se atribuye el lanzamiento de Antanas Mockus a la política, la fundación del Partido Verde (de la que luego dice que lo excluyeron porque con sus debates “atraía peligro”), y “un papel estratégico en la destrucción del proyecto paramilitar”. En cambio, cree que el plebiscito por la paz se perdió porque “probablemente nos excluyeron, para no darme fuerza electoral… Si yo hubiera tenido los recursos para poder moverme por el país, el resultado habría sido el contrario”.

Petro está abierto al diálogo solo con aquellos en los que confía, pero mantener esa confianza con él es todo un desafío. Quienes lo conocen dicen que lo que más lo afecta es la deslealtad. “Así como no es una persona fácil de influir vía adulación, sí es una persona a la que le pueden meter desconfianza”, dice un colaborador. Había mucho detectivismo, mucha gente sectaria en el petrismo, que no tiene argumentos, solo odios, que alienta ese resentimiento”.

“Su problema es ese circulito, porque suele infundirle desconfianza en sus colaboradores”, nos dijo una persona, que señaló a Augusto Rodríguez como un hombre clave de ese grupo durante la época de la alcaldía. Rodríguez acompaña a Petro desde cuando estaba en el Congreso y Nicolás —el hijo que más se ha metido en política— lo cuestionó públicamente por supuestamente aislar a otros dirigentes progresistas en la posterior campaña que la izquierda perdió frente a Enrique Peñalosa.

“Era alguien de bajo perfil, pero que sabía mover muy bien la fibra sensible de Petro: la teoría del complot. Todo el tiempo manipulaba la información y metía ruido para hacerle creer que estaba rodeado de gente desleal”, le dijo a La Silla María Mercedes Maldonado, quien fue secretaria de Planeación y Hábitat de Petro como parte de la reportería para un perfil sobre Rodríguez.

Uno de los primeros indicios de lo que sería su gobierno en Bogotá surgió muy temprano, en febrero de 2012, con la construcción de la Avenida Longitudinal de Occidente (ALO).

La vía fue aprobada a través de un acuerdo del Concejo, pero Petro, a quien nunca le gustó el proyecto bajo el argumento de que afectaba unos humedales, se opuso sin presentar a la corporación un cambio a lo acordado. Es decir, se opuso en los medios. Y declaró: “No vamos a hacer esta vía. Primero, túmbennos: usen la Fiscalía, la Contraloría, la Personería, y túmbennos. Y, después, sí pueden hacer la ALO”.

La pelea con el Concejo, donde tenía mayorías en contra, duró hasta el final de su período y fue apenas una de tantas: mantuvo unas relaciones agridulces con el Gobierno nacional (que, por ejemplo, le firmó un cheque simbólico para el metro que nunca se hizo efectivo) y con los órganos de control, al cuestionar varias de sus decisiones. Esta vez, fue la piedra en el zapato del entonces gobernador de Cundinamarca, Álvaro Cruz, desde que anunció que no les vendería más agua en bloque a ocho municipios de la Sabana, tal y como venía haciéndolo el Distrito desde hacía cuarenta años; una decisión que más adelante echó para atrás.

También peleó con los empresarios de los toros por prohibir las corridas en la plaza de La Santamaría, en un intento por hacer de ese espacio un escenario “de arte y no de muerte”, y chocó con los comerciantes por la peatonalización de un tramo de la carrera Séptima.

En su obsesión por las mafias, dijo haberlas identificado en la alimentación escolar, por lo que pidió cambiar una licitación de unos doscientos mil millones de pesos en pocos meses; no lo logró, pero para las siguientes licitaciones sí logró modificar condiciones que hicieron más transparente el proceso.

De mafias también habló en el sector transporte y al poner sobre la mesa la necesidad de renegociar los contratos de Transmilenio. Aunque terminó extendiéndolos, quitándoles algunas gabelas que los beneficiaban económicamente, mantuvo la esencia del negocio; una contradicción que no solo le cobraron sus opositores de derecha, sino del Polo.

Una contradicción similar a la que le echaron en cara cuando, después de calificar también de mafiosos a los empresarios de la basura y amenazar con sacarlos del negocio, volvió a contratar a la mayoría (con ingresos fijos que les convenían y antes no tenían, y sin incentivos para mejorar el servicio), tras la caótica implementación de un nuevo modelo que pretendía que la recolección quedara a cargo de la empresa pública Aguas de Bogotá.

Durante semanas, igual de retador que en el episodio de la ALO, contra todas las advertencias políticas y de los organismos de control, Petro había dicho que sacaría adelante su proyecto, pero al final Aguas de Bogotá no contó con la capacidad para recoger la basura en toda la ciudad, y terminó operando solo en la mitad.

Ya lo habían calificado de improvisador por haber bajado las tarifas de Transmilenio sin tener garantía fiscal o por haber pedido recursos para un tren ligero por la carrera Séptima sin contar con estudios. Pero fue el episodio de las basuras el que marcó el rumbo de su alcaldía y el que, de alguna manera, permite entender mejor el tipo de gobernante que es él.

El episodio de las basuras

Con esa iniciativa y la forma como la puso en práctica, Petro demostró un rasgo claro de su liderazgo: un cierto “voluntarismo visionario”. Una tenacidad para sacar adelante su visión transformadora para la ciudad, con muy poca sensibilidad frente a las realidades jurídicas, económicas y políticas de Bogotá. Con una clara decisión de cambiar las relaciones de poder establecidas, privilegiando el rol de lo público frente a lo privado, y con un discurso a favor de los grupos vulnerables en desmedro de los poderosos. Y cuando el mundo se le vino encima y el procurador lo destituyó, se apalancó en la movilización social para sostenerse en el poder.

Lo particular de los tres días de basuras sin recoger fue que la Procuraduría se los cobró con la decisión de sacarlo del cargo y sancionarlo con una inhabilidad de quince años, que significaba su muerte política.

Él luego diría que, de todas formas, valió la pena; que fue un logro enorme en su reivindicación de lo público, de los pobres y contra las mafias. A fin de cuentas, con el cambio que aplicó él creía que dejaba un legado, y eso para él era particularmente importante. “Él veía el Gobierno como un hito en un proceso histórico, a pesar de que nosotros le decíamos que tan solo la alcaldía era un desafío descomunal y que nos concentráramos en ella”, nos dijo un entonces secretario suyo.

La inhabilidad, incluso para sus críticos, fue una decisión muy severa para alguien que no se había robado un peso. Él, con su defensa (que incluyó una tutelatón), y después de convocar a sus seguidores a manifestaciones diarias a la plaza de Bolívar, donde les hablaba por horas desde un balcón del Palacio Liévano, logró que la justicia suspendiera la sanción mientras terminó su período.

Tener al procurador Ordóñez como un visible opositor le sirvió para alimentar la idea, que luego explotó como estrategia de campaña en 2018, de que es un perseguido del sistema.

Lo hizo también al enfrentar una revocatoria promovida por el entonces congresista conservador Miguel Gómez, que fue convocada a las urnas, pero que finalmente se cayó. En medio de la pelea jurídica que también dio Petro (de nuevo con tutelatón), esta se dilató tanto que cuando revivió, a menos de un año de que terminara su mandato, ya no valía la pena votarla.

La de Petro fue una administración que, acaso más que ninguna otra (incluyendo dos de alcaldes de izquierda) sacudió al Establecimiento. Sus cercanos lo defienden de cualquier error, por lo general, al mostrar su renovador discurso y destacar que fue uno de los principales denunciantes del Cartel de la Contratación.

Además, entre sus logros está haber alcanzado los índices de homicidios más bajos de los últimos veinte años (fenómeno que se dio a la par en el ámbito nacional); cumplió su promesa de garantizar a los estratos 1 y 2 un mínimo vital de seis metros cúbicos de agua mensuales gratis, una medida que había arrancado en el gobierno de Clara López pero que él mantuvo y extendió; desarrolló una política para extender la jornada de los estudiantes de colegios públicos, que fue elogiada por la Unesco, y fortaleció los programas de asistencia a los habitantes de la calle.

Petro con frecuencia se ufana de que la “ciudad nunca había alcanzado unos niveles de desarrollo social como los que se lograron en la Bogotá Humana”. Y aunque no especifica a qué estadísticas sociales se refiere, en pobreza, desnutrición, déficit habitacional y embarazo adolescente hubo avances en los años de su alcaldía, aunque seguían una tendencia nacional y no dependían del todo de políticas locales.

Por ejemplo, durante el gobierno de Petro sí se redujo la pobreza, algo que no solo depende de políticas locales, sino nacionales, y, sobre todo, de la situación de la economía. Sin embargo, durante su alcaldía esta reducción fue un poco menor en Bogotá que en la nación, algo que en todo caso tiene que ver con el hecho de que había menos pobreza en la ciudad que en todo el país.

En pobreza multidimensional (que no mide ingresos, sino condiciones de vida, como acceso a salud y educación), por la que Petro siempre saca pecho, el índice cayó del 11,1 % en 2012 al 4 % en 2015. El bajón de 6,6 puntos porcentuales fue levemente menor al nacional, de 6,8.

En cuanto a pobreza monetaria (que mide ingresos) la reducción fue de menos de un punto porcentual, mientras que la nacional bajó cinco puntos.

La pobreza extrema se mantuvo en 2 % entre 2012 y 2015, mientras que la nacional sí se redujo en cinco puntos.

Ese legado, sin embargo, no pudo evitar la derrota estrepitosa de la izquierda en las elecciones para sucederlo, en las que su candidata fue Clara López. Aun así, Petro dejó el cargo con la idea de replicar en Colombia lo hecho en Bogotá.

La nueva búsqueda de la Presidencia

Petro arrancó su segunda campaña presidencial con el interrogante de si podía aspirar o no a posesionarse, debido a las multimillonarias multas que la Contraloría le impuso después de dejar la Alcaldía por supuestos detrimentos patrimoniales.

Las multas eran por el cambio en el esquema de aseo, la rebaja en los pasajes de Transmilenio para estudiantes y en horas valle, y por un negocio en el que la Empresa de Energía de Bogotá recompró una empresa de gas a un precio mucho mayor del que la había vendido. A eso se sumaba que el fallo de Ordóñez que lo inhabilitaba, aunque estaba suspendido, no se había caído del todo.

Su estrategia fue voltear la situación a su favor, en función de la campaña. Aunque eso lo dejaba, de cara a la Presidencia, como un gobernante antitécnico e improvisador, Petro comenzó a forjar ante sus seguidores la imagen de un candidato perseguido por un sistema al que asustaba con sus promesas de ruptura.

De su lado tenía como argumento que el contralor que le impuso las multas era de Cambio Radical y estaba salpicado en el escándalo de Odebrecht. Al final, el Consejo de Estado tumbó la inhabilidad que le impuso Ordóñez, ratificó en segunda instancia lo que ya había expresado el Tribunal Administrativo de Cundinamarca y le revocó las multas por bajar las tarifas de Transmilenio y la que le habían impuesto por el cambio del modelo de basuras. Las demás sanciones y multas en su contra se fueron cayendo una a una en los tribunales.

“Petro es un costeño perseguido por la élite bogotana”, concluye Álvaro Moisés Ninco, integrante de su campaña en 2018. Una imagen reforzada por la gestión de Peñalosa en Bogotá, que no solo quitó el cuadro de Bolívar del Palacio Liévano, sino que borró gran parte del legado de Petro, de lo que es un ejemplo muy representativo la decisión de cambiar los diseños del metro subterráneo por los de uno elevado.

“Si no me matan”, dijo Petro en su segunda campaña, “tengo posibilidades de ganar”. Una imagen de mártir que complementa con alusiones constantes a tesis de los liberales Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán, y del conservador Álvaro Gómez Hurtado, todos presidenciables asesinados. Petro mantiene viva la paranoia de ser asesinado, aunque no ha sufrido ningún atentado, en parte porque sí ha sido amenazado varias veces y también, quizás, porque se ve como el verdadero sucesor de Gaitán.

En la campaña de 2018, se volvió una piedra en el zapato para el Polo, al que se le llevó las bases después del acuerdo que ese partido hizo con Sergio Fajardo. Y así creció en las encuestas y llenó plazas, respaldado en un discurso de defensa de los pobres y antisistema que proponía, por ejemplo, una Constituyente “para hacer las reformas sociales que no hizo la Constitución del 91”.

Esa apuesta por una ruptura con lo establecido y su discurso sin medias tintas lo graduaron, a la luz de la derecha, como el representante del llamado “castrochavismo” en Colombia. Y lo pusieron a dar explicaciones por su conocida amistad con Hugo Chávez, con quien llegó a caminar por la Séptima y se tomó fotos frente al monumento de Los Héroes, de nuevo con Bolívar de fondo.

Petro nunca ha ocultado su amistad con Chávez, y ha tratado de quitarse el remoquete al asegurar que, a diferencia de Chávez, Nicolás Maduro sí es un dictador “que mata”. Pero sus contradictores en campaña lograron generar ese miedo a que Colombia se convirtiera en la Venezuela de la que han huido millones de migrantes empobrecidos, y Petro perdió la Presidencia, aunque con una histórica cifra para un candidato de izquierda: 8.034.189 votos.

En su discurso de derrota, Petro anunció que regresaría al Senado de la República, pero no “a hacer lo mismo de hace cuatro años”, sino “a dirigir un pueblo que debe ser movilizado…Volvemos al Senado no a ver cómo se negocian los articulitos sino para recorrer las plazas públicas”.

Con la promesa de “aplazar cuatro años ese intento de cambio”, mediante la consolidación de un movimiento fuerte que pudiera llegar a la Presidencia, Petro continuó su campaña hasta estas elecciones.

Y fiel a su promesa, tuvo más el pie en la calle que en el Congreso, donde no promovió ningún debate de control político ni asumió el protagonismo que muchos esperaban. De todas formas, fue un Congreso raro, que no sesionó presencialmente por la pandemia del COVID-19 y que no tuvo que encarar ninguna reforma importante ante la falta de iniciativa legislativa y reformadora del gobierno de Iván Duque.

La pasividad del Congreso contrastó con la movilización social en las calles, que produjo las multitudinarias marchas sin precedentes de noviembre de 2019, septiembre de 2020 y mayo y junio de 2021. Petro no fue el articulador de las marchas, como muchos lo señalaron, pero sí invitó a salir a la calle y sirvió de amplificador de sus mensajes, hasta que, en 2021, se comenzaron a salir de control y a pasarle factura a su popularidad.

Petro, el vocero del descontento

Durante las manifestaciones del último año, Petro manejó dos discursos. Uno más moderado en sus mensajes oficiales, con llamados a acotar la movilización, y otro que apela a la indignación en sus redes y a través de sus aliados. En mayo de 2021 convocó a la “manifestación más grande de la historia” para una semana después, cuando los bloqueos tenían paralizado a medio país, llamar a “cambiar las formas de protesta”.

También invitó a no consumir gaseosas, salirse de los fondos privados de pensiones, no sacar el carro ni abrir el negocio, y otras formas alternativas de manifestaciones antiempresariales.

Fue un juego de equilibrismo entre respaldar al paro y, a la vez, intentar evitar que se asociara su figura con el caos de las protestas, como los bloqueos y los hechos vandálicos. Amplificó las denuncias de violaciones de los derechos humanos a los manifestantes, a través de una activa cuenta de Twitter que tiene más de 4 millones de seguidores, e, incluso, difundió exageraciones y contenidos falsos (como que dos jóvenes de la primera línea detenidos en Cali habían sido asesinados y arrojados a la carretera). Por otro lado, hizo “alocuciones”, antes reservadas solo para los presidentes, en las que hacía llamados a la no violencia y le daba consejos a Iván Duque. Mientras tanto, las apuestas más polémicas quedaron en voz de sus aliados, como el senador Gustavo Bolívar y su campaña para recoger insumos para la primera línea.

Su doble apuesta y los tumbos que dio le costaron en términos de coherencia y en su capacidad de crecer en las encuestas. Pero, al mismo tiempo, las movilizaciones le dieron un rédito político a Petro. Primero, porque su discurso de cambio, más que el de ningún otro candidato, encaja con el descontento social que se hizo visible durante las movilizaciones. Y, segundo, porque las marchas activaron políticamente a muchos jóvenes e hicieron visibles varios movimientos barriales que han confluido en su campaña, lo que le dio una capacidad de organización en los barrios de la que carecía.

En Medellín, por ejemplo, varias de las Casas Petro que se crearon como sedes de campaña son el resultado de esa organización que surgió alrededor del paro. “En las protestas nos encontramos con otros movimientos en el sur e hicimos una colectividad que se llama El Sur Renace. Nos dimos cuenta de que había muchas organizaciones que no conocíamos y varias están acá ahora. Sin el paro, no nos habríamos podido juntar”, dice Santiago Rangel, activista de Itagüí y uno de los coordinadores de la Casa Petro en ese municipio del sur del Valle de Aburrá.

Esta organización ayudó. Pero es sobre todo, encarnar ese deseo profundo de cambio que se vivió en la calle, lo que lo tiene como un posible sucesor de Iván Duque el domingo.

Las propuestas de cambio

Durante la campaña electoral de 2022, Petro ha tenido una estrategia y un discurso muy diferentes a los de 2018, aunque durante la primera vuelta mantuvo su apuesta por llenar plazas por todo el país. En su libro, Petro es extremadamente crítico del Congreso y de la política tradicional. Dice que el Congreso “cumple dos funciones que permiten la perpetuación de los poderosos mafiosos. Primero, tiene la función de sostener la imagen de una democracia liberal”. Y agrega: “La segunda función que cumple el Congreso colombiano es que los parlamentarios le ofrecen una base de apoyo social al régimen mafioso”.

Pues bien, en esta campaña, a diferencia de las anteriores, bajó el tono (hasta volverlo casi inaudible) contra “las mafias políticas” y, por el contrario, sumó políticos tradicionales a su proyecto, comenzando por los icónicos senadores exuribistas y exsantistas de La U, Roy Barreras y Armando Benedetti. Luego, fueron llegando más, e incluso le abrió las puertas al controvertido exalcalde de Medellín, Luis Pérez, que aún hoy elogia la Operación Orión, que recuperó a sangre y fuego, con la ayuda de los paramilitares, las comunas orientales de la ciudad cuando él era alcalde. Y no solo a él. Buscó incluso a aliados de la condenada empresaria del chance Enilse López, La Gata, y a los ‘Ñoños’, dos personajes que representan todo contra lo que Petro había luchado en su vida política.

Petro ha justificado este giro frente a la política tradicional con el argumento de que el Pacto Histórico “se hace con los diferentes”, mientras todos estén de acuerdo con el cambio que él quiere hacer. Ese argumento fue suficiente para que sus bases aceptaran y acogieran a quienes antes matoneaban en redes.

El impulso de transformación, Petro lo ha alimentado en paralelo a través de sus propuestas de cambio económico como acabar las EPS, pasar el grueso de la plata de los fondos de pensiones privados a Colpensiones y subir aranceles para proteger la producción agrícola nacional. Ninguna de ellas encarna mejor su visión que la de poner fin a la exploración petrolera.

No firmar más contratos de exploración como una medida para mitigar la crisis climática justifica para muchos de los que quieren votar por él cualquier alianza política cuestionable o cualquier otra falla que pueda tener. Al mismo tiempo, su propuesta sobre el petróleo profundiza los temores de quienes ven en su eventual llegada a la Casa de Nariño una amenaza para el futuro del país, porque para quienes le temen este es un ejemplo de que, en pro de una visión antimercado, llevará a Colombia al despeñadero económico.

Tanto las ilusiones como los temores que despierta su propuesta sobre el petróleo sirven para entender el fenómeno político que encarna Gustavo Petro.

Su discurso del cambio climático

Su discurso alrededor de la crisis climática tiene un fundamento ético de contribuir a evitar la extinción de la vida humana en la Tierra, pero a la vez le permite a Petro varias cosas en simultánea: conectarse con un discurso global, emocionar a los jóvenes, que son una fuerza clave en su campaña, y, sobre todo, debilitar y sustituir a las élites económicas que, en su opinión, mantienen pobres a los pobres.

La apuesta de Petro es acelerar la transición energética mediante políticas públicas, que transformen el parque automotor e impulsen las energías renovables que aprovechen el sol y el viento de zonas como La Guajira. Su idea es impulsar un nuevo sector económico, otra élite más conectada con el mundo contemporáneo.

Pero el riesgo de no lograr la transición energética que propone antes de que se acabe el petróleo en menos de diez años es que los seis millones de vehículos que funcionan hoy con gasolina y diésel, y los diez millones de hogares que cocinan con gas natural tendrán combustibles más caros.

¿Todo esto a cambio de qué? De mitigar el cambio climático.

Lo paradójico es que Colombia produce menos del 1 % de los gases efecto invernadero al año, y, en cambio, se calcula que tiene que invertir más de dos billones de pesos anuales para adaptarse a los efectos ya irreversibles del calentamiento global.

Este debate, que dominó la primera parte de la campaña, muestra por qué Petro se convirtió en el eje de esta campaña presidencial, por lo menos hasta que llegó Rodolfo Hernández.

En una entrevista antes de la primera vuelta, a la que llegó acompañado del senador Armando Benedetti, quien se convirtió en su mano derecha durante la campaña, el candidato habló como si ya fuera irreversible su victoria. Estaba sereno, contestó todas las preguntas sin criticarlas, consintió a Aria, la perra mascota de La Silla, y accedió a tomarse una selfie con la secretaria. No mencionó ninguna mafia, dijo que su línea roja frente a alianzas era si los políticos tenían nexos criminales, e incluso ratificó que buscaba el apoyo del expresidente César Gaviria, a quien en su libro tacha de “neoliberal”, uno de los peores insultos en el léxico petrista. Cuando le preguntamos si aún se consideraba revolucionario dijo que sí. Pero se apresuró a explicarlo: “porque evoluciono dos veces”.

En realidad evolucionó tres. En ese momento hablaba el nuevo Gustavo Petro que en pocos años pasó de ser el líder de la oposición en el Congreso y en las calles a convertirse en el candidato a derrotar por parte del Establecimiento. Y después de su paso a la segunda vuelta y ante la irrupción inesperada de Rodolfo Hernández como un rival que le arrebataba la bandera de cambio, Petro —ahora avalado por otrora críticos de él como los economistas Rudolph Hommes y Alejandro Gaviria— se presenta mañana en las urnas ya no como un revolucionario que llega por fin a culminar la revolución que no ha logrado concluir, sino como el candidato que promete proteger la institucionalidad y devolver la confianza en el Estado. Si gana, el tiempo dirá cuál de los dos es el que pasará a la historia.

Nota: Este perfil hace parte del libro “Los Presidenciables”.  

El libro fue publicado por la editorial Penguin Random House y lo pueden encontrar en todas las librerías del país y también en digital. 

12 perfiles de los personajes que definirán el panorama político de Colombia en los próximos años.

Disponible en Amazon, Google Play, Barnes&Noble y Apple Books.

Soy la directora, fundadora y dueña mayoritaria de La Silla Vacía. Estudié derecho en la Universidad de los Andes y realicé una maestría en periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York. Trabajé como periodista en The Wall Street Journal Americas, El Tiempo y Semana y lideré la creación...

Fue periodista de historias de Bogotá, editora de La Silla Caribe, editora general, editora de investigaciones y editora de crónicas. Es cartagenera y una apasionada del oficio, especialmente de la crónica y las historias sobre el poder regional. He pasado por medios como El Universal, El Tiempo,...