Para medir el grado de respaldo que las iniciativas legales puedan tener, en el Congreso de los Estados Unidos se practica una institución curiosa: las votaciones simuladas. Esta semana se efectuaron en ambas cámaras respecto de los tratados de comercio celebrados, pero pendientes de ratificación, con Colombia, Panamá y Corea del Sur. En nuestro caso, se obtuvieron las mayorías suficientes a pesar de la abstención de los integrantes de la bancada demócrata en el Senado. ¿Será que ahora sí estamos cerca del otro lado del túnel? Los obstáculos siguen siendo enormes. Veamos:

Al contrario de lo que aquí sucede, en los Estados Unidos la autoridad para “regular el comercio con naciones extranjeras, entre los Estados y con la tribus indígenas” corresponde al Congreso, no al Presidente. (Constitución Federal, art. 1, sec. 8). Por esa razón, cuando las aguas están tranquilas, aquel concede a este la facultad de negociar tratados bajo la condición de que los aprobará o no sin introducirles enmiendas. Cuando Colombia comenzó las negociaciones del TLC se hallaba vigente una ley de este tipo, que es condición básica para que tenga sentido adelantarlas, pero en el interregno perdió su vigencia.

También de modo opuesto a nuestras reglas, en los Estados Unidos no existe un procedimiento claro para tramitar las leyes; cada cámara goza de autonomía. Peor aún: se puede, y sucede con cierta frecuencia, que se fijen normas ad hoc.

Circunstancias políticas internas complican el panorama.  Una porción significativa de los congresistas demócratas son adversarios de cualquier mecanismo de apertura de sus mercados a la competencia extranjera. Es inaudito que así suceda, pues los Estados Unidos son una de las economías más competitivas del planeta, pero esa es la realidad. El propio Presidente Obama jamás votó a favor de ningún acuerdo comercial durante su época como senador.

La explicación consiste en que los sindicatos, que son muy influyentes entre los demócratas, son enemigos acérrimos de los acuerdos comerciales. La razón es obvia: sus afiliados suelen ser trabajadores de los sectores más rezagados de la economía; el  automotriz, por ejemplo.

Como no quieren ser sometidos a la “ducha fría” de la competencia internacional hacen lo que puedan para evitarla. Y entre las cosas que hacen, con el respaldo comprensible de organizaciones sindicales colombianas, es afirmar que en Colombia se asesina por deporte a los líderes de sus organizaciones.  No habrá poder humano que les convenza de los progresos en ese campo, de que el índice de riesgo que gravita sobre ese contingente poblacional es menor que el de muchos otros e, incluso, que el del promedio nacional. Tampoco aceptarán el argumento consistente en que grados mayores de prosperidad económica, asociados a la plena apertura del mercado de los Estados Unidos para nuestras exportaciones, debería traducirse en menores niveles de violencia.

Si lo anterior genera difíciles escollos, lo mismo puede decirse del elevado grado de oposición de la opinión pública en los Estados Unidos a los tratados comerciales que les “roban” empleos. Esta postura es equivocada porque, al mismo tiempo, abren posibilidades en las actividades más dinámicas, pero comprensible dados los elevados niveles de desempleo y las débiles tasas de crecimiento que se registran en la actualidad. En el fondo está ocurriendo un cambio que trasciende la coyuntura: la pérdida de confianza de los estadounidenses en sí mismos.

¿Hay alguna esperanza? me pregunta desde Pereira un confeccionista de prendas de vestir. “Afirmativo” como dicen los militares. Contamos con amplio respaldo en la mayoría del Partido Republicano que controla la Cámara de Representantes y que, por ende, puede bloquear cualquier iniciativa de Obama en el Congreso, tal como ha venido sucediendo.

La coyuntura propicia consiste en que el dos de agosto vence el plazo para que el Congreso decida si amplia los techos de la deuda del Gobierno Federal. Hasta ahora  nuestros “amigos” republicanos han condicionado su respaldo a la presentación por el Gobierno de un plan de ajuste fiscal que no implique incrementos de impuestos, sino la reducción de programas sociales caros a los demócratas. Como esto es un imposible político, hasta ahora no ha habido acuerdo pero -es mi apuesta- debería haberlo pronto. En su ausencia, la economía se vería sometida a una contracción súbita, profunda y recesiva. Ninguno de los dos partidos puede soportar, especialmente de cara a las próximas elecciones presidenciales, semejante fardo.

El entendimiento al que eventualmente se arribe incluiría medidas para proteger a los trabajadores en sectores que resulten, en teoría al menos, “perdedores” como consecuencia de los acuerdos comerciales. Como nosotros hacemos lo mismo, no tendremos autoridad moral, ni músculo político, para oponernos.  Sin embargo, notemos la ironía; los tratados suelen hacerse para lo contrario: aprovechar ventajas competitivas  en el comercio internacional. Es decir, para ayudar a los “ganadores”, no a los que carecen de las habilidades para triunfar en el mercado. Esto es tanto como si para la configuración de nuestra selección de fútbol se eligiera no a los mejores jugadores, sino a los que son buenos miembros de familia.