Andrés Caro
Crédito: Juan Carlos Hernández

Hay una virtud política de la que no se habla tanto: la virtud modesta de no empeorar las cosas. Esta virtud implica ver la realidad como es, y reconocer y ponderar los beneficios de aquello que existe antes de tratar de eliminarlo.

Reconocerle lo bueno a lo que existe involucra luchar contra la forma como pensamos. Los seres humanos tendemos a notar lo malo; formamos nuestra imagen del mundo desde una percepción de lo negativo.

Por eso nos gustan –buscamos, quizás deseamos– líderes que nos dicen que todo está mal, gente que confirma nuestros peores sesgos y nuestras percepciones más pesimistas. En sus palabras creemos constatar nuestra propia realidad. Estamos tristes o frustrados, y, claro, todo el mundo, todo el país, toda la historia del país y del mundo, nos parecen tristes y frustrantes. El arco de la historia puede que se mueva hacia la justicia, pero todavía no.

O eso pensamos.

Ser conscientes exclusivamente de lo malo es un rasgo humano que nos ha permitido sobrevivir, pero que, a la hora de tomar decisiones de política pública, por ejemplo, puede llevarnos a destruir cosas que cumplen funciones importantes de forma más o menos adecuada, buscando reemplazarlas con alternativas que pueden sonar mejor pero que, en la práctica, pueden tener consecuencias malas.

Hace un par de semanas murió el psicólogo israelí Daniel Kahneman, ganador del premio Nobel de economía en 2002 y autor de Pensar rápido, pensar despacio (2011). En Terrenal hicimos un episodio dedicado a su vida y a sus ideas con César Mantilla.

Kahneman y su amigo y colega, Amos Tversky, descubrieron (o describieron, quizás) la tendencia humana de confirmar nuestros sesgos. Cuando un hecho no se adapta a nuestra percepción del mundo, preferimos descartarlo, o preferimos darle la vuelta y convertirlo en otra cosa. Con más facilidad descartamos la evidencia cuando no se adapta a nuestras ideas que nuestras ideas cuando la evidencia las contradice.  Cuando nos hacen preguntas difíciles, solemos responder preguntas más fáciles. Preferimos la certeza fundamentada en ideas falsas pero fijas a la ignorancia que surge de la constatación de la evidencia, del permanente y desigual enfrentamiento entre nuestras ideas y el mundo. Buscamos –y encontramos– explicaciones simples.

Y, lamentablemente, nuestra percepción del mundo no es muy acertada. Los seres humanos tenemos sesgos y usamos atajos mentales (heurísticas, en las palabras de Kahneman y Tversky) que han sido útiles en nuestra evolución, pero que implican una especie de engaño permanente. Durante millones de años, tuvimos que estar siempre esperando lo peor, alertas a los riesgos y a las amenazas.

La mayoría de los sesgos implican ver el mundo mucho más pequeño y limitado que lo que en realidad es. Medimos el mundo con la vara de nuestra experiencia particular e inmediata, y nos convence más una anécdota que oímos, y que nos conmovió o nos indignó, que un análisis estadístico de largo plazo. Así, el atraco a un familiar hace más para formar nuestra opinión sobre la seguridad que un informe anual sobre delitos en nuestra ciudad.

Nuestros cerebros, descubrieron Tversky y Kahneman (en el que tal vez es el momento más “descubrir que el agua moja” de la historia de la ciencia), tienden a hacerse una visión del mundo que no es estadística. No somos estadísticos naturales. No pensamos considerando muestras, medias y promedios. No concebimos que nuestra experiencia del mundo sea sólo una más –una muestra insignificante de lo que en verdad pasa en el mundo– sino la medida natural de la experiencia humana. Esto no sólo nos lleva a creer que conocemos el mundo, sino que nos impide notar el tamaño de nuestra ignorancia.

Esto es útil en muchas situaciones. Generalmente, lidiamos con problemas domésticos y con relaciones personales en las que la propia experiencia puede guiarnos adecuadamente para tomar decisiones. En nuestro trabajo o en nuestra familia, la experiencia individual suele ser una muestra suficiente que nos sirve para juzgar lo que pasa a nuestro alrededor.

El problema, claro, ocurre cuando usamos nuestra experiencia individual del mundo, irremediablemente basada en anécdotas sin relevancia estadística o en hipótesis que no han sido probadas en la realidad, para analizar problemas, situaciones o instituciones más complejas. La experiencia personal y la anécdota nos distraen y, literalmente, no nos permiten ver la situación como es.

Para juzgar una situación compleja, como por ejemplo una reforma que puede afectar a millones de personas, es necesario despojarse de la anécdota y de los sesgos. Un instrumento para hacer esto es el análisis de costo-beneficio. Este tipo de análisis nos pide que no juzguemos una intervención de política pública, o una regulación, teniendo en cuenta nuestra experiencia personal. También nos pide que nos despojemos de nuestra ideología (los críticos, acaso con algo de razón, dirán que el análisis de costo beneficio es, también, ideológico).

Según el análisis de costo-beneficio, como lo expone un colega de Kahneman, Cass Sunstein, debemos preferir no las intervenciones que expresan nuestros sesgos políticos, basados como están en atajos mentales que los confirman, sino aquellas que producen un beneficio mayor. Es una forma utilitarista de pensar los problemas, basada en la ciencia, en la economía y en la medición. Responde a un sesgo político, sí, pero a uno más útil.

Una parte fundamental del análisis de costo-beneficio está en reconocer las ventajas que ciertas políticas o instituciones implican. Cuando decimos, por ejemplo, que todo está mal, o que algunas instituciones sólo le funcionan a la minoría, debemos esforzarnos por saber si esto es cierto, antes que apoyar a las personas que comparten con nosotros esas intuiciones, y, claro, antes de destruir esas instituciones. Para eso, tenemos que contrastar nuestras opiniones con la realidad, usando información adecuada, y debemos, también, estar abiertos a cambiar nuestras opiniones si la realidad las contradice.

Ver la realidad es un desafío que quizás suena extraño. Nos resulta extraño, claro, porque nos parece que siempre estamos viéndola. Lo que nos dicen Kahneman y sus discípulos es que cuando pensamos que percibimos la realidad como es, en verdad estamos percibiéndola como creemos que es. Hay, entonces, una brecha de confusión entre las dos cosas.

Por supuesto, la manera más apropiada de superar ese espacio no es pensando que todo está bien y que todo funciona. Eso implicaría caer en otra heurística disfuncional.

Para ver la realidad como es tenemos que acceder a información y aprender a usarla. Para tener información de calidad debemos medir y saber medir. Para usar esa información adecuadamente debemos tener procedimientos que sirvan para separar el ruido de la información y de la evidencia.

El mensaje de Kahneman es simple. Tenemos que desconfiar de nuestras certezas, y debemos tener mejores métodos para construir, alimentar y modificar lo que conocemos con evidencia. Kahneman, por ejemplo, le pagaba a gente por encontrar errores en lo que escribía. Se alegraba cuando encontraba errores en su pensamiento.

Alguien que no reconoce sus sesgos no va a tomar buenas decisiones. El temperamento más adecuado para tomar decisiones es el de las personas que cambian de opinión cuando cambia la evidencia y el de quien sabe que el error, ajeno, pero sobre todo propio (creemos, equivocadamente, que nos equivocamos menos que el resto), es más común que el acierto.

Por eso, la certeza debe ser provisional.

La duda, por el contrario, permanente.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...