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Los acuerdos alcanzados con el fin de cerrar ciclos de violencia armada con grupos irregulares específicos son saboteados o limitados por actores legales e ilegales que ven afectados sus intereses.

El sistemático asesinato de líderes comunitarios, defensores de derechos humanos, excombatientes de las antiguas Farc, la continuidad de viejos ciclos de violencia armada y la aparición de unos nuevos en distintos territorios subnacionales -además de entenderse como una especie de fracaso del Acuerdo del Fin de conflicto con las Farc-EP y el inicio de una nueva etapa violenta de nuestra historia reciente- no deben leerse de manera aislada, sino dentro de un continuo histórico que aporta evidencias para creer que estamos frente al más reciente episodio de una larga serie de situaciones vividas desde mediados del siglo anterior.

Estas se caracterizan por el hecho de que cada proceso de diálogo o negociación iniciado con un actor armado ilegal ha estado seguido por el sostenimiento de acciones armadas y el asesinato de miembros de organizaciones de la sociedad civil o de sectores sociales que apoyaron públicamente las negociaciones.

En otras palabras, los pactos o acuerdos alcanzados con el fin de cerrar ciclos de violencia armada con actores irregulares son saboteados o limitados en su implementación por actores legales e ilegales que ven afectados sus intereses -especialmente en el plano subnacional- y que usan la violencia directa para protegerlos o ampliarlos.

Es así como el Frente Nacional, que posibilitó el final de la violencia bipartidista y produjo estabilidad institucional, dio paso a la violencia revolucionaria y amplió la victimización basada en el anticomunismo. Posteriormente, las negociaciones adelantadas durante la administración Betancur no solo buscaron cerrar el ciclo guerrillero, sino también abrir el sistema político a nuevos actores, lo que fue allanado por una coyuntura de disminución de la violencia directa y la fundación del partido político Unión Patriótica (UP), que produjo una reacción violenta de sectores que se oponían a la negociación y que se materializó en el inicio del exterminio de la UP, la proliferación de grupos de autodefensa, el aumento de la guerra sucia y el escalamiento del narcoterrorismo.

Este contexto se mantiene hasta finales de la década de los ochenta, cuando se inicia un nuevo ciclo de negociaciones con diferentes organizaciones insurgentes, lo que coincide con un proceso constituyente que no solo se presentaba como una oportunidad de poner fin a la violencia revolucionaria, sino también como la posibilidad de modernizar el Estado. En los años siguientes el crecimiento en tamaño y capacidad militar de las Farc-EP, la creación y expansión de las Autodefensas Unidas de Colombia, y el involucramiento de los actores armados con la creciente economía de la coca, fueron factores que escalaron la violencia y la victimización hasta niveles inéditos en la historia de nuestro conflicto armado.

Esta elevada curva de confrontación encuentra su declive durante el proceso de negociación con las Autodefensas Unidas de Colombia, lo que no solo desarticuló esa federación de estructuras paramilitares y redujo los indicadores de violencia -ya que el grueso de sus objetivos criminales fueron civiles desarmados-, también visibilizó a sus víctimas y permitió que actores políticos que habían sido marginados del escenario electoral por la acción paramilitar volvieran al escenario público. Posteriormente, la profundización del Plan Patriota en las zonas de presencia histórica de las antiguas Farc-EP escaló nuevamente a la confrontación armada y a las afectaciones humanitarias, especialmente el secuestro, el desplazamiento forzado y las ejecuciones extrajudiciales.

Esta fase de violencia se atenúa durante las negociaciones en La Habana y la fase exploratoria con el ELN, y disminuye sostenidamente con la desmovilización y desarme de los bloques de frentes de las Farc-EP y el inicio de la implementación de lo pactado, permitiendo la ampliación del sistema político, el aterrizaje institucional en territorios históricamente marginados de la oferta estatal y la activación de nuevos sujetos políticos.

Este contexto ha venido cambiando aceleradamente, como se señaló en el primer párrafo, y todo indicaría que finalizaría con una nueva negociación (o sometiemiento a la justicia) dentro de cinco o seis años -ya que los ciclos de negociación tienen intervalos de ocho a diez años-, con uno o varios actores armados. Y, en el marco de esa eventual negociación o sometimiento a la justicia, tendríamos un escenario en el que nuevamente disminuiría la intensidad de la violencia directa y habría alguna ampliación de la dinámica electoral con la aparición de nuevos actores políticos.

Es profesor en la Universidad del Norte. Se doctoró en estudios americanos con mención en estudios internacionales en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Sus áreas de interés son negociaciones de paz, conflicto armado y seguridad ciudadana.