La voz del himno de Antioquia cantaba al hacha que los mayores dejaron por herencia, mientras un grupo de cerca de 100 personas —camisetas blancas, pintura blanca, camionetas blancas— pintaba una pared en el barrio El Poblado de Medellín. 

Pintaban y, al hacerlo, borraban. Bajo los trazos de las brochas podía leerse aún el mensaje que quedaba oculto: “CONVIVIR CON EL ESTADO”.

Letras negras, fondo rojo, la última “O” convertida en calavera. El graffiti, pintado en un muro de 600 metros de uno de los barrios más ricos de Medellín, repetía el nombre de las cooperativas armadas de terratenientes, Convivir, que dieron pie al paramilitarismo.

Duró pintado menos de 24 horas. Varias personas del sector se organizaron para borrarlo. Llegaron en la mañana del domingo 23 de mayo, varios con sus familias. En lugar del hacha del himno, los mayores pusieron en las manos de sus hijos brochas con pintura.

Cuando la pared estaba blanca, alguien sugirió agregar una franja verde abajo y hacer una bandera gigante de Antioquia.

“Todos esos muros que nos han pintado con símbolos de las Farc y la guerrilla vamos a repintarlos con la bandera de Antioquia y de Colombia”, decía un hombre que grababa con su celular, rodeado de policías que llegaron y fueron aplaudidos por la multitud. “Esa es la mejor muestra para que entiendan que no van a tomarse esta tierra, guerrilleros”.

El graffiti borrado en El Poblado es uno de los 28 murales que los colectivos a favor del paro nacional —Fuerza y Graffiti y la Comunidad de Pintura Callejera de Medellín— pintaron en el último mes. Desde que comenzaron las protestas el 28 de abril, los graffiteros y los miembros de las barras de fútbol de Medellín y Nacional se juntaron para pintar las paredes, los bajos de los puentes y las calles.

 En unos días, la ciudad se convirtió en un mapa de consignas: “Ni dios ni patria”, “Estado Indolente”, “Digna Rabia”, “Solo el pueblo salva al pueblo”.

Los graffiteros no tienen voceros, no dicen sus nombres, no muestran sus caras. “No tenemos rostro, somos un gesto en las paredes de la ciudad”, dice uno de sus comunicados. 

Lo publicaron el 3 de mayo, luego de ser noticia nacional por pintar en los bajos del cruce de la Calle San Juan con la Avenida 80 —uno de los principales cruces viales de la ciudad— un mural con el mensaje “ESTADO ASESINO”, en rechazo a los 31 asesinatos en medio de las protestas atribuidos por las ONG colombianas a la Policía para esa fecha.

Días después, un grupo de militares de la Cuarta Brigada llegó en la madrugada con baldes de pintura y cubrieron el mural de gris.

En medio del paro contra un gobierno uribista, las paredes se han vuelto un territorio en disputa en uno de los epicentros de la derecha colombiana. Otro espacio, además de las calles, en el que se enfrentan dos ciudades que llevan décadas sin reconciliarse, y en el que ninguna tiene asegurada la última palabra.

La semana pasada, tres días después de que los habitantes de El Poblado pintaron la bandera de Antioquia y dejaron sus manos —amarillas, azules y rojas— grabadas sobre la pared, alguien pasó por el lugar y cambió el mensaje con tres palabras.

“Gente de bien”, escribió con aerosol negro sobre el muro.

La vida en las paredes

La cita es temprano, a las 7 de la mañana el 26 de mayo, y los graffiteros son puntuales. A esa hora ya están mezclando las pinturas y discuten sobre el color de las letras, el tamaño y la inclinación que tendrán.

Pintar un graffiti es un pequeño performance de economía doméstica. Cuántos baldes de pintura hay, qué color escasea, cuántos tarros de aerosol se necesitan, de qué calidad. Qué hora es, ya estamos tarde. Empezamos desde aquí, vamos hasta este punto. Quién trajo los desechables. Los sánduches los repartimos más tarde. Dame un plon.

Entonces llega la Policía. 

Se bajan de las motos, saludan. Los graffiteros contestan monosílabos. “¿Tienen permiso para pintar acá?” Sí, el dueño nos dio permiso. “¿Y dónde está?”. Contra todo pronóstico, desde la fábrica casi en ruinas bajan dos hombres con cascos de operarios, camisas bien puestas y logos de empresa que cargan baldes de pintura que confirman el permiso. Los jóvenes aplauden. Los policías esperan.

“¿Y qué van a pintar?”. Uno de los jóvenes se acerca y le muestra en su celular un boceto. En él se ve la frase “Solo el pueblo salva al pueblo”, y al final el número 6.402, la cifra de falsos positivos publicada este año por la Justicia Especial para la Paz. 

El policía no dice nada, regresa el celular. De fondo suena el bafle que trajeron los graffiteros, y el rapero Akil Amar canta: “Prohibido olvidar quién es el enemigo verdadero: policías, empresarios y políticos rateros”.

Los policías no saben cómo reaccionar. Luego de 10 minutos, encienden las motos. Uno de ellos se acerca al grupo y grita: “Ojo con lo que van a pintar”, y no se queda a escuchar la respuesta. Los graffiteros responden con un coro de palabras tranquilizantes, ahogado por el motor de la moto que vuelve a acelerar, y en medio, un par de susurros: “Les da miedo que digamos la verdad”, dice un joven.

No alcanza a pasar un minuto, cuando llega otra patrulla. Los jóvenes se miran nerviosos, preparan las explicaciones, pero del carro baja un policía con dos botellas de gaseosa. “Para la sed”, dice, y vuelve al volante.

Uno de los grafiteros, que llamaré W, cuenta que está acostumbrado a que lo increpen por lo que va a pintar. Los primeros que lo hicieron fueron los combos de su barrio en Bello, cuando en la adolescencia él comenzó a rayar cada pared que encontraba con el nombre del colectivo en el que aprendió a pintar.

“Querían saber qué significaba el mensaje, si los estaba insultando. Me asusté, dejé de pintar un tiempo. Pero luego volví”, dice.

Antes que las consignas, W dibujó en las paredes sus propias huellas. Comenzó imitando con lápiz los graffitis que veía en las revistas de Hip Hop. Las letras redondas y deformadas con las que fue jugando hasta crear un alfabeto. Luego vinieron los aerosoles, las pinturas, aprender a dibujar un rostro, a crearlo cuando no había muestra. Los murales de día y las pintadas clandestinas de noche.

Hace seis meses, W, uno de los líderes del colectivo, comenzó a estudiar licenciatura en artes en la Universidad de Antioquia, para intentar profesionalizarse. Es un caso poco común. La mayoría de los que están allí no tienen más rutina que un aerosol y una bicicleta. 

La pandemia y la cuarentena estricta el año pasado eliminaron incluso esa opción. W cuenta que muchos graffiteros siguieron pintando en sus casas, con lápices, con acuarelas, pero no era lo mismo.

Luego, en septiembre de 2020, Javier Ordóñez fue asesinado mientras estaba detenido en Bogotá, y las protestas desatadas por el crimen dejaron 10 muertos en casos de brutalidad de la Fuerza Pública. 

Los graffiteros de Medellín que llevaban meses desconectados, encerrados, se juntaron y pintaron en la Avenida Paralela, una de las principales vías al norte de la ciudad: “NOS ESTÁN MATANDO”.

Fue el mismo grupo que se reactivó ahora con el paro. Hace tres semanas fueron quienes pintaron “Estado Asesino” a tres cuadras de la Cuarta Brigada del Ejército, y quienes luego de que los militares borraron el mural en el viaducto volvieron para pintar uno más grande: “EL PUEBLO NO SE RINDE, CARAJO”.

El grafiti es sobre todo un arte del subrayado. Más que las líneas que se pintan, importan las que se resaltan. Con aerosol, con color, con sombras. Las técnicas para que ciertas palabras destaquen más que otras. Para que ciertos mensajes suenen más fuerte que otros. Como si gritaran desde las paredes.

De los 28 murales que han pintado los colectivos en Medellín, el más difícil fue el de El Poblado. Algunos de los carros que cruzaban subían los vidrios polarizados, otros los bajaban y les gritaban: “Los vamos a matar, vagos”.

B, otro de los graffiteros, dice entre risas: “De pronto el error fue vestirnos de negro. La próxima vez vamos de ropa blanca como ellos”.

Las formas del duelo

En las paredes de Medellín no han chocado palabras. No ha sido una disputa entre textos superpuestos con pintura, sino entre las palabras de los graffiteros contra el gris y el blanco de los muros. O entre las palabras y las banderas, que son mudas.

“En Medellín el graffiti se había aceptado en un aspecto turístico, en la Comuna 13, pero no como posibilidad de cuestionar la sociedad. Ahora estamos presenciando un duelo social. Y la forma de elaborar un duelo es tener claro qué está presente y qué está ausente. Lo que vemos es una sociedad que se dio cuenta de lo que está ausente”, dice Hernán Darío Gil, antropólogo y docente de la Universidad Pontificia Bolivariana.

Faltan los desaparecidos, faltan los asesinados en medio del paro, falta el espacio público que fue negado durante el confinamiento por la pandemia. Y también falta diálogo.

La semana pasada, ante la convocatoria de un nuevo borrado del graffiti de San Juan con la 80, donde ahora está el graffiti de “El pueblo no se rinde, carajo”, los colectivos de graffiteros y los de los que pintaron la bandera de Antioquia en El Poblado tuvieron varios encuentros para intentar ponerse de acuerdo.

Fracasaron. Su principal diferencia es la posición sobre el paro. Muchos de los que fueron a borrar el graffiti de El Poblado salieron de sus casas ese domingo porque sentían que, al borrar el mural, protestaban también contra los bloqueos y contra el paro en general. Fue un equivalente a la marcha del silencio en Cali, pero con botes de pintura blanca.

“Queríamos hacer un mensaje en consenso, porque si no se va a volver una guerra de pintura. Les dijimos a los graffiteros: hagamos algo que nos represente a todos”, dice Juan Manuel Jaramillo, promotor del borrado del graffiti en El Poblado. 

Jaramillo también es miembro del colectivo Salvemos Colombia, una plataforma de derecha que defiende la libre empresa, conocida sobre todo por su entrevista a Andrés Felipe Arias desde la cárcel a comienzos de este año.

“Ellos, que pintan de blanco y gris, quieren una ciudad limpia, aséptica, con mensajes positivos. Pero para ellos lo positivo es mantener el estatus quo, para nosotros es el cambio”, dice uno de los graffiteros sobre el diálogo.

Es un choque de representaciones. Entre lo solemne —la bandera, el himno, los trazos grises de los soldados que cumplen órdenes— y la sátira.

Lo primero que borraron del mural de “Estado Asesino” no fue la consigna, sino un dibujo de Iván Duque con media cara pintada como la de un cerdo. Tres días antes del operativo del Ejército, un civil paró en el viaducto y tapó el rostro del presidente con pintura blanca.

“Le tienen más miedo al ridículo que a que les digan asesinos”, dice R, otro de los graffiteros.

El mural de El Poblado, con la alusión a las Convivir, también fue un desafío en tono de sátira. “No sabemos por qué se ofendieron, si solo escribimos convivir con el Estado, ¿qué problema tiene eso?”, dice B, otro de los graffiteros, sonríe.

“No nos crean tan pendejos. Estaba lleno de calaveras. Estaban hablando de las Convivir, mezclando un montón de cosas, les llenaron las cabeza de basura y lo que siempre terminan diciendo: ‘Estado asesino’. El Estado somos todos, y yo no soy asesino”, dice Juan Manuel Jaramillo, uno de quienes borró el mural.

A R no le molesta que los borren.

“Convivir con el Estado es un mensaje con un significado amplio, pero que lo borren lo cierra, lo confirma. Lo que más me gusta es que nos borren. Entendemos lo efímero de los gestos que hacemos. La pintura es frágil sobre el muro, se va borrando por el agua, por la luz, por el Estado. Nosotros abandonamos lo que pintamos, lo terminamos y vamos a otra pared”.

Es lo contrario al rastro tricolor de las manos sobre la pared, que se queda allí fijado, como sosteniéndola. Es pintar anticipando el borrado, deseando un trazo blanco o gris que resalte más que las palabras.

Periodista en La Silla Vacía hasta 2023. Estudié periodismo en la Universidad de Antioquia y allí hice un diplomado en periodismo literario. Trabajé en El Colombiano y fui subeditor del impreso de El Tiempo. En 2022 participé en el libro 'Los presidenciables' de La Silla Vacía y en 2020 hice parte...