Andrés Caro
Crédito: Juan Carlos Hernández

En Revelaciones al final de una guerra, su libro de 2019 sobre las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, Humberto de la Calle cuenta una anécdota de forma somera.

En mayo de 2013, las dos delegaciones estaban listas para anunciar el acuerdo y el cierre del punto uno de las negociaciones, sobre la reforma agraria. Se había llegado al primer acuerdo temático de la negociación con dificultad, y había que anunciarle el acuerdo al país. Lo acordado reflejaba la voluntad, modificada y acotada, de las dos partes. Sin embargo, después de haber cerrado el acuerdo, la delegación del gobierno tuvo una sorpresa. Así lo cuenta de la Calle:

[Iván] Márquez me comunicó que, en contra de lo conversado, el tono del anuncio no podía ser totalmente positivo. Que insistirían públicamente en los asuntos pendientes –una canasta de lo que aún seguía sin acuerdo, que nosotros llamábamos “congelador” y las FARC freezer– y que rebajarían al máximo el mensaje optimista. Me enteré de que, en las horas de la noche, Álvaro Leyva convenció a la guerrilla de hacer énfasis en los temas pendientes, porque este sería material útil para presionar una Constituyente (p. 57).

Más allá de las críticas y de los señalamientos que se le han hecho al canciller por su relación con las FARC, es necesario preguntarse si, detrás de la política de paz total, persiste en el gobierno la idea de hacer una constituyente.

El presidente, y algunas personas cercanas a él, llevan meses hablando del “acuerdo nacional”. Hace unos días, por ejemplo, el senador Iván Cepeda publicó una columna en la que, con preguntas retóricas, invitó al “movimiento social, los gremios empresariales y [a]l gobierno nacional” a hacer un acuerdo para “definir las reformas sociales y ambientales imprescindibles para llevar textos legislativos consensuados al Congreso”, para negociar la justicia transicional (“el modelo de verdad y de justicia restaurativa al máximo nivel de responsabilidades, la ley de sometimiento y la ley de reconciliación nacional”), y para “realizar las transformaciones territoriales, sustituir las economías ilícitas por economías productivas y sostenibles”.

Es importante decir que ni el senador Cepeda ni el presidente han mencionado en público la idea de hacer una constituyente. Sin embargo, las negociaciones con el ELN, los llamados a hacer acuerdos nacionales y “pactos políticos” paralelos (con grupos armados, con sectores políticos o con cacaos amedrentados en Cartagena), y la creciente frustración del presidente, del gobierno y de sus fuerzas parlamentarias con los procedimientos institucionales parecen hacer cada vez más posible que se trate de ambientar una asamblea nacional constituyente alrededor de la paz total y de discusiones “en las calles”.

A lo largo de su historia, el ELN no sólo ha mostrado desprecio por el derecho internacional y los derechos humanos, sino también por la Constitución de 1991, cuya legitimidad nunca ha reconocido.. De hecho, aunque puedan parecer cínicas las declaraciones del ELN sobre el secuestro y el desarme, en realidad muestran un persistente desapego por el consenso constitucional y ético en Colombia.

Detrás de su frivolidad y, acaso, de su banalidad asesina, se esconde un hecho indiscutible: el ELN no quiere pasar a una legalidad, construida sobre la Constitución de 1991, que considera ilegítima. El proceso de paz, que ya se ha enredado por la falta de criterios claros en la política de paz, por la falta de firmeza y de rigor del alto comisionado, pero sobre todo por las violaciones constantes del ELN al cese al fuego, va a llegar, durante su fase pública, al “impasse”, como lo llama Juan Camilo Restrepo, de ese conflicto de legalidades. El ELN va a insistir en que la Constitución no es legítima y que no se van a someter a una ley aprobada por la “burguesía de siempre”. Entonces, el gobierno va a tener que tomar una decisión: va insistir en que el proceso de paz entre el Estado y la guerrilla tiene como meta la desaparición de esta, y su transformación en una fuerza política legítima (legitimada, claro, bajo la Constitución), o va a abrir la puerta a una constituyente.

Dentro del gobierno y del Pacto Histórico parece haber personas que estarían a favor de reformar la Constitución (el canciller, por ejemplo, y quizás Otty Patiño, quien ha hablado de una “simpatía política entre la delegación del ELN y el gobierno”). Hay otras, como el presidente o el senador Cepeda, que han mantenido un respeto, quizás escéptico, a la Constitución.

Los incentivos para intentar una constituyente le juegan en contra al gobierno. El presidente es cada vez más impopular, el ELN no tiene ningún respaldo ciudadano, los movimientos sociales tienen cierto “patriotismo constitucional”, y los gobiernos de Uribe y de Santos demostraron que no es necesario cambiar de constitución para desmovilizar a grupos armados. Proponer una constituyente sería una especie de suicidio político para el gobierno y para su partido.

Sin embargo, es posible que los incentivos cambien. Por ejemplo, el año entrante, y luego de que el Congreso termine por enredar las reformas del gobierno y de que la Corte Constitucional siga tumbando leyes inconstitucionales, puede que aumente la frustración del gobierno y de sus seguidores. Esta frustración, confirmada oyendo unas voces tendenciosas en unos diálogos sociales con organizaciones mayoritariamente cercanas al gobierno o al ELN en la fase pública de negociación, puede hacer que un gobierno radicalizado se convenza de la necesidad de una constituyente para legitimar la paz total y para desmontar, por esa vía, el supuesto neoliberalismo de la Constitución de 1991, que el presidente detesta y al que le atribuye la mayoría de los males de Colombia. Vamos a ver.

Más allá de las especulaciones, es cierto que el gobierno tiene cada vez más amarrado su legado a la “paz total”. Las reformas sociales, además de ser impopulares, no han salido, la ejecución va mal, y el presidente y la vicepresidente parecen frustrados y cansados.

Esto crea un gran problema para la negociación: el gobierno necesita cada vez más a los grupos con los que está negociando –quizás mucho más de lo que esos grupos necesitan al gobierno–. Eso hace que el gobierno esté cada vez menos dispuesto a levantarse de las mesas o a suspender los diálogos, incluso cuando ocurran, como han ocurrido, violaciones claras a los acuerdos y al derecho internacional humanitario. Si los grupos armados no tienen una voluntad real de paz (porque no creen en la legalidad a la que deberán someterse, o porque las rentas ilegales siguen siendo mejor negocio que cualquier actividad legal), pueden usar la negociación para reorganizarse, crecer y ganar apoyo en algunas regiones o dentro del Estado, como lo hicieron las FARC en los años 80.

Al tiempo que el gobierno trata de hacer estas negociaciones desequilibradas, va a intentar crear la apariencia forzada de un consenso. Esto, claro, a través de esos diálogos sociales, de las reuniones con los empresarios y del ruido de los llamados constantes a lograr acuerdos nacionales.

Quizás, también va a tratar de forzar el consenso tratando de prohibir las críticas a la paz total. Esta semana, el senador Cepeda presentó (y luego retiró) un proyecto de ley para crear un nuevo tipo penal: “Obstrucción a la paz”.

Según el texto del proyecto de ley, “el que obstruya, impida o restrinja, de manera temporal o permanente, la exploración, inicio, desarrollo o finalización de procesos que el Gobierno Nacional adelante en el marco de la política de paz (…) incurrirá en prisión de diez a quince años”. La exposición de motivos del proyecto, citando el diccionario de la RAE, decía que obstruir, en el delito propuesto, significa, entre otras cosas, “estorbar el paso” (pg. 31).

Es muy diciente que, al tiempo que se habla de acuerdos nacionales en el marco de una política de “paz total” (acuerdos que pueden desembocar en una intentona constituyente), se pretenda prohibir la crítica y las acciones, hasta ahora legales y legítimas, que buscan exigirles a las autoridades el mantenimiento del orden constitucional y evitar que el gobierno ceda más de lo debido en sus negociaciones con grupos armados ilegales.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...