Ricardo Calderón

Ricardo Calderón, el periodista de Semana que develó los perfilamientos ilegales y las chuzadas del Das, entre otros grandes escándalos, fue premiado esta semana con uno de los máximos galardones internacionales de periodismo.

Cada vez que Ricardo Calderón anuncia en un consejo de redacción que tiene una historia “simpática”, los demás periodistas saben que tiene una bomba: que ese será el tema del que hablarán otros medios, que el ministro de Defensa lo negará, que luego dirá que no le “temblará la mano” con las “manzanas podridas”, y que si no hace nada, al cabo de unos meses, Ricardo tendrá otra historia “simpática”.

Calderón, el periodista de la revista Semana que se acaba de ganar el Maria Moors Cabot Awards, uno de los premios de periodismo más honoríficos del hemisferio otorgado por la Universidad de Columbia, es quizás con Daniel Coronell, el mejor periodista investigativo de Colombia. 

Es el periodista que reveló la denuncia de los perfilamientos de periodistas, políticos de oposición y algunos militares incómodos por parte del batallón de inteligencia del Ejército; el que destapó el escándalo de inteligencia de Andrómeda y el Tolemaida Resort en donde estaban presos militares condenados por crímenes de lesa humanidad vivían con todo tipo de gabelas durante el gobierno de Santos; la existencia del hacker Sepúlveda en la campaña de Óscar Iván Zuluaga, del Centro Democrático; y antes que eso, las chuzadas ilegales de la Dirección de Inteligencia de la Policía; y antes, la saga de la Mata Hari, la entrada de alias Job, el asesor del paramilitar Don Berna, a la ‘Casa de Nari’ de Uribe; y antes de eso, que el Das estaba en manos de paramilitares y que también estaba persiguiendo a los opositores del gobierno y a los magistrados que investigaban al senador Mario Uribe, primo del Presidente; y mucho antes que eso, que el entonces senador Alvaro José García Romero había determinado la masacre de Macayepo, por la que fue luego condenado a 40 años.

Esos son algunos de los escándalos más memorables que ha destapado Calderón. Pero también, desde que entró hace 26 años a la revista Semana, ha escrito cientos de historias que han ayudado a entender el mundo del hampa y sus conexiones con la legalidad. Tal vez, nadie ha hecho tanto como él por depurar las Fuerzas Armadas y los organismos de inteligencia de sus miembros más corruptos y peligrosos.

A diferencia de algunos periodistas cuya labor investigativa se limita a filtrar audios reservados de expedientes judiciales, Calderón lleva años cubriendo las entrañas del inaccesible mundo de la inteligencia militar, cultivando la confianza de sus miembros, juntando las piezas, y arriesgando su vida. Siempre bajo el radar, sin darse aires, sin seguidores en las redes sociales, sin ningún tipo de militancia política ni de protagonismo. Es el auténtico reportero que solo habla a través de sus investigaciones.

Periodista por descarte

Ricardo Calderón habría sido un policía si en la escuela de cadetes el agua fuera caliente.

Hijo de un oficial retirado de la Policía, Ricardo creció entre policías. Fue al colegio de los hijos de los oficiales, en la época en que el narcotraficante Pablo Escobar pagaba a los sicarios dos millones de pesos por matar policías. 

Entre los 550 que asesinó en esa época el Cartel de Medellín, cayeron algunos papás de sus compañeros, y para Ricardo y sus amigos asistir a sus entierros fue parte del paisaje de su infancia.

Lejos de ahuyentarlo de ese mundo, Ricardo, como varios de sus amigos, quiso meterse de policía. Cuando descubrió que eso implicaba bañarse todos los días con agua fría, consideró la Armada; al fin y al cabo, la ducha sería refrescante en Cartagena. Pero también desechó la idea porque lo mareaba el mar. Optó por estudiar biología marina en la Tadeo.

Le iba mal. Pésimo, en realidad. Las matemáticas lo superaban, y la ortografía más. Perdió el primer semestre, y el segundo. Su afición por los billares “California”, cerca de la universidad, le resultaban más interesantes.

Fue entonces cuando Octavio, el hermano del periodista Darío Arizmendi, del mismo pueblo de su mamá, los visitó y los invitó a conocer la Universidad de la Sabana que había fundado; era linda, y con la ayuda de Arizmendi, Calderón entró a estudiar comunicación social, y se convirtió en periodista, por uno de esos descartes que a veces terminan definiendo los destinos de la vida.

A su papá, un mayor retirado, le parecía una carrera de reinas, una costura, y a Ricardo le interesaba menos que la rumba, hasta que finalmente le fue cogiendo el gusto a la carrera y por recomendación de un amigo, terminó entrando a la revista Semana a cubrir deportes.

Con tiempo y con espacio

Entró a Semana cuando recién comenzaba el proceso 8 mil, contra el entonces presidente Ernesto Samper, una historia que hacía historia en el país y en la revista. La redacción era pequeña, y cada edición tenía más de 200 páginas.

Eso significaba que había tiempo y espacio para los periodistas, dos privilegios de los que hoy carecen, y Ricardo comenzó a ofrecerse de voluntario para cubrir las tomas guerrilleras y las masacres, mientras seguía cubriendo los partidos de fútbol y la Fórmula Uno. Viajaba todas las semanas a algún pueblo, escribía la historia en su máquina de escribir y la mandaba por fax.

En los viajes se encontraba con sus excompañeros de colegio, ya convertidos en tenientes y subtenientes. Ellos le presentaban a otros oficiales, a los buenos y a los malos, y Ricardo, que parece mudo y, por eso mismo, dan ganas de contarle muchas cosas, los escuchaba por igual.

Hablaba su mismo lenguaje, no tenía afán, no tenía agenda, no tenía otras aspiraciones, y si tenía miedo, no se le notaba. Así, poco a poco, los convirtió en sus fuentes y encontró un nicho con muchas historias que muy pocos se atrevían a contar.

Cuando varios años después que él entré a trabajar en la revista Semana ya había una especie de leyenda alrededor de Ricardo. Decían algunos que a veces corría carreras clandestinas en la Autopista Norte, de noche y en contravía; que tenía una ‘caución’ sobre su puño porque si le pegaba a alguien lo podía desfigurar; que su familia creía que él en realidad seguía cubriendo la Fórmula Uno hasta que le comenzaron a dejar amenazas en el contestador automático de la casa.

Era difícil de creerlo: era tan flaco, tan callado, tan pacífico que yo me preguntaba una y otra vez si se referían al mismo. Cuando le preguntaba si era cierto, solo se reía.

Un día, unos estudiantes me fueron a contar que habían oído que desde Casa de Nariño salía un carro de noche a dispararle a los indigentes del Cartucho, y querían que investigara si era cierto.  Sin saber qué hacer con esa conversación, busqué a Ricardo. “Déjame averiguo”, me dijo, y yo pensé que era como cuando uno dice, “nos tenemos que ver”, una formalidad.

Dos lunes después, Ricardo llegó al consejo de redacción con la mano vendada. Se había ido al Cartucho, el barrio más peligroso de la ciudad en ese momento, y había decidido pasar la noche allí a ver si veía al tal carro de Palacio. Un habitante de la calle, que creía tener derecho al espacio que ocupó Ricardo, partió una botella y trató de chuzarlo.

“Nada grave. Lo intento de nuevo en un par de semanas”, me dijo, mientras yo lo escuchaba aterrada, y creía entera la leyenda.

Para ser un periodista investigativo tan bueno -sobre todo si es sobre un tema tan peligroso como la corrupción en las Fuerzas Armadas- se necesita ser valiente.  Esa es una condición, pero no es suficiente. El secreto de Ricardo, concluí después de años de verlo trabajar, es que él no entra y sale de las historias, él siempre permanece en la historia, la única que cubre.

Es su capacidad de hablar durante años con las fuentes, incluso cuando no tienen nada que contarle; de corroborar lo que le dicen para que no le metan cuentos; de no fallarles, en el sentido de realmente investigar lo que le cuentan y dar la pelea por publicarlo.

Un ejemplo concreto: un día hablando con unos detectives del DAS, le contaron del robo de una cafetera de 80 millones de pesos. Llevaba horas con ellos, echando carreta, y éstos comenzaron a hablar de que en la entidad ‘chuzaban para arriba’ y ‘chuzaban para abajo’. Le contaron también de una casa en Honda, donde ayudaban a los paramilitares. Ricardo les preguntó con quién podría hablar de eso, y durante meses fue juntando las piezas que condujeron a la disolución del organismo de inteligencia.

Fueron meses de corroborar datos, de imprimir los documentos que tapizan su oficina, de comenzar a entrevistar a las fuentes a la una de la madrugada para evadir los seguimientos, de aprender a detectar los embuchados que le quisieron meter para hacerle cometer un error y de recibir todo tipo de amenazas y presiones. Pesaba 60 kilos cuando arrancó a investigar, y 38 después de publicar las denuncias.

Es la fortaleza de su reportería la que le da la capacidad a él y a la revista de resistir la ira del presidente de turno, las dudas de los colegas, las demandas y los sufragios que inevitablemente acompañan cada historia “simpática” que publica.

Soy la directora, fundadora y dueña mayoritaria de La Silla Vacía. Estudié derecho en la Universidad de los Andes y realicé una maestría en periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York. Trabajé como periodista en The Wall Street Journal Americas, El Tiempo y Semana y lideré la creación...