En Suecia, un sueco, desnudo en medio de un sauna, me dijo que en su país la riqueza y el talento estaban mal vistos, me contó que las personas de dinero y de fama preferían vivir la mayor parte del año en otros países. El sueco atribuía la mirada recelosa de la gente y el exilio voluntario de los afortunados al : la igualdad de oportunidades y amplitud de recursos que ofrece Suecia a sus habitantes hacen que alcanzar el éxito dependa sobre todo del mérito propio, que en este contexto es una especie de ambición individual disonante y de mal gusto.

El sueco me dio a entender que los suecos con talento hacen menos igualitaria su sociedad igualitaria y son motivo de infelicidad para sus compatriotas: el brillo de sus fortunas y el valor de sus obras iluminan con implacable crudeza la planicie donde transcurre la existencia segura y sin sobresaltos de una masa ingente, de una vida “sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición”, como lo pone Estanislao Zuleta en su .  El sueco me puso como ejemplo a , el onceavo hombre más rico del mundo, dueño de la franquicia de mobiliario IKEA, que vive en Suiza desde 1976 y proyecta una imagen de sencillez y austeridad ante sus empleados que contrasta con sus cotizadas propiedades y lujos en varios países. Otro ejemplo fue el del director de cine que vivió en Suecia en un pequeño y alejado islote llamada , una ínsula donde algunas veces coincidió con , el primer ministro sueco que también parecía gozar por momentos del aislamiento y que en 1986 fue aislado totalmente: lo en una calle de Estocolmo al salir de cine.

La visión descarnada de mi compañero de sauna me hizo pensar que la paradoja sueca puede extenderse a Colombia de manera opuesta pero simétrica: si en Suecia las condiciones favorables para el desarrollo hacen que ante cualquier triunfo o fracaso la culpa recaiga en el individuo —la sociedad es inocente, yo soy el culpable—, en Colombia las condiciones desfavorables para el desarrollo hacen que ante cualquier fracaso la culpa recaiga en lo social, no en el individuo —la sociedad es culpable, yo soy inocente—. De ahí que muchos colombianos  —libres de culpa individual y culpando de todos sus males a lo social— marquen en algunas como habitantes de una de la naciones más felices de la tierra y a la vez refuercen esa pulsión —autodestructiva para lo social pero vital para su comodidad— en los comicios electorales: prefieren a los políticos corruptos sobre los políticos honestos (si es que se acepta que pueda existir tal cosa). Poco les importa a estos colombianos que su voto condene el país al subdesarrollo, votar por un corrupto es una liturgia electoral que los exculpa como individuos. Elegir o perpetuar un régimen corrupto es un rezo que blinda a futuro de toda culpa; estos colombianos, ante sus acciones y omisiones, siempre tendrán una disculpa, algo o alguien a quien culpar de sus responsabilidades, y libres de culpa —pero pobres de espíritu, pobres de empresa, pobres de arte—  vivirán en la justa medianía que se merecen.

Existe la expresión “hacerse el sueco” como sinónimo de hacerse el loco, el despistado, el indiferente. A la luz de lo dicho por el sueco en medio del placebo tropical del sauna, en Colombia abundan los “suecos”, una legión de escapistas que se caracteriza por bajar las expectativas para que las exigencias no sean muy altas, una masa de bobos vivos que se autoproclaman como bobos para que no se les vea ni se les exija lo vivo. Y todos tan contentos.

Bogotá, 1971. Profesor, Universidad de los Andes. A veces dibuja, a veces escribe.luospina@uniandes.edu.co