Columnista invitada: Sofía Carrerá Martínez, politóloga de la Universidad del Rosario, estudiante de Matemáticas Aplicadas y Ciencias de la Computación de la misma universidad.

Un artículo reciente en La Silla Llena, escrito por el profesor Fredy Cante y titulado “Superar malos entendidos y ‘deliques’ dentro del aula” plantea un debate controversial sobre los límites de la libertad de cátedra y la tendencia creciente, en un mundo caracterizado por movimientos como #MeToo y Black Lives Matter, a denunciar ciertas conductas como discriminatorias en el salón de clase. Dadas mis experiencias en la cátedra del autor, en las siguientes líneas busco problematizar los planteamientos hechos en la columna, así como ahondar en la discusión.

No cabe duda de que el aula de clases es un lugar de desigualdad y de dinámicas de poder: el/la profesor/a ejerce autoridad sobre las/los estudiantes independientemente de lo cercano, chévere o amiguero que sea. En particular, las relaciones entre profesor y estudiantes engendran jerarquías en términos de qué voces se escuchan en las discusiones, cuáles materiales de lectura se escogen, qué calificaciones se asignan y qué ideas se expresan y se validan en clase. En esta última yace la delgada línea entre la libertad de expresión del profesor y la discriminación hacia los estudiantes y viceversa.

Como premisa general, la libertad de expresión sin temor a represalias debe primar en todo salón de clase tanto para profesores como para estudiantes. Naturalmente, en discusiones esporádicas sobre todo en torno a temas sensibles, pueden surgir comentarios incómodos u ofensivos para alguna de las partes. Sin embargo, esto dista mucho de cuando los comentarios se vuelven recurrentes o se dirigen hacia uno (o más) grupos vulnerables o marginalizados. Los profesores, desde su lugar de poder, caen en el acoso y la discriminación cuando sistemáticamente hacen comentarios cargados de prejuicios contra un género, religión, sexualidad o raza específica.

Varios estudios (como este o este) demuestran que las clases convertidas en espacios discriminatorios repercuten en el interés, el ánimo, la confianza y el éxito de los estudiantes. Algunos optan por dejar de asistir, a costa de su aprendizaje y rendimiento académico; otros se quejan con las facultades y directivas, que suelen echar estas quejas en saco roto; y unos cuantos se atreven a hablar directamente con el profesor, quien frecuentemente termina ridiculizando las quejas o respondiendo con amenazas veladas o directas a quienes denuncian. También está el peor de los casos: hay estudiantes que repiten las actitudes, comentarios y acciones del profesor con sus compañeras, y terminamos en un círculo vicioso de acoso, violencia y discriminación.

En principio, los estudiantes vamos al salón de clases para aprender y desaprender, lo que implica trabajar sobre temas incómodos y retadores y realizar discusiones en torno a ellos, justamente con miras a confrontar nuestros prejuicios, cuestionar nuestras ideas del mundo y generar cambios en nuestra manera de pensar. Pese a lo anterior, existe una diferencia clave entre el planteamiento de ideas en el salón de clase que incomodan dentro del necesario debate académico, e incomodar basado en algunos prejuicios del profesor que validan actitudes, comentarios y espacios discriminatorios de manera repetitiva.

La relación entre profesor y estudiante debe basarse en la confianza, el respeto y una sana distancia, de modo que el aula de clases sea un espacio seguro y libre de discriminación y acoso basados en género, raza, sexualidad u otros. Dado que las ideas que se validan en cualquier ámbito académico deben regirse sobre todo por el respeto a la dignidad humana. Cualquier sobrepaso sistemático a este principio constituye un abuso de poder.

Ante estos casos de acoso, las universidades han formulado protocolos para prevenir y responder a violencias basadas en género y discriminación. Los documentos de la Universidad del Rosario, la Universidad Nacional, la Universidad de los Andes, entre otras instituciones de educación superior en Colombia, tienen en cuenta las desigualdades de género que se observan en los ámbitos académicos y resaltan que este tipo de conductas afecta la convivencia en las instituciones. Particularmente, el Protocolo de Violencias Basados en Género y Discriminación de la Universidad del Rosario contempla diferentes definiciones de acoso sexual, acoso laboral, ofensa sexual, discriminación indirecta y acoso escolar que refuerzan los planteamientos desarrollados aquí y que confirman que la libertad de cátedra de los profesores no constituye libertad para discriminar ni acosar.

Aunque los protocolos y las definiciones están, muchas veces se quedan en el papel. De modo que a través de vías institucionales – o fuera de ellas – los y las estudiantes seguiremos haciendo ruido hasta que las aulas sean lugares seguros.